sábado, 28 de julio de 2018

El reformismo socialdemócrata y el laborismo inglés (III) — Manuel Agustín Aguirre

Manuel Agustín Aguirre
(1903-1992)

Parte I
Parte II
Parte IV 


B

El control de Estado monopolista y la planificación


Así como los viejos revisionistas y reformistas de la época de Bernstein y Co., querían mixturar a Marx con Bohm Bawerk, tratando de inyectar en la teoría del valor trabajo la de la utilidad marginal, terminando por quedarse con ésta, los nuevos tratan de completar a Marx con Keynes y se quedan definitivamente con éste, como en el caso del laborista John Strachey, por ejemplo. Igualmente, mientras aquellos soñaban con los supermonopolios y su “capitalismo organizado”, transformación gradual y pacífica del capitalismo en socialismo, estos ponen toda su esperanza en el capitalismo monopolista de Estado, el Estado democrático burgués, que se constituye en el motor principal de aquella transformación. No son los cambios de la estructura económica los que han de determinarla sino la acción de la superestructura política, del Estado benefactor.

En realidad, toda llamada planificación económica laborista, no pasa, en el mejor de los casos, de las medidas keynesianas que ya conocemos: manipulación de la tasa de interés, presupuestos deficitarios durante el clima helado de la depresión, con el fin de inyectar sangre en el torrente monetario, o presupuestos de superávit para hacer lo contrario en los momentos de auge; mayores o menores inversiones en las industrias y empresas del Estado, en obras públicas y servicios sociales y asistenciales; así como ciertos intentos de redistribución de la renta nacional, mediante los impuestos fiscales. En definitiva, se trata de controles y manipulaciones en los campos de la moneda y la tributación, cuando no se quedan en los simples controles del tiempo de guerra:
“De todos modos, el Gobierno laborista hizo muy poca planificación en el sentido estricto de la palabra, por ejemplo, el poner las prioridades sociales en forma de plan a largo plazo. Ciertamente se transfirieron a propiedad pública varias industrias básicas y servicios, lo cual les permitió el controlar las inversiones en el recién creado sector público. Pero en lo que concierne a la planificación de conjunto, todo lo que hizo el gobierno de Attlee fue mantener el engorroso sistema de controles de tiempos de la guerra y aplicarlo, no sin éxito, a aumentar las exportaciones, a evitar un colapso en la agricultura, a estimular las inversiones privadas y a mantener el pleno empleo”. [1]
Desgraciadamente, para quienes creen que se puede planificar la economía, manteniendo la propiedad privada de los medios de producción y las fundamentales decisiones económicas en manos de los particulares, como lo deseaba Keynes, los resultados se han demostrado contradictorios y negativos. Así las medidas expansionistas (política de crédito barato, inversiones del Estado en industrias, obras públicas y servicios sociales, el estímulo al consumo por medio de la compra de material bélico, productos agrícolas y otras mercancías, etc.), desarrollan como contraparte una correspondiente inflación como la sufrida por los países europeos durante los últimos años, que promueve el alza inmoderada de los precios y los consiguientes problemas sociales, que obligan a tomar medidas deflacionarias para estabilizar la moneda y los precios. De manera que si, por una parte, se estimula la actividad económica, por otra, se la detiene, en un tira y afloja que resulta absurdo y desesperante. Y es que si en el mejor de los casos los gobiernos pueden imponer su voluntad en el sector público bajo su control, no disponen de las conductas para hacerlo en el sector privado, que es el mayoritario y determinante.

De ahí el rotundo fracaso de creer en una economía mixta, basada en una propiedad pública limitada y la propiedad privada general de los medios de producción; en la iniciativa privada y el interés social coexistentes y unidos; en el lucro privado y el mercado, codeándose con lo que se denomina rentabilidad social, en un compromiso permanente entre intereses contendientes que no sirve a dios ni al diablo y que se expresan en una política de alianzas, colaboraciones, transacciones y oportunismo de la peor especie:
“Cuando las organizaciones de producción, comerciales o financieras, que están en manos privadas, dice el economista John Eaton, reciben instrucciones sobre lo que tienen que producir y los precios que deben fijar, inmediatamente se enfrentan a un terrible conflicto. Fuertes incentivos económicos funcionan para hacerles evadir la letra (ya no digamos el espíritu) de las instrucciones que reciben. Se espera que ‘sirvan a dios y al diablo’: por una parte se encuentran las instrucciones que reciben de las autoridades que controlan, por la otra, la obtención de un máximo de utilidades. Inevitablemente, el verdadero objetivo es la obtención de utilidades, ya que es allí donde se originan las fuerzas y la posición en la jerarquía económica. Si se intenta dirigir la economía sin emplear controles, entonces el medio para poner en movimiento los recursos en uso sólo puede ser el incentivo de mayores utilidades. Tantos los efectos inflacionarios que esto produzca como la división de beneficios en el producto social tenderán a aumentar, agudizándose nuevamente la contradicción con la que tropieza el capitalismo una y otra vez, es decir la redistribución del poder consumidor de las masas con la expansión de la capacidad productiva. La elevación de utilidades durante un breve período significa casi invariablemente la elevación de la tasa de beneficios”. [2]
Y es que la tremenda contradicción entre la producción devenida social y la apropiación individual, que se halla en la base del sistema, no puede ser escamoteada ni anulada por los controles y manipulaciones del Estado capitalista.

La crisis, la desocupación, la miseria y la guerra

Sin embargo, los socialdemócratas consideran que el capitalismo monopolista de Estado, ha suprimido las contradicciones internas del sistema, modificando las leyes que lo rigen y creando uno nuevo que ellos se imaginan pintar de socialismo.

Al tratarse de la acumulación, por ejemplo, Marx nos enseña que el incentivo obsesivo de lucro y la creciente desigualdad de los ingresos provenientes de la propiedad, por una parte, y del trabajo, por otra, permiten una necesaria acumulación, concentración y centralización del capital, que conduce a una superproducción en relación con las posibilidades del consumo, de manera que en un momento determinado los productos no encuentran salida, lo que conduce a las crisis.

Los socialdemócratas, entre ellos Strachey, consideran que ya no es el incentivo de lucro el que preside la acumulación, porque al haber llegado a ser cosas distintas las propiedad de la empresa y su administración, como lo sostiene la teoría neocapitalista de la “revolución de los administradores”, estos ya no se rigen únicamente por las ganancias sino por otros objetivos de carácter social y entre ellos el constante terror a la crisis, en las que les va la cabeza a los propios capitalistas. Por otra parte, la creciente redistribución de los ingresos, al ir suprimiendo la desigualdad de los mismos, impide no solo la superacumulación sino inclusive la acumulación capitalista, como llega a temerlo Shumpeter.

La verdad es que mientras subsista el capitalismo y la economía de mercado en cualquier forma que se presente y más aún en el caso del capitalismo monopolista de Estado, no sólo el lucro sino el máximo lucro continúa siendo el motor indiscutido de la acumulación; y que el dominio de los monopolios en el control de los precios, no solo no disminuye sino que agigante la desigualdad de los ingresos tanto entre las clases sociales como entre las naciones desarrolladas y subdesarrolladas y con ello no solo la posibilidad sino la realidad de la crisis y la desocupación como ha acontecido en la misma Inglaterra, a pesar de las veleidades socialistas-fabianistas.

Todo esto conduce a la desocupación que se va volviendo cada vez más crónica con el desarrollo técnico y la automatización que, dentro del sistema capitalista no puede conducir sino al desempleo, por más que se trate de acudir a las medidas de los prestidigitadores keynesianos.

El mismo Strachey, manipulando ciertos conceptos teóricos y conocidas estadísticas, llega a la conclusión, al igual que numerosos economistas y sociólogos burgueses, de que han fallado las predicciones de Marx respecto a la depauperación de la clase trabajadora, la misma que ha sido superada por la acción todopoderosa del Estado democrático. En primer lugar, parece fuera duda que Marx no sostuvo la tesis de la depauperización absoluta del proletariado, sino en los casos de crisis; y sólo se refirió a este fenómeno con sentido permanente, al tratarse de los que ahora se ha dado en llamar los marginados de la sociedad, el lumpen proletariado, con lo que la crítica de Strachey queda descartada, tanto más que para ello atribuye a Marx la ley de bronce de los salarios, que éste combatiera en las personas de Malthus y Lasalle. Al referirse a la depauperación relativa, el teórico inglés manipula algunas conocidas estadísticas (Colin Clark, Jay, Seers) que incluyen entre los salarios, los ingresos del ejército y altas rentas burocráticas, lo que significa partir de una base errónea para el cálculo, que en realidad demuestra lo contrario, la depauperación de las masas laborantes. El mismo Strachey se halla obligado a confesar que en el capitalismo existe una tendencia innata a la depauperización relativa o sea a la disminución de la parte del trabajo en la renta nacional. Como en todo país capitalista o neocapitalista, podemos afirmar que en Inglaterra como en Estados Unidos y otros países desarrollado, existe la miseria, que es patrimonio del sistema:
“En 1939, dice Josué de Castro, fue dado a publicidad uno de los más trágicos y objetivos documentos de nuestro tiempo, en el que se exponía la extensión de los efectos patogénicos del hambre en sus variadas formas. Fue el llamado ‘Testamento Médico’, firmado 600 médicos de un condado británico —country of Chershire— en el que se declaraba que hasta en Inglaterra, país considerado como uno de los más desarrollados del mundo, su misión como defensores de la salud pública había sido prácticamente anulada en el campo de la prevención de las enfermedades a causa del estado de deficiencia alimentaria en que vivía la mayoría de los pobladores. Y concluía así: ‘las enfermedades son principalmente, el resultado de una alimentación errónea a lo largo de la vida’”. [3]
En realidad, esforzarse en el análisis de dudosas estadísticas, forjadas por los economistas burgueses y discutir acerca de pequeños islotes de privilegio, enclavados en el oceáno de la miseria universal, mientras las mismas instituciones internacionales y oficiales como la FAO, que ya no pueden seguir cerrando los ojos ante el peligro que amenaza, claman por la organización de campañas contra el hambre, sólo es propio de los dirigentes laboristas siempre en plan de llegar a Barones o Lores.

Y este mismo teórico laborista que ya ha llegado a Lord Inglés, Strachey, ha escrito, por otra parte, todo un volumen para refutar la tesis que atribuye el posible mejoramiento de la situación de ciertas capas de los obreros británicos, a los que se suministra migajas del festín imperial, a la miseria creciente de los trabajadores de la India y otros continentes; para lo cual llega a repetir viejos y desprestigiados argumentos imperialistas como los de que Inglaterra ha beneficiado a sus colonias, cumpliendo con ello un deber civilizador. [4] En respuesta, el mismo Josué de Castro, en su referido libro nos hace saber que:
“En un documento preparado por un grupo de estadistas y estudiantes británicos del ‘Movimiento de Guerra a la Miseria’ titulado ‘Es hora de despertar’, los autores invitan a todos los líderes políticos de los países desarrollados a tomar conocimiento de lo que sucede en el mundo con el despertar de los pueblos coloniales, para que actúen con energía a fin de superar las graves amenazas de la hora presente. Esta acción política debe basarse en actitudes sinceras que puedan reanudar las comunicaciones casi interrumpidas entre los pueblos. De ahí la necesidad impostergable de decir algunas cosas duras e inconvenientes para romper el círculo cerrado de nuestra contradicción social. Esto sólo puede sustentarse y sobrevivir amparada por el silencio cómplice y por el falso respeto de los grupos dominantes e interesados, que crean una errónea opinión pública sobre la base de engañosos slogans. Son cosas de este género las que resolvemos decir al mundo por medio de este documento. Cosas inconvenientes, ciertas, pero indeseables y que, no obstante, deben ser dichas en alta voz. Tengamos el coraje de decir, como el abate Pierre, eterno, disconforme con la miseria del mundo aquello que ‘no debía ser dicho’ y que ‘no agradará a los corazones de piedra, a los estómagos llenos, a las conciencias tranquilas, pero que ciertamente agradará a todos aquellos que tienen hambre de justicia y amor’.” [5]
Por otra parte, el mismo Strachey nos cuenta, además, que durante el gobierno laborista de que formara parte, los capitalismo monopolistas recibieron con enorme satisfacción la resolución estatal del desarrollo armamentista, por más que, según expresa, no era necesario para el mantenimiento del expansionismo económico. Esta afirmación confirma lo que venimos expresando o sea que el complejo bélico se halla en la esencia misma del capitalismo; pues mientras se habla del control de las armas nucleares, se las sigue aumentando como la única forma de obtener la seguridad en la lucha a muerte entre los mismos monopolios empeñados en el control no sólo de sus pueblos sino de los que habitan en los países subdesarrollados, a los que explotan y controlan.

Después de este somero análisis, queda al descubierto que el llamado “socialismo democrático” no es actualmente sino una forma de neocapitalismo monopolista de Estado y que los teóricos laboristas no hacen sino repetir puntualmente los manidos argumentos de sus colegas burgueses del imperio norteamericano, que no sólo ha extendido a la Europa Occidental sus redes económicas sino también ideológicas; que la tal “economía mixta”, como dijera John Eaton, resume lo peor de ambos mundos:
“Los conflictos con los intereses capitalistas no se evitan a menos que se abandone la idea de controlar al capitalismo en bien de los intereses populares; y no se obtienen las ventajas de la planificación y del empleo de recursos de propiedad pública para satisfacer directamente las necesidades sociales. Una ‘economía mixta’ como objetivo de una política socialista sólo tiene sentido como una forma transitoria que, lejos de ser una excusa para abandonar los propósitos del socialismo, debería ser considerado como una fase que el movimiento obrero debería eliminar tan pronto como las circunstancias lo permitieran, buscando la manera de extender el sector nacionalizado lo más rápidamente posible e imponiendo medidas de control tendientes a la conclusión lógica de una economía planificada basada en la propiedad pública de todas las empresas en gran escala”. [6]
Es claro, según lo expresa el mismo autor, que en una economía socialista como la de la URSS, por ejemplo, podrían existir ciertos residuos capitalistas; pero en este caso, por muchas razones, tampoco puede hablarse de economía mixta como se hace a veces o de capitalismo de Estado, ya que no existe la propiedad privada de los medios de producción y la economía se halla centralmente planificada por el Estado socialista.



Notas

[1] Id., Pág. 21.

[2] El Socialismo en la Era Nuclear, Ed. ERA, págs. 46-47.

[3] El libro negro del hombre, Ed. Universitario de Buenos Aires, pág. 19.

[4] Véase “El Fin del Imperio”, Ed. Fondo de Cultura Económica.

[5] El libro negro del hombre, pág. 55.

[6] El Socialismo en la Era Nuclear, Ed. Era, pág. 72.



Fuente: Manuel Agustín Aguirre, “Dos Sistemas Dos Mundos”, Editorial Universitaria, Quito, 1972.



Digitalizado por C. Amaru para Partiynost

miércoles, 18 de julio de 2018

El planteamiento de la cuestión nacional — I. V. Stalin


El planteamiento de la cuestión nacional por los comunistas difiere esencialmente del planteamiento a que se atienen los líderes de la Segunda Internacional y de la Internacional Segunda y media [1], todos y cada uno de los partidos “socialistas”, “socialdemócratas”, mencheviques, eseristas, etc.

Interesa especialmente señalar cuatro factores fundamentales, que son los rasgos diferenciales más característicos del nuevo planteamiento de la cuestión nacional y que establecen una divisoria entre la vieja concepción de la cuestión nacional y la nueva.

El primer factor es la fusión de la cuestión nacional, como parte, con la cuestión general de la liberación de las colonias, como un todo. En la época de la II Internacional, la cuestión nacional se limitaba generalmente a un circulo reducido de cuestiones, que afectaban exclusivamente a las naciones “civilizadas”. El circulo de naciones privadas de la plenitud de derechos, cuya suerte interesaba a la II Internacional, comprendía los irlandeses, los checos, los polacos, los finlandeses, los serbios, los armenios, los judíos y algunas otras nacionalidades de Europa. Centenares de millones de personas de los pueblos asiáticos y africanos, que sufren la opresión nacional en la forma más brutal y más cruel, quedaban, por lo común, fuera del campo visual de los “socialistas”. No se atrevían a poner en un mismo plano a los blancos y a los negros, a los negros “incultos” y a los irlandeses “civilizados”, a los hindúes “atrasados” y a los polacos “ilustrados”. Se presuponía tácitamente que, si era necesario luchar por la liberación de las naciones europeas que no gozaban de plenitud de derechos, era por completo indigno de un “socialista decente” hablar en serio de la liberación de las colonias, “indispensables” para el “mantenimiento” de la “civilización”. Estos socialistas —si se les puede llamar así— no suponían ni remotamente que la abolición del yugo nacional en Europa es inconcebible sin la liberación de los pueblos coloniales de Asia y de Africa del yugo del imperialismo, que lo primero está ligado orgánicamente a lo segundo. Los comunistas fueron los primeros en poner al descubierto la relación existente entre la cuestión nacional y la cuestión colonial, la fundamentaron teóricamente y la pusieron en la base de su práctica revolucionaria. De este modo quedó destruido el muro que se alzaba entre blancos y negros, entre esclavos “cultos” e “incultos” del imperialismo. Esta circunstancia facilitó considerablemente la coordinación de la lucha de las colonias atrasadas con la lucha del proletariado avanzado contra el enemigo común, contra el imperialismo.

El segundo factor es la sustitución de la vaga consigna del derecho de las naciones a la autodeterminación por la clara consigna revolucionaria del derecho de las naciones y de las colonias a la separación estatal, a la formación de un Estado independiente. Cuando los líderes de la II Internacional hablaban del derecho a la autodeterminación, no decían, por lo general, ni palabra del derecho a la separación estatal; el derecho a la autodeterminación se interpretaba, en el mejor de los casos, como el derecho a la autonomía en general. Springer y Bauer, “especialistas” de la cuestión nacional, llegaron al extremo de convertir el derecho a la autodeterminación en el derecho de las naciones oprimidas de Europa a la autonomía cultural, es decir, en el derecho a tener sus propias instituciones culturales, dejando todo el Poder político (y económico) en manos de la nación dominante. Dicho de otro modo, el derecho de autodeterminación de las naciones que no gozan de la plenitud de derechos quedaba convertido en un privilegio de las naciones dominantes para detentar el Poder político, y se excluía el problema de la separación estatal. Kautsky, jefe ideológico de la II Internacional, se adhirió, en lo fundamental, a esta interpretación, imperialista en su esencia, dada por Springer y Bauer a la autodeterminación. No es de extrañar que los imperialistas, al percibir esta peculiaridad, para ellos tan cómoda, de la consigna de la autodeterminación, la hayan declarado su propia consigna. Es sabido que la guerra imperialista, que perseguía sojuzgar a los pueblos, se hacia bajo la bandera de la autodeterminación. Así, la vaga consigna de la autodeterminación se convirtió, de arma de lucha por la liberación y por la igualdad de derechos de las naciones, en un instrumento de sumisión de las naciones, en un instrumento para mantener a las naciones sometidas al imperialismo. El curso de los acontecimientos en el mundo durante los últimos años, la lógica de la revolución en Europa y, por último, el crecimiento del movimiento liberador en las colonias, exigían que esta consigna, que se había convertido en una consigna reaccionaria, fuera desechada y sustituida por una consigna revolucionaria, capaz de disipar la atmósfera de desconfianza de las masas trabajadoras de las naciones que no gozan de la plenitud de derechos hacia los proletarios de las naciones dominantes, capaz de desbrozar el camino de la igualdad de las naciones y de la unidad de los trabajadores de estas naciones. Tal consigna es la planteada por los comunistas sobre el derecho de las naciones y de las colonias a la separación estatal.

El valor de esta consigna reside en que:

1) destruye toda base que permita sospechar la existencia de apetitos anexionistas en los trabajadores de una nación con respecto a los trabajadores de otra, abonando asi el terreno para la confianza mutua y para la unión voluntaría;

2) arranca la careta a los imperialistas que, mientras charlatanean hipócritamente sobre la autodeterminación, se esfuerzan por mantener sometidos dentro del marco de su Estado imperialista a los pueblos privados de la plenitud de derechos y a las colonias, y hace asi que se acentúe su lucha de liberación contra el imperialismo.

No creo que haya necesidad de demostrar que los obreros rusos no se hubieran ganado las simpatías de sus camaradas de otras nacionalidades del Occidente y del Oriente si, al tomar el Poder, no hubiesen proclamado el derecho de los pueblos a la separación estatal; si no hubiesen demostrado prácticamente estar dispuestos a hacer realidad este derecho imprescriptible de los pueblos; si no hubiesen renunciado al “derecho”, pongamos por ejemplo, sobre Finlandia (1917); si no hubiesen retirado sus tropas del Norte de Persia (1917); si no hubiesen renunciado a toda pretcnsión sobre ciertas partes de Mongolia, de China, etc., etc.

Tampoco cabe duda de que, si la política de los imperialistas, hábilmente disimulada bajo la bandera de la autodeterminación, sufre, a pesar de todo, fracaso tras fracaso en los últimos tiempos en Oriente, es debido, entre otras cosas, a que ha tropezado allí con un movimiento de liberación cada vez más fuerte, desarrollado sobre la base de la agitación en el espíritu de la consigna del derecho de los pueblos a la separación estatal. Eso no lo comprenden los héroes de la Segunda Internacional y de la Internacional Segunda y media, que denigran sañudamente al “Consejo de Acción y Propaganda” [2] de Bakú por ciertos fallos, no sustanciales, que ha cometido; pero esto lo comprenderá cualquiera que se tome la molestia de enterarse de la actividad del citado “Consejo” en el año que lleva de existencia y del movimiento de liberación en las colonias asiáticas y africanas durante los dos o tres años últimos.

El tercer factor es el descubrimiento del nexo orgánico existente entre la cuestión nacional-colonial y el Poder del capital, el derrocamiento del capitalismo y la dictadura del proletariado. En la época de la II Internacional, la cuestión nacional, cuyo volumen había sido reducido al mínimo, se consideraba, por lo general, como un problema aislado, desligado de la revolución proletaria que se avecinaba. Se suponía tácitamente que la cuestión nacional se resolvería de un modo “natural”, antes de la revolución proletaria, mediante una serie de reformas realizadas dentro del marco del capitalismo; se suponía que la revolución proletaria podía llevarse a cabo sin una solución cardinal de la cuestión nacional, y que, a la inversa, la cuestión nacional podía ser resuelta sin derrocar el Poder del capital, sin la victoria de la revolución proletaria y antes de ella. Este criterio, imperialista en su esencia, pasa como hilo de engarce por las conocidas obras de Springer y de Bauer sobre la cuestión nacional. Pero en el último decenio ha quedado al desnudo todo lo que hay de erróneo y de podrido en esta concepción del problema nacional. La guerra imperialista ha demostrado, y la práctica revolucionaria de los últimos años ha confirmado una vez más, que:

1) las cuestiones nacional y colonial son inseparables de la cuestión de liberarse del Poder del capital;

2) el imperialismo (forma superior del capitalismo) no puede subsistir sin sojuzgar política y económicamente a las naciones que no gozan de la plenitud de derechos y a las colonias;

3) las naciones que no gozan de la plenitud de derechos y las colonias no pueden liberarse sin el derrocamiento del poder del capital;

4) la victoria del proletariado no puede ser firme sin que se liberen del yugo del imperialismo las naciones privadas de la plenitud de derechos y las colonias.

Si Europa y América pueden ser llamadas el frente, la palestra de los principales combates entre el socialismo y el imperialismo, las naciones que no gozan de la plenitud de derechos y las colonias, con sus materias primas, su combustible, sus productos alimenticios y sus enormes reservas de material humano, deben ser consideradas como la retaguardia, como la reserva del imperialismo. Para ganar la guerra, no basta vencer en el frente, sino que es necesario también revolucionar la retaguardia del enemigo, sus reservas. Por eso, sólo podrá considerarse asegurada la victoria de la revolución proletaria mundial en el caso de que el proletariado acierte a coordinar su propia lucha revolucionaria con el movimiento de liberación de las masas trabajadoras de las naciones que no gozan de la plenitud de derechos y las colonias contra el Poder de los imperialistas, por la dictadura del proletariado. Esta “menudencia” es lo que no han tenido en cuenta los lideres de la Segunda Internacional y de la Internacional Segunda y media, al desligar la cuestión nacional y colonial de la cuestión del Poder en la época de ascenso de la revolución proletaria en el Occidente.

El cuarto factor es la inclusión de un nuevo elemento en la cuestión nacional, el elemento de la igualación de hecho (y no sólo de derecho), de las naciones (ayuda, concurso a las naciones atrasadas para que se eleven al nivel cultural y económico de las naciones que las han aventajado), como una de las condiciones para establecer la colaboración fraternal entre las masas trabajadoras de las diversas naciones. En la época de la II Internacional solían limitarse a proclamar la “igualdad de derechos de las naciones”. En el mejor de los casos, no se pasaba de exigir la aplicación en la práctica de tal igualdad. Pero, la igualdad de derechos de las naciones, que constituye de por si una conquista política muy importante, corre, sin embargo, el riesgo de quedar reducida a una frase vacia si no existen las posibilidades y los recursos suficientes para poder ejercer tan importante derecho. No hay duda de que las masas trabajadoras de los pueblos atrasados no están en condiciones de aprovechar los derechos que les confiere la “igualdad de derechos de las naciones” en el mismo grado en que pueden hacerlo las masas trabajadoras de las naciones adelantadas, pues el atraso (cultural, económico) que algunas naciones han heredado del pasado, y que no es posible liquidar en uno o dos años, se deja sentir. Esta circunstancia se experimenta también en Rusia, donde toda una serie de pueblos no han tenido tiempo de pasar por el capitalismo, otros ni siquiera han llegado a él, y carecen, o casi carecen, de un proletariado propio; donde, a pesar de poseer ya plena igualdad de derechos nacionales, las masas trabajadoras de estas nacionalidades no pueden, por culpa de su atraso cultural y económico, ejercer en la medida suficiente los derechos logrados. Aun se dejará sentir con más intensidad esta circunstancia “al dia siguiente” de la victoria del proletariado en el Occidente, cuando entren inevitablemente en escena las numerosas y atrasadas colonias y semicolonias, que se hallan en los más diversos grados de desarrollo. De aquí precisamente la necesidad de que el proletariado triunfante de las naciones avanzadas preste ayuda, una ayuda real y prolongada, a las masas trabajadoras de las naciones atrasadas, para su desarrollo cultural y económico; la necesidad de que les ayude a elevarse a un grado superior de desarrollo, a alcanzar a las naciones adelantadas. Sin esta ayuda sería imposible lograr la convivencia pacífica y la fraternal colaboración de los trabajadores de las distintas naciones y pueblos en una sola economía mundial, necesarias para la victoria definitiva del socialismo.

Pero de aquí se deduce que es imposible limitarse a la mera “igualdad de derechos de las naciones”, que es preciso pasar de la “igualdad de derechos de las naciones” a la adopción de medidas encaminadas a la igualación de hecho de las naciones, a la elaboración y ejecución de medidas prácticas para:

1) el estudio de la situación económica, el modo de vida y la cultura de las naciones y los pueblos atrasados;

2) el desarrollo de su cultura;

3) su instrucción política;

4) su incorporación gradual y sin trastornos a las formas económicas superiores;

5) organizar la colaboración económica entre los trabajadores de las naciones atrasadas y adelantadas.


Tales son los cuatro factores fundamentales que caracterizan el nuevo planteamiento de la cuestión nacional, hecho por los comunistas rusos.



Notas

[1] La Internacional Segunda y media —“Unión Obrera Internacional de Partidos Socialistas”— se fundó en Viena en febrero de 1921, en la conferencia constituyente de partidos y grupos socialistas que habían abandonado temporalmente la Segunda Internacional, presionados por el espíritu revolucionario de las masas obreras. Criticando de palabra a la Segunda Internacional, los líderes de la Internacional Segunda y media (Y. Adler, O. Bauer, L. Mártov y otros) aplicaban prácticamente en todos los problemas importantes del movimiento proletario una política oportunista y trataban de utilizar esta Unión para contrarrestar la creciente influencia de los comunistas entre las masas obreras. En 1923, la Internacional Segunda y media volvió a fusionarse con la Segunda Internacional.

[2] El “Consejo de Propaganda y Acción de los pueblos del Oriente” fue creado por acuerdo del I Congreso de los pueblos del Oriente, celebrado en Bakú en septiembre de 1920. El Consejo, cuyo objetivo era apoyar y unificar el movimiento de liberación en el Oriente, subsistió cerca de un año.



Fuente: Stalin, I. V., Obras, Lenguas extranjeras, Moscú, t. V, 1953, pp. 19-21.

El carácter de organización de la vanguardia


Existen problemas que no pierden actualidad durante largos períodos, problemas cuya agudeza no disminuye con el cambio de las condiciones, sino que incluso puede aumentar. Entre los que conciernen al partido político de la clase obrera es el de organización.

Ninguna corriente política que pretende ser revolucionaria puede eludir el problema de cómo organizarse para llevar a la práctica sus ideas. El marxismo-leninismo, además de ofrecer la ideología y el programa de lucha por la nueva sociedad, ha definido el carácter del arma de organización capaz de abrir camino a dicho programa.

Al priorizar el principio político ante el de organización, el marxismo-leninismo no los opone el uno al otro, sino que los enfoca en estrecha unidad. La unificación es inseparable de su base ideológica.

La unidad entre lo político y lo orgánico, en tanto que manifestación directa de la unidad de la teoría revolucionaria y la táctica revolucionaria, explica el gran papel que se asigna invariablemente a los problemas de organización en la lucha ideológica que sostienen incluso ahora los marxistas-leninistas.

Es ya casi norma el que muchas corrientes revisionistas, incapaces de oponer algo a las ideas básicas del marxismo-leninismo, procuren destruir lo ideológico a través de la deformación de lo orgánico. Ya en 1904, en el trabajo Un paso adelante, dos pasos atrás, Lenin aludía a Kautsky, que escribía: “Quizá no haya cuestión en que el revisionismo de todos los países, a pesar de todas sus diversidades y de la variedad de sus matices, se distinga por tanta uniformidad como en el problema de organización precisamente” [1].


Durante los decenios transcurridos desde entonces, el revisionismo, tanto el de derecha como el de “izquierda” se han presentado bajo distinto atavío, pero en todo lo que se refiere a los principios marxistas-leninistas de organización, los argumentos de las corrientes antimarxistas asombran por su insólita uniformidad y estabilidad. Se puede comparar los ataques contemporáneos contra los principios de organización del movimiento comunista con lo que decían en el pasado remoto los anarquistas, los mencheviques rusos y los socialdemócratas occidentales, y de no señalar la fuente, hasta un lector experto no podrá adivinar siempre a qué época pertenece una u otra declaración y dé quién es.

1. “ENEMIGOS POR PRINCIPIO” DE TODA ORGANIZACION

Toda organización comienza por la división del trabajo y por la centralización de las funciones de dirección. Así ocurre en la esfera económica, lo mismo tiene lugar en todas las manifestaciones de la vida social.

Cuanto más compleja se vuelve la producción mayor importancia adquieren la división del trabajo y la necesidad de centralizar la dirección. Este proceso objetivo ha tropezado siempre con la protesta de las fuerzas interesadas en mantener las formas caducas de economía y que idealizaban por eso el patriarcado, oponiéndolo a lo que conllevaba el progreso económico y social. En las concepciones del romanticismo económico pequeñoburgués del siglo XIX toda centralización de la producción significaba la reacción, el regreso y el hundimiento de la humanidad. Y la conservación de la economía descentralizada y basada en pequeñas haciendas suponía el progreso, la libertad y la felicidad. Incluso en nuestros días existen no pocos pequeñoburgueses dispuestos a cantar loas a los pilares seculares del individualismo y presentar la revolución científico-técnica sólo como contaminación de la naturaleza y advertir en los grandes complejos centralizados de producción que surgen ahora nada más que un peligro para el libre desarrollo del individuo.

Esa animadversión global respecto del progreso de las formas de producción va acompañada en ciertos pretendientes al papel de ideólogos de la negación de las formas de organización de la vida social. A lo que en tiempos se llamaba romanticismo económico se suma el infantilismo en materia de organización. Ahora bien, en nuestra época, el romanticismo económico se concibe como evidente arcaísmo, mientras que los ataques contra los claros principios de organización en la actividad social se presentan con frecuencia como algo nuevo y contemporáneo. Por supuesto, de considerar que lo nuevo es lo viejo bien olvidado, puede conmover a uno la “audacia” y la “novedad” de los ataques a los principios de organización sin los cuales es imposible el éxito de la actividad revolucionaria. Pero, en cuanto a los autores de las concepciones antiorganizativas contemporáneas cabe decir que no tanto han olvidado bien el pasado, sino que procuran no conocerlo, estimando que la historia sólo puede estorbar e impedir la apropiación de títulos de descubridores.

Sin embargo, la historia no deja de existir por el solo hecho de que alguien la pasa por alto. Y si nos dirigimos a los albores del siglo, cuando Lenin luchaba por los principios de organización de la vanguardia revolucionaria, sus palabras contra el individualismo anarquista parecen hoy enfiladas contra los recientes críticos que atacan la organización y la disciplina. Lenin escribía acerca de los que no aceptaban el abecé orgánico de la lucha revolucionaria: “La organización del partido se le antoja una “fábrica” monstruosa; la sumisión de la parte al todo y de la minoría a la mayoría le parece un “avasallamiento”; la división del trabajo bajo la dirección de un organismo central hace proferir alaridos tragicómicos contra la transformación de los hombres en “ruedas y tornillos”. . .” [2]

Semejantes adversarios del “avasallamiento” han conservado inviolable hasta nuestros días su odio a toda unificación del trabajo y dirección centralizada. Los anarquistas actuales cantan loas con el mismo celo al hombre “autónomo”, como lo hacían sus predecesores. En el libro In defense of Anarchism, Robert Wolf se pronuncia en contra de toda dirección en general porque “cuando me pongo en manos de otro y le permito que determine los principios en los que yo debo asentar mi conducta yo renuncio a la libertad y a la razón que me dan dignidad. . .” [3]

Al ver la dignidad humana sólo en no someterse a normas trazadas de común acuerdo y en proceder como se le antoja a uno, Wolf puntualiza: puede hacer lo que otro le manda, y no porque le dijeron que lo hiciese, sino sólo porque lo ha decidido así él mismo. Así, ninguna sumisión a la opinión de la mayoría, abajo tales conceptos como la disciplina, cada cual ha de proceder como le guste. Y hoy mantiene plenamente su validez la definición leninista: el principio “sólo desde “abajo” es un principio anarquista” [4]. Los nuevos radicales, que han aparecido tantos en los últimos decenios, al aceptar gustosos los cumplidos con motivo de su innovación, repiten casi literalmente a sus antecesores: “Los líderes suponen organización, la organización supone jerarquía, y la jerarquía es antidemocrática y connota burocracia e impersonalidad. . .” [5]

La no aceptación de la organización ha adquirido tales proporciones que el Partido Comunista de los EE.UU. señaló el fenómeno en su programa: “Algunos rebeldes consideran que la organización como tal es un mal, un engendro inevitable de la burocracia. Pero el erigir la renuncia a la organización en principio es lo mismo que renunciar a la lucha antes de que ésta haya comenzado” [6].

El anarquista es enemigo de toda organización. Se le puede comparar con el personaje literario que tanto temía la muerte que resolvió suicidarse. Renunciar a la organización por temor al peligro de burocracia equivale al suicidio político. Significa enajenar de antemano y para siempre su personalidad de toda colectividad y acciones conjuntas.

Desde luego, no hay posibilidad de mantener las posiciones de completa negación de la organización. Aquí acude en ayuda el compromiso.

Así surgen los intentos de conservar la concepción anarquista, negando de antemano la organización en gran escala, pero aceptando que la organización revolucionaria debe constar de pequeños grupos, íntimos e independientes el uno del otro. Sus componentes denominan de distinta manera a sus grupos: “hermandades”, “colectividades revolucionarias” e incluso “pandillas revolucionarias”. Dándose cuenta de la impotencia de semejante “organización” en el mundo contemporáneo, los anarquistas no plantean problemas de largo alcance, por poco largo que sea, ante sus miniorganizaciones. El papel de éstas, como pretenden los anarquistas, es servir de catalizadores a las luchas espontáneas. El anarquista francés J. Sauvageot afirma: “Los problemas de organización no tienen importancia. Sería peligroso manifestar diligencia e insistencia en los problemas de centralización y coordinación, sobre todo si eso puede suponer cierto límite para la espontaneidad, que es precisamente la fuerza del movimiento” [7]. El grupo “Internacionale Situacioniste” niega la necesidad de crear organizaciones revolucionarias y exige la autoexpresión directa de la voluntad del pueblo, sin jefes y partidos.

De ser consecuentes, los anarquistas deberían negar también la necesidad de grupos, hermandades, pandillas, etc., a los que reconocen, pese a todo. Una organización pequeña es también una organización. Pero los luchadores por el “individuo autónomo” se sienten, por lo visto, perfectamente satisfechos con la lógica de la pecadora que estimaba que su desliz no era muy grande porque el niño nacido era muy pequeño. Les parece que, si se acompaña la fundación de los grupos anarquistas con un montón de reservas, la inocencia quedará ilesa. Los líderes de los cabecillas anarquistas norteamericanos estiman que sus grupos deben ser independientes y deslindarse ideológicamente los unos de los otros. Se plantea la condición siguiente: en los grupos, “los individuos deben asemejarse a los átomos” [8] y “cada uno de nosotros es un Cohn-Bendit” [9].

Incapaces en el sentido de la organización, estos enemigos por principio de toda organización no tienen nada en contra de divagar algo con indulgencia acerca de lo “anticuado” que está el centralismo democrático, sin advertir siquiera que hablan por boca de otro. Rudi Dutschke, ex líder de una organización juvenil de izquierda radical de Alemania Occidental, dijo en una entrevista al periódico trotskista inglés Workers Press: “. . . pero la historia del centralismo democrático habla en contra de ese tipo de organización. En cuanto a Rusia, no tengo nada en contra del centralismo democrático. Lenin tenía razón: después de 1903 era el único principio posible. . . No es aceptable para los países capitalistas avanzados, donde es posible el despliegue permanente de la democracia directa. . .” [10] La práctica de los años 60 mostró que “el despliegue permanente de la democracia directa” no ha ido más allá de desordenadas acciones sueltas y del permanente despliegue de la logomaquia.

El escritor francés progresista Robert Merle ofrece unas características certeras de las concepciones anarquistas en punto a organización difundidas en la séptima década. “Sepas, camarada —dice un anarquista al invitar a su organización—, entre nosotros no hay jefes. Todo lo más, portavoces de ideas, simples altavoces. No tienen poder de decisión. . . Eso es la democracia. . . respetar la espontaneidad de los acuerdos, las posibilidades creadoras de cada cual, la pluralidad de tendencias. . .” [11]

Ahora veamos cómo explica sus simpatías hacia los anarquistas un estudiante que no para a pensar en nada y no quiere responder de nada: “Me iré con los anarcas. Entre ellos no hay problema de ingreso y de pago de cotización. Detestan toda burocracia. Si uno quiere ir con ellos, se va. Si quieres marcharte, lárgate. . .
“— Comprendes, me importan un comino. . . todos esos Bakunin y las teorías anarquistas. Lo que me gusta en los anarcas es su modo de vida. No sacrifican su dicha personal. Nada de tabú, prohibiciones o burocracia. Se ríen de la organización y hacen lo que les da la gana” [12].

A este estudiante le gustaba sobremanera el que en las reuniones de los anarquistas, los que no tienen ganas de participar en las controversias comienzan a mugir, lo que el estudiante entendía como la máxima manifestación de la democracia y la libertad del individuo. Cae de su peso que semejantes mostrencos políticos no se incorporan al anarquismo por mucho tiempo, sino bajo la influencia de la moda y de la creciente efervescencia social. Abandonan las orillas del anarquismo con la misma facilidad con que se acercaron a ellas. Pero, el anarquismo no desaparece por eso. Su virus es vivaz, y si las condiciones no permiten provocar una epidemia, sigue emponzoñando la conciencia a diaro, despertando constantemente una actitud de sospecha respecto de las existentes organizaciones de trabajadores y, en primer término, los partidos marxistas.

Bajo la bandera de la lucha contra el “aparato”, contra la “burocracia”, los anarquistas se muestran enemigos de todo partido en general como organización centralizada. Su prédica de “democracia directa” y sus exclamaciones “contra la jerarquía partidaria” no son otra cosa que lucha contra los principios leninistas de organización del partido.

Al atacar furiosamente la disciplina partidaria y el odiado por ellos “fetichismo de organización, con sus estatutos y llamamientos a la disciplina revolucionaria” [13], como lo definen ellos mismos, parten, ante todo, de los ánimos y sentimientos de individualismo y de egolatría de todos los que son ajenos al espíritu de colectivismo y camaradería. Por ejemplo, la revista anarquista Noire et rouge, que salía en Francia, declaraba que existían dos concepciones de organización: anarquista y burocrática. Incapaz de decir algo sobre la esencia de la concepción anarquista, la revista trata de intimidar con la comunista, a la que presenta tradicionalmente como sinónimo de concepción burocrática.

No obstante, hasta los anarquistas comprenden que la negación nihilista no puede dar nada. Por eso se construye un medio contra la burocratización, pero ya no por vía de la renuncia completa a toda organización, sino extendiendo a la esfera política el principio de la absorción del débil por el fuerte, como ocurre en el mercado. Resulta que la multiplicidad de pequeños grupos no es una cosa eterna. Su multiplicación contribuye “a la libre competencia de ideas”, “a la sana competición” entre los distintos grupos y círculos. Semejante desarrollo, como opinan los anarquistas, llevará, en fin de cuentas, a que un grupo se imponga, recogiendo en su seno lo restante y se erija en “partido auténticamente revolucionario”.

Una organización de Berlín Oeste que se atenía a semejantes concepciones escribió en su “programa”: “El partido revolucionario del proletariado no puede constituirse de modo centralista. En el curso de las disputas ideológicas, uno de los círculos existentes o una de las organizaciones regionales decisivas logrará el derecho de dirigir los demás círculos a escala nacional. Y sobre la base del reconocimiento de este derecho al liderazgo se formará precisamente el núcleo dirigente del partido” [14].

Sin embargo, en ese mismo programa se reconoce que “ninguno de los círculos dispone de ideología o línea política clara o precisa, sin hablar ya de que pudiese pretender al liderazgo ideológico o contase con premisas para redactar semejante programa en forma de algunos trabajos teóricos” [15].

Por supuesto, la concepción “de los círculos al partido” no es anarquismo ortodoxo, ni mucho menos. Además, hablando con propiedad, ese anarquismo prístino existe en nuestros días sólo en las mentes de sus ideólogos, que disertan acerca de la libertad absoluta del individuo y de las vías posibles de conservar el individualismo en la sociedad contemporánea. Pero, resulta que los anarquistas, esos enemigos por principio de toda dirección y organización, no están exentos de designios ambiciosos. A la vez que luchan contra el papel de vanguardia de los partidos comunistas, no tienen nada en contra de proclamar que sus pequeños grupos constituyen organizaciones de “vanguardia” o de “antevanguardia”. La prensa norteamericana informó en enero de 1972 que había en el país “más de mil seudovanguardias de ese género”. En Alemania Occidental existe multitud de organizaciones cada una de las cuales declara que “es la única organización legítima de la vanguardia” [16]. En Berlín Oeste, un grupo formado por unos 20 estudiantes proclamó la institución de una “organización que se plantea la formación del partido comunista” [17]. Análogos grupos —“de vanguardia” o “de antevanguardia”— surgieron en los años 60-70 en Francia, Inglaterra, Bélgica, Italia, Canadá, Japón y otros países capitalistas.   

Cae de su peso que el daño del anarquismo no reside en las disquisiciones abstractas sobre los vicios del burocratismo ni tampoco en las pretensiones ingenuas a no se sabe qué papel de vanguardia, sino en que contamina de nihilismo la conciencia de las nuevas fuerzas que se incorporan a la lucha social, ante todo de la juventud, socava la confianza en las organizaciones revolucionarias existentes y empuja al camino del ineficaz extremismo. Nosotros denunciamos, decía en el XIII Congreso del Partido Comunista italiano (marzo de 1972) Gian Carlo Pajetta, “no solo por ineficaces, con frecuencia ridiculamente grotescos, sino también por dañinos, a los que hay que aislar y combatir, las falsas “vanguardias”, los grupos que cumplen objetivamente siempre, y a menudo no sólo objetivamente, una función de provocación” [18].

El anarquismo causó inmenso daño al movimiento de la llamada “nueva izquierda”. Al penetrar en sus filas impedía la cristalización revolucionaria del movimiento y su aproximación a la vanguardia revolucionaria de la clase obrera. La debilidad en punto a organización, la dispersión “por principio” de las distintas corrientes de la intelectualidad radical fue una de las causas de que el movimiento agotase con relativa rapidez sus posibilidades y desapareciese prácticamente.

La “nueva izquierda” se aferraba como podía al fraccionamiento de su movimiento, temiendo el desarrollo de su organización. Incluso los que comprendían la necesidad de crear algún centro y de coordinar los esfuerzos, procuraban asegurarse de todos los modos contra el peligro de ser acusados de centralismo y de propósitos de liderazgo. La propuesta de fundar en los EE.UU. el centro “Los estudiantes por la sociedad democrática” iban acompañados de las siguientes reservas: “La diversidad y la descentralización de la “nueva izquierda” vienen a ser una de sus mayores virtudes y deben apoyarse y fortalecerse por todos los modos. Quienes adoptan conscientemente o no la concepción “leninista” de la organización política, proponen soluciones estructurales o administrativas para problemas políticos e ideológicos. . . Nosotros no proponemos el “centralismo democrático” o estructuras altamente disciplinadas cuando afirmamos que es necesario un centro radical” [19].

La contraposición ingenua de los problemas ideológicos a los de organización, en lugar de enfocarlos en su unidad, la contraposición que convierte cualquier buen propósito en hueras palabras es una de tantas manifestaciones de la influencia anarquista en la realidad contemporánea. El anarquismo es multifacético, y no puede ser de otro modo. Al ensalzar el individualismo, el anarquismo hace algo así como proclamar la posibilidad de existencia de las más diversas modificaciones propias, valga la expresión, “individuales”. Pero de ello se desprende que los partidos marxistas-leninistas —los enemigos por principio de todo anarquismo— pueden y deben tratar de manera diferenciada a los adeptos al anarquismo.

A lo largo de su historia ha causado incalculable daño al movimiento obrero y a la lucha de sus aliados potenciales. Al sembrar la animadversión hacia los dirigentes revolucionarios y la organización, al ensalzar la espontaneidad de los sentimientos y los instintos revolucionarios, el anarquismo resultaba con frecuencia ser un ayudante de las clases dominantes en la lucha contra el movimiento obrero organizado. Incluso ahora la burguesía ayuda gustosa a la máxima propagación de la calumnia anarquista acerca del movimiento comunista. Pero, el anarquismo es capaz de captar las almas ingenuas de las gentes que protestan contra el aplastamiento de la individualidad humana por el capitalismo contemporáneo y dispuestas a luchar por la justicia.

Los partidos comunistas rechazan resueltamente el anarquismo como ideología peligrosa y falsa, pero no cierran los ojos ante el hecho de que en los grupos anarquistas o contagiados de ideas anarquistas hay hombres sinceros, que buscan y que son capaces de liberarse de las incomprensiones. Los comunistas de los EE.UU. parten de que “al rechazar el radicalismo pequeñoburgués, no tenemos necesidad de rechazar o hacer caso omiso del aporte positivo que han hecho esos grupos. No rechazamos a los hombres cuando rechazamos las concepciones del radicalismo pequeñoburgués” [20].


El que después de la oleada de radicalismo pequeñoburgués de fines de los años 60 casi todos los partidos comunistas hayan engrosado sus filas a cuenta de jóvenes que comprendieron la esterilidad y el daño de las concepciones anarquistas y se convencieron de que la fuerza del movimiento revolucionario radicaba en la organización de sus filas prueba la capacidad de los comunistas de combatir el anarquismo y, además, atraer a su lado a los mejores hombres desorientados por los anarquistas.

2. EN EL CAUTIVERIO IDEOLOGICO DE LA DEMOCRACIA BURGUESA

La organización de los comunistas no es objeto de ataques sólo desde posiciones anarquistas. Tampoco les satisface a los que quisieran ver el partido comunista en el papel de organización que encaja perfectamente en el cuadro de la sociedad burguesa, y no como combativa vanguardia política que se plantea la liquidación del sistema capitalista. Tomando como modelo la organización política de esa sociedad, con su multiplicidad de partidos, con su pluralismo ideológico y lucha electoral, las fuerzas oportunistas de derecha no quieren resignarse con que el partido comunista se organice partiendo de principios completamente distintos. La idea que tienen los comunistas de la democracia interna del partido no tiene nada que ver con las normas de la democracia burguesa. Mientras tanto, todos los ataques de derecha sobre los principios de organización del partido comunista, independientemente de cómo se presentan, tienen por fuente la apologética de la organización burguesa de la sociedad. La existencia de oposición es prueba de democracia, y la unidad sin oposición y sin minorías se proclama de antemano como antidemocrática. En todo caso se puede reconocer que semejante “unidad antidemocrática” responde a las condiciones de la lucha revolucionaria en la Rusia de los zares, pero, Dios nos guarde de intentos de aplicarla a la Europa “democrática” contemporánea.

En sus disquisiciones platónicas acerca de la sociedad del porvenir y las vías que conducen a élla, André Gorz, radical de izquierda francés, asigna un gran papel al partido revolucionario. Pese a su orientación pretendidamente radical, el autor, siendo en realidad un cautivo de las ideas burguesas del pluralismo político, no acepta el partido de nuevo tipo. Se pronuncia a favor de un “nuevo tipo” de partido de nuevo tipo, invitando a que se convierta el “partido en lugar de libres debates y de la democracia directa. . . Dicho en otros términos, el partido revolucionario de nuevo tipo no puede imitar hoy el esquema leninista” [21].

Cierto es que Gorz reconoce la necesidad de organización centralizada, pero la estima como un mal inevitable, inevitable porque no se puede prescindir de un centro en el que se contraste la experiencia y se coordinen las acciones, en el que se determinen las líneas política y estratégica respecto del Estado burgués. Ahora bien, ¿por qué mal, si se procura realmente la lucha y no las disquisiciones acerca de ella? A. Gorz explica que es un mal porque refleja la “necesidad de centralizar la causa de la revolución, cuya meta final es acabar con todo Estado centralizado”.

Aunque el autor no pueda menos de comprender que la liquidación del Estado centralizado está todavía muy lejos, se apresura en advertir que “la organización centralizada del partido debe considerarse como una estructura de transición”. A. Gorz estima que es preciso ya ahora mostrar al partido que si quiere ser auténticamente revolucionario “debe estar dispuesto a disolverse en el movimiento de masas, renunciar a toda clase de estructuras jerárquicas y a toda clase de distinción entre dirigentes y dirigidos”.

Repitiendo las afirmaciones de que toda organización centralizada supone burocratización, Gorz propone en lugar de la centralización la “democracia directa” en el partido, sin explicar, por cierto, de qué se trata concretamente. No obstante, siguiendo la lógica de sus razonamientos se puede comprender que la reduce al pluralismo político.

El que los autores de semejantes disquisiciones abstractas no tengan nada en contra de proclamarse incluso marxistas los hace todavía más peligrosos. Los ideólogos del estilo de Gorz se vuelven pronto muy atractivos para los revisionistas de derecha de los partidos comunistas, que buscan en los llamados “marxistas independientes” los argumentos para atacar el leninismo.

Un procedimiento muy común de los revisionistas de derecha consiste en cantar falaces loas al leninismo, pero dando a la vez a comprender que toda la genialidad de Lenin consistía en haber captado y reflejado, según pretenden, nada más que las peculiaridades rusas. E. Fischer y F. Marek no escatiman fuerzas para aducir citas de Un paso adelante, dos pasos atrás, de Lenin, pero sólo para decir que “se ha abusado funestamente en lo sucesivo, en condiciones totalmente distintas, de las fórmulas deducidas de las circunstancias de la Rusia de entonces. . .” [22]

Al echar una mirada retrospectiva a la historia del movimiento comunista, los revisionistas, para justificarse, explican que cuando unas u otras definiciones surgidas en Rusia se usaban en otros países y en condiciones distintas a las rusas se llegaba, en fin de cuentas, a consecuencias funestas. Pero, ¿en qué consistían esas consecuencias funestas? Pues, en la renuncia rotunda al fraccionismo. Cuando no hay fracciones, no hay democracia burguesa, tan grata a los revisionistas.

Según E. Fischer, la unidad interior del partido no es lo que éste debe procurar, sino, al contrario, es un estado que hay que evitar a todo precio. Si no hay discrepancias, es necesario crearlas. Fischer propugnaba el surgimiento de “grupos de presión”, como decía, dentro del partido que, “defienden en común el punto de vista distinto de la postura de la dirección (o la mayoría de la dirección)” [23].

Para los revisionistas, la creación de fracciones es un fin en sí. Procurando no llamar las cosas por sus nombres, Fischer denomina “grupos de presión” a las fracciones y trata de infundir temor con la idea de que sin ellas el partido se convertirá en “plaza de ejercicios para la disciplina militar” y que en lugar del movimiento aparecerá un “torrente metido en armadura”. Fischer tiene muy pocas ganas de parecerse a un enemigo banal del partidismo revolucionario, pero las frases altisonantes con que encubría con harta frecuencia las concepciones triviales de demócrata burgués no llegaron a crear una apariencia siquiera de algo nuevo.

Los ejercicios en juego de palabras jamás han probado algo. Mientras tanto, el cariño por las frases pomposas suele ser irresistible para quienes quieren llevar la democracia burguesa al partido obrero. Por ejemplo, a F. Marek, la afición a las palabras raras llevó a la siguiente comparación. A su juicio, los Estatutos de los comunistas son “erráticos cantos rodados de períodos geológicos pasados” [24]. Así, la prohibición de fracciones es lo mismo que los cantos rodados arrastrados por los glaciares a grandes distancias, formados por rocas que no existen en las condiciones locales. La comparación obliga. Siguiendo la lógica de Marek, el capitalismo, contra el que luchan los partidos de nuevo tipo, para lo que han surgido, es ya también algo así como un período geológico pasado. Y ¿cuál es el período contemporáneo? Eso no está muy claro, pero, según parece, es de tal índole que la lucha revolucionaría puede ceder lugar a las normas de la democracia burguesa. Cuántas frases rimbombantes, qué “poderosas” comparaciones, y todo eso para expresar la añoranza por lo que pregonan desde hace mucho los socialdemó-cratas. Los revisionistas, que se sienten tan orgullosos de su innovación y rechazan con tanto desdén “los cantos rodados procedentes de otras épocas”, vuelven, en realidad, ellos mismos a épocas en que no existían partidos comunistas.

En Wiener Tagebuch, órgano de los revisionistas austríacos, se puede leer, por ejemplo, afirmaciones acerca de lo malo que es la creación de órganos dirigentes centrales del partido. En sus páginas, el profesor germanooccidental Negt llegó incluso a identificar toda dirección centralizada, independientemente de qué dirección es, con el partido revolucionario o, según expresión suya, la sociedad industrial. “Nuestra misión debe consistir en restringir la institucionalización de la disciplina y la autoridad, esas bases sociosicológicas de la sociedad industrial capitalista” [25].

Algo distinto, pero con el mismo odio hacia la dirección centralizada, opina T. Petkoff, expulsado del Partido Comunista de Venezuela. Wiener Tagebuch le ofrece también sus páginas. “Nosotros preferimos —escribe Petkoff— la estructura horizontal y queremos acabar con el tipo piramidal de organización”. Petkoff predica la siguiente “innovación”: los militantes del partido “en la empresa o cualquier sección son invitados por otros, discuten o actúan en común, llevan a cabo toda clase de iniciativas, pero sin contar con dirección alguna” [26].

Haciendo la vista gorda ante la agudización de la lucha de clases en la época contemporánea y acariciándose con ilusiones de que el desarrollo de la democracia de por sí, sin lucha y sin conflictos, llevará al socialismo, los revisionistas quisieran reducir el partido obrero a la categoría de asociación inofensiva, sin mundividencia única, sin disciplina, sin servicio abnegado a la gran meta: al socialismo.

Friedl Fürnberg, miembro del Buró Político del CC del Partido Comunista de Austria mostró de modo convincente qué democracia precisamente procuran quienes ven su manifestación exterior en el fraccionismo. Al criticar a Fischer y a Marek, Fürnberg escribía: “Las fracciones estrangulan la democracia interna del partido. Hacen imposible la discusión práctica, en la que se sopesan todos los argumentos. No surgen más que plataformas que se enfrentan la una a la otra y en lo sucesivo, aparecen incluso agrupaciones sin principio. Las fracciones conducen lógicamente a la lucha por el poder dentro del partido en lugar de asegurar la lucha honrada y abierta de opiniones. Son los embriones de la escisión, a la que llevan con frecuencia. Los partidos comunistas libran por doquier una lucha encarnizada y difícil. Si se desmiembran en fracciones y pierden fuerzas en luchas entre las fracciones, no están en condiciones de cumplir sus tareas aunque no sea más que aproximadamente” [27].

Pero eso es precisamente lo que quieren los revisionistas. ¿Acaso es preciso, como opinan ellos, poseer tareas propias, una fisonomía propia, acaso no es mejor ser como todos los demás partidos de la sociedad burguesa? El sueño dorado de la burguesía es que los partidos comunistas dejen de poseer su esencia marxista-leninista, cambien de fisonomía y sean como todos los demás partidos. En la práctica, los revisionistas aspiran precisamente a eso. La finalidad, en todo caso objetivo, y en la mayoría de ellos, consciente de su labor, es lograr que el partido comunista se convierta en uno de tantos partidos corrientes de la sociedad burguesa que sostienen luchas electorales y no rebasan el marco del sistema existente.

Haciendo coro a las elucubraciones de que los partidos comunistas no son democráticos, ya que no reconocen las fracciones, los revisionistas, como es usual en general en la “sociedad decente” burguesa, tratan de no tocar el problema de lo que es la democracia interna del partido de los famosos partidos democráticos. Diríase que nada surtiría más efecto que el oponer al antidemocratismo de los comunistas el libre juego de fuerzas en los “partidos libres”. Pero este tema se elude celosamente.

Aunque se protege sagradamente la vida interna de los partidos burgueses, al igual que el secreto comercial de cualquier empresa burguesa, algo sale fuera, y ese “algo” es por demás aleccionador.

Veamos, por ejemplo, algunos rasgos de la vida interna del partido francés Unión des Démocrates pour la République (UDR). En noviembre de 1973 se celebró en Nantes su VI Congreso. En los documentos de información preparados para el Congreso se comunicaba que los efectivos de la Unión pasaban de 240 mil militantes. De ellos el 19% constaba de jefes de empresas comerciales e industriales; el 31 %, de empleados y de cuadros del eslabón administrativo medio; el 12%, de las llamadas profesiones libres y cuadros administrativos superiores; el 16%, de obreros; el 11%, de pensionistas y rentistas; el 7%, de granjeros y agricultores, y el 4%, de categorías diversas.

Hasta esa estadística oficial muestra que la UDR es, ante todo, un partido de la burguesía. La proporción de altos funcionarios, empresarios y profesiones libres es dos veces superior que el promedio del país, y la de obreros es una pequeña fracción de la proporción que tienen en el total de la población.

Ahora bien, incluso esa estadística viene embellezada. El periódico Le Monde del 17 de noviembre de 1973 expresó el criterio de que los efectivos del partido no pasaban de 150 mil militantes, lo que quiere decir que la proporción de los representantes de las capas privilegiadas de la población en el partido es todavía mayor, por cuanto el aumento artificial de los contingentes del partido en 90 mil personas pertenece precisamente a los representantes de las capas trabajadoras.

Los delegados al Congreso del partido no se elegían. De conformidad con el reglamento, cualquier militante puede participar en sus labores. Pero, a fin de obtener ese derecho era preciso ser incluido en la lista departamental de las delegaciones confeccionada personalmente por el secretario federal de la organización departamental. Y el número de lugares que se concedía a cada federación fue fijado por el secretario general del partido.

Según el orden de trabajo del Congreso, los debates fundamentales debían desplegarse en las comisiones, en las que estaba terminantemente prohibida la participación de los que no eran miembros de las mismas. Los presidentes de las comisiones no se elegían, sino que se nombraban de antemano.

Las comisiones no presentaban al Congreso proyectos de resoluciones. En la reunión plenaria presentó el informe sobre la labor de la comisión para problemas de la escuela y la formación técnico-profesional de la juventud (se llamaba comisión de “igualación de las posibilidades”) su presidenta. La información oral fue aprobada como orientación del partido en el dominio de la educación.

Sobre un total de 113 miembros del CC en el Congreso fueron elegidos nada más que 20. La mitad de ellos son miembros del Parlamento. El grupo parlamentario de la UDR tiene derecho a elegir 25 miembros del CC, los senadores presentan al CC a 5 representantes suyos. Además, según el reglamento, entran en él CC el Presidente de la Asamblea Nacional, el Vicepresidente del Senado, los presidentes de los dos grupos de la UDR en la Asamblea Nacional y en el Senado y el Primer Ministro, que se considera el jefe de la UDR.

Por tanto, el Congreso de la UDR está privado de la posibilidad de elegir el CC e influir prácticamente en la política del partido. El Congreso se ha convertido en evento propagandístico de turno, llamado a hacer propaganda de los líderes fundamentales del partido.

El Pleno del CC del PCF del 20 de marzo de 1974 hizo constar: “En los partidos de la burguesía, en un partido totalitario como la UDR, los dirigentes son reclutados entre una capa insignificante de privilegiados y entre los servidores celosos del gran capital y de su política. Son cooptados los que se distinguen como los más aptos para hacer durar un régimen que está declinando y para defender los intereses que no se pueden anunciar públicamente” [28].

La vida interna de ese partido no es una excepción, sino norma de los partidos burgueses, cuya democracia viene a ser una continuación directa de todos los rasgos de la democracia burguesa, con su hipocresía, derechos formales y ausencia de derecho en la realidad. Lo prueba el ejemplo de cualquier partido burgués. Veamos, a título de ilustración, el viejo partido francés de los radicales socialistas. En su Congreso de noviembre de 1973 se informó que había en sus filas 48 mil militantes. La cifra extrañó a todos. Según estimaciones de diverso origen, no tenía más que 3.500-10.000 militantes. El carácter de la labor del partido es tal que la actividad de sus militantes no tiene la menor importancia.


En el Congreso se reprochó al Presidente el adoptar acuerdos a nombre del partido sin informar siquiera, a veces, de ello al comité dirigente ni al buró de éste.

Toda la labor del partido tiene un solo objetivo: poseer una representación parlamentaria. Sobre esta base se forman cada vez distintas agrupaciones en el partido, se crean combinaciones de distintas candidaturas. Después de que salieron del partido los radicales de izquierda, las contradicciones entre los radicales socialistas se agravaron todavía más. Distinguiéndose poco por sus concepciones de la UDR, este partido, movido por su afán de conseguir más votos, trata de crear la impresión de que representa no se sabe qué “tercera fuerza”. Su vida interna refleja como un espejo todas las maquinaciones propias de la democracia burguesa.

Y eso es típico de cualquier partido burgués de cualquier país. En Italia, el Partido Democristiano acusa constantemente al Partido Comunista de poseer una estructura y vida interna no democrática. Pero la comparación de los hechos, además de probar la falsedad de semejantes acusaciones, muestra que las necesita la burguesía para encubrir el carácter totalitario de sus propios partidos. Es sabido que las fuerzas de derecha querían distraer la atención de las masas de los problemas verdaderamente candentes del desarrollo del país, logrando que se adoptara el acuerdo del referendum sobre los problemas del divorcio. Enrico Berlinguer mostró en el ejemplo del planteamiento del partido en el problema del referendum la falsa democracia del PDC y la manera de resolver los problemas importantes en el Partido Comunista. En la Conferencia de obreros comunistas, Berlinguer dijo: “Llevamos ya tres años discutiendo el problema del referendum en el Buró Político, en la dirección y en el Comité Central. Hemos logrado que participen en la discusión de problemas compañeros de las federaciones y las secciones y todos nuestros activistas. El Partido Democristiano, a diferencia de nosotros, adoptó tan importante acuerdo casi súbitamente, mediante la simple intervención de su secretario. No se convocó un solo órgano dirigente: ni el Consejo nacional, ni siquiera la Dirección, no se organizaron consultas de militantes del partido” [29].


Se diferencia algo el orden reinante en los partidos socialdemócratas. Aquí suele observarse las apariencias de elecciones, de “lucha de opiniones”, pero, en realidad, no se manifiesta el menor interés por las opiniones de los miembros del partido, y cuando surge una oposición a la dirección se la aplasta con bastante rigidez.

El Partido Socialdemócrata de Berlín Oeste es bastante típico en ese aspecto. En septiembre de 1973, cada miembro del partido recibió por correo un mensaje de la dirección del partido en la que se le invitaba a tomar parte activa en las próximas elecciones en el partido. El correo como medio de comunicación entre la dirección del partido y los miembros del mismo es una confirmación bastante inequívoca de que sólo se cuenta con los miembros de filas como electores. Por correo se les informa acerca de la existencia de “grupos” en el partido que quieren “formar un partido en el partido”. Sobre un total de cerca de 50 mil socialdemócratas participaron en las elecciones partidarias de 1973 menos de 17 mil, pero ello no fue óbice para que Klaus Schutz, presidente del partido, declarase que las elecciones habían transcurrido en un ambiente de inusitada, para el PSD, movilización de todos los miembros del partido.

Haciendo alarde de su apego al “socialismo democrático” y subrayando el carácter popular del partido y la inadmisibilidad del enfoque clasista de la democracia, la dirección del partido estima, pese a todo, que es perfectamente democrático expulsar del partido a los que se pronuncian en pro de alguna cooperación entre socialdemócratas y comunistas. El expresarse en favor de que se admita al trabajo en las instituciones estatales a adversarios del “régimen democrático libre”, es decir, a comunistas, es bastante para ser expulsado del partido defensor de la democracia.

La fraseología democrática y la práctica muy lejana del democratismo parecen subrayar que la dirección del partido domina a la perfección el mecanismo tradicional de la democracia burguesa, extendiéndola enteramente a las relaciones internas del partido.

Al caracterizar la práctica plasmada en los partidos de la RFA, incluido el socialdemócrata, Ulrich Lohmae, uno de los ideólogos del PSDA, en el libro Interparteiliche Demokratie muestra que no cabe hablar siquiera de una actividad sensible de las grandes masas de miembros de los partidos federales y de expresión de su voluntad en el partido o de influencia en la política del mismo. . . “Los miembros de dichos partidos no resuelven el problema del programa del partido y de la política de éste, “su influencia en la composición de los grupos dirigentes sociales y del partido sigue circunscrito a la esfera comunal” [30].

El XXII Congreso del Partido Socialista de Austria (1974) también hizo patente el carácter formal del reconocimiento de palabra de la democracia interna de ese partido. La resolución que aprobó la política del Gobierno ni siquiera se sometió a votación. Los problemas de la “reforma interna del partido”, que ocupaban a los delegados al Congreso, se transfirieron a una comisión. En el informe de Heinz Brantl, el jefe del servicio de propaganda del PSA, con motivo de que se había hecho constar que entre los miembros del partido “había surgido un descontento que en algunos se convirtió en apatía completa”, figuraba el siguiente reconocimiento respecto de las masas del partido: “Se les cobra (así confiamos) regularmente la cotización, de tarde en tarde se les invita a distintos eventos, raras veces se les informa y, hablando con rigor, jamás se les pregunta nada” [31].

Los partidos burgueses y reformistas no se atreven a transgredir en lo más mínimo los límites habituales de la sociedad en que actúan, tratando de convencer a todos de que la democracia de dicha sociedad es la máxima realización del género humano. De poseer el don de estimar con espíritu crítico sus horizontes podrían repetir con todo fundamento las palabras de un personaje literario: “Nos parecemos a las gallinas que están encerradas en un corral y se creen que es el mundo entero” [32].

Por lo demás, a la vez que niega todo lo que existe más allá de su corral, el capitalismo no se preocupa ya tanto de ensalzarse a sí mismo cuanto de denigrar las ideas que trae el régimen llamado a sustituirlo. Los ataques revisionistas a los principios leninistas de la democracia, incluida la que reina dentro del partido, tienen el mismo sentido.


3. AUSENCIA DE PRINCIPIOS ERIGIDA EN “PRINCIPIO”

¿A quién pertenece la expresión: “Cualquier vanguardia que se apropie el derecho de defender y representar los intereses de las masas será una vanguardia burocrática?” [33]

Quien conozca las afirmaciones anarquistas acerca de que toda organización significa burocracia responderá seguro de que lo ha dicho un anarquista. Pero se equivocará. En este caso se ha citado un periódico trotskista que publican los partidarios de Posadas.

Y ¿quién dijo que la renuncia a las fracciones es fuente de degeneración del partido y que “Lenin jamás estuvo en contra de las fracciones y agrupaciones en el partido”? Eso se acerca ya mucho a la idea socialdemócrata de la democracia como lucha libre entre fracciones y entre corrientes dentro del partido. Pero la frase no pertenece a un socialdemócrata, a un revisionista de derecha. Su autor es el mismo Posadas.

Semejantes titubeos eran siempre propios de Trotski. La postura de Trotski en el problema del partido cambiaba con arreglo a los objetivos políticos que se planteaba. En el comienzo de su actividad política, Trotski era partidario enérgico de la convivencia de las más diversas corrientes oportunistas en el partido. Al poco de la Revolución Socialista de Octubre, Trotski que a la sazón acusaba a Lenin de intentos de implantar una dictadura férrea en el partido, insiste en que la disciplina militar sea un principio de organización del partido, se muestra furibundo partidario de los métodos administrativos, de “apretar los tornillos”.

Lenin criticaba acerbamente la ausencia de principios en Trotski. “Con Trotski no se puede discutir a fondo —escribía Lenin—, pues carece de toda opinión.” [34] Lenin fijó la atención reiteradas veces en que “Trotski plagia hoy el bagaje ideológico de una fracción y mañana de otra. . .” [35] “ni tiene “fisonomía” alguna, no tiene más que migraciones, defecciones del campo liberal al campo marxista y viceversa” [36].

Suelen decir: es mejor una mala concepción que ninguna. Trotski cambiaba con facilidad las concepciones acerca del partido, y todas ellas eran dañinas para la clase obrera. Ello se debía a que se tomaban de diversas fuentes, por lo común ajenas a la ideología proletaria.

En unos casos era el oportunismo socialdemócrata en su forma más acabada. Lenin escribía que a Trotski “sólo le son “simpáticos” los modelos europeos de oportunismo, pero en modo alguno los modelos europeos de espíritu de partido” [37]. En otros casos la animadversión pequeñoburguesa a la disciplina revolucionaria y proletaria acercaba a Trotski a las ideas casi anarquistas. Y entonces Trotski, según expresión de Lenin, jugaba a “potencias”, a “corrientes”, exigía un “status especial” para él y sus escasos partidarios [38]. Al verse en minoría, Trotski se alzaba en contra de la “imposición de la voluntad” de la mayoría, acusaba de intentos de echarle al partido “el dogal de la disciplina”. Ocurría también que Trotski se deslizase a las ideas blanquistas de conspiración en lo tocante al partido, pregonase la implantación del orden militar en sus filas. “Saben ustedes —haciendo alarde de sus aires de jefe militar, decía Trotski— que yo jamás he sido “demócrata”. . . y no solicito la patente de democracia”.

Era típico de todos los titubeos de Trotski un rasgo común: la hostilidad respecto de las concepciones de Lenin acerca del partido y de los fundamentos ideológicos, políticos y de organización de éste.

Acerca de la ausencia de principios en Trotski escribe Léo Figuères, miembro del CC del Partido Comunista Francés, en el libro Le trotskisme, cet antiléninisme. Léo Figuères recuerda cómo se portó Trotski al ocuparse de los asuntos franceses en la Internacional Comunista. En sus cartas a Francia, Trotski se pronunciaba inicialmente en contra de la formación de fracciones en el partido y defendía los principios del centralismo democrático. Pero, pronto “olvidó” todas sus buenas recomendaciones, multiplicando sus esfuerzos para crear su propia fracción en el seno del PCF [39]. Trotski propugnaba las fracciones porque le convenía. En otra situación podría “esbozar” otra plataforma.

Heredaron esa ausencia de principios de Trotski sus sucesores.

“Un estudiante puede cambiar de partido como de camisa, sin graves consecuencias para sus estudios y para su actividad” [40], —“alecciona” Krivin, uno de los líderes del “secretariado unificado” de París de la “IV Internacional”. Y por lo que a los trotskistas se refiere cabe decir que cambian de “principios” en los problemas del partido con más frecuencia que de camisas.

La amplitud de las “concepciones” trotskistas del partido es muy grande. Aquí se puede hallar fragmentos de concepciones oportunistas de derecha socialreformista e incluso típicamente burguesas. Entre los trotskistas no son pocos los adeptos al libertinaje anarquista. Y a muchos de ellos les agradan más las ideas blanquistas de conspiración.

Desde hace ya unas tres décadas, los trotskistas se dedican a entrar en las organizaciones obreras, o como ellos lo denominan, al “entrismo”. En Inglaterra, Francia y varios países más entraron en los partidos socialreformistas con el fin de reclutar adeptos. Pero, para seguir en dichos partidos, los trotskistas no se atrevían a criticar a sus dirigentes. El “entrismo”, concebido para descomponer los partidos socialdemócratas se volvió en contra de sus inspiradores, los llevó al coqueteo con el socialreformismo. Como hace constar el marxista germanooccidental G. Weiss, la “ideología” trotskista se acopla fácilmente con la variedad específica socialdemócrata de anticomunismo. Por algo muchos de los que han perdido la fe en el trotskismo vienen a engrosar las filas de los socialdemócratas. Es sintomático que el trotskismo no critique en absoluto las bases de organización de los partidos socialdemócratas. Es más, estas bases les gustan evidentemente.

¿Qué han tomado, pues, los trotskistas de los socialdemócratas en problemas de organización? La porosidad interior, la ausencia de exigencias al admitirse nuevos miembros (el lema: engrosar las filas a cualquier precio), vaguedad en los problemas programáticos (la mayoría de los grupos trotskistas no tiene programas propios). En semejantes grupos, dada la constante fluctuación de sus efectivos, penetran fácilmente agentes de la policía: las normas de admisión en el “partido” no son rigurosas y son de las más propicias las condiciones para provocaciones políticas, en particular anticomunistas.

Unos trotskistas afirman que “la meta del partido no es dirigir, sino educar” [41], y consideran que sus “partidos” son organizaciones puramente ilustrativas, mientras que otros organizan sus “partidos” a la manera puramente blanquista y predican la concepción de la “minoría en acción” desde posiciones anarquistas. Léo Figuères escribe: ellos crean organizaciones “al estilo semimilitar y procuran implantar sus concepciones con la ayuda de la violencia. . . sin admitir la menor discusión en torno a la esencia de sus política y consignas. Es difícil hallar una concepción más antidemocrática de la organización que la trotskísta” [42].

En las organizaciones trotskistas latinoamericanas no se recomienda a los militantes a que tengan hijos para no distraerse de la lucha política. Estos grupos son belicosamente intransigentes para con todo el que dude aunque sea lo más mínimo del fundamento y del acierto de los acuerdos que se adoptan. De ahí las interminables persecuciones de los disidentes y la expulsión de los “renegados”. En varios casos esta intolerancia reviste la forma de paliza en el sentido directo de la palabra. He aquí lo que escribe uno de los grupos izquierdistas acerca de los trotskistas rivales: “Apalean a los que no quieren someterse, así como a los que difunden octavillas de otros grupos” [43].

El desprecio por los principios democráticos en la vida y la actividad de sus grupos engendra entre los trotskistas la exageración del papel de unas u otras personalidades, “jefes” (por algo suelen tomar el nombre de estos últimos: “posadistas”, "franquistas”, “pabloístas”, “lamberistas”, “krivinistas”, etc.). Ahora bien, eso no es óbice para que todos ataquen unánimes las normas leninistas de partidismo. Tanto el predicador del ultrarrevolucionarismo J. Posadas, como el ideólogo del socialreformismo E. Mandel y el “centrista” trotskista (también eso hay en la actual “IV Internacional”) M. Pablo, "condenan” con mucha unanimidad la ausencia de fracciones y oposiciones en los partidos comunistas. La proclamación de la "libertad de fracciones” es uno de los pocos “principios” estables del trotskismo contemporáneo en los problemas referentes a la vida del partido. Los ataques trotskistas a la subordinación de la minoría a la mayoría, sus ataques a la. disciplina partidaria agradan a los anarquistas. Los trotskistas no se dan cuenta de que con eso hacen patente su indigencia ideológica y el origen anarquista de ciertas concepciones suyas acerca del partido. Al tomar muchos postulados de los socialdemócratas, los trotskistas tildan calumniosamente a los comunistas de “nuevos socialreformistas”, de “más socialdemócratas que los que se llaman así oficialmente”.

Sin embargo, las palabras injuriosas significan muy poco en política; en todo caso, no pueden sustituir la diafanidad de la idea ni la concepción acabada. Y cuanto más toman prestados argumentos ya bien de los anarquistas, ya bien de los socialdemócratas, más claro se ve que en los problemas del partido los trotskistas “patalean sin moverse del sitio” al estilo oportunista del mismo modo que hace setenta años.

Los trotskistas se han ido tan lejos en su odio hacia los comunistas que muchos titubean entre la afirmación de que es posible en general “prescindir del partido” y la afirmación acerca de la “aparición de una vanguardia nueva” en forma de distintos grupos de izquierda, incluidos los trotskistas.

En su tiempo, Trotski coqueteó con Mártov, Axelrod y otros líderes oportunistas. Sus sucesores actuales han recogido este relevo de cooperación con el oportunismo de derecha. Manifiestan hoy abiertamente su simpatía a R. Garaudy. En su tiempo, Trotski entraba en alianzas carentes de todo principio para combatir el partido de Lenin. En nuestros días, los sucesores de Trotski aceptan como aliados a quien quiera, con tal de debilitar por poco que sea la influencia de las ideas de Lenin y de quienes se empeñan en ponerlas en práctica.


4. LA DEMOCRACIA DE LA ORGANIZACION Y LA ACTIVIDAD

Por lo común se suele calibrar la democracia de la vida interna del partido por los derechos que éste concede a sus miembros y la posibilidad efectiva de valerse de ellos.

Los partidos marxistas-leninistas legales brindan a los comunistas amplios derechos. Los Estatutos del Partido Comunista Francés prevén el derecho del militante del partido de expresar libremente en los órganos del partido su opinión sobre todos los problemas concernientes al partido; el de voz y voto al adoptarse acuerdos en su organización; el de elegir y ser elegido a los puestos de dirección; el de intervenir en los órganos del partido y exponer su crítica argumentada a su juicio, de la actividad de cualquier miembro o cualquier organización del partido; el de recibir información sobre cualquier observación y crítica a su nombre, etc. [44].

Más o menos idénticos derechos se prevén en los Estatutos del Partido Comunista Italiano, en los que se habla del derecho de “contribuir a la elaboración de la línea política y los acuerdos de su organización, como igualmente de todo el partido, participando en los debates de las asambleas, valiéndose del derecho de voz y voto e interviniendo en las discusiones abiertas en la prensa del partido”; “criticar en las instancias del partido a cualquier dirigente y a cualquier organización del partido por las deficiencias, los errores y los casos de conducta improcedente e informar acerca de los casos más graves a los organismos superiores”. Los Estatutos reconocen el derecho de cada comunista de “dedicarse a libres investigaciones en el dominio de la filosofía, la ciencia, el arte y la cultura”, así como otros derechos [45].

Ningún partido concede a sus miembros tan amplias posibilidades en la vida interna como los comunistas. En los demás partidos, todo suele reducirse a los derechos civiles comunes, los cuales, diríase, se aplican a la vida del partido. Por ejemplo, los Estatutos del Partido Socialdemócrata de Alemania prevé sólo los derechos que se exponen en su punto 5. “Cada miembro del partido tiene dentro del cuadro de los Estatutos el derecho de participar en la formación de la opinión política, en las elecciones y las votaciones y apoyar los objetivos del partido socialdemócrata.” [46]

Al mezclar en un punto varias palabras generales sobre los derechos y los deberes, los Estatutos crean todas las condiciones para privar, en la práctica, a los miembros del partido de los derechos efectivos y, en realidad, no exigirles el menor cumplimiento de sus deberes.

La peculiaridad de la democracia interna de los partidos comunistas consiste en que no viene determinada sólo por los derechos de sus militantes, sino igualmente por sus deberes concretos. El clásico requisito de Lenin acerca del deber de trabajar en una de las organizaciones del partido es uno de los más importantes entre los rasgos distintivos del partido de nuevo tipo, lleno de profundo contenido democrático. Este requisito arranca de que el comunista no es un observador imparcial en el partido, sino participante activo de su vida, de que la actividad del partido es fruto de los esfuerzos de todos sus militantes.

La tesis de Lenin acerca de la significación que tiene la labor revolucionaria cotidiana de cada militante del partido expresa la peculiaridad principal de la democracia partidaria interna del movimiento comunista. Trátase, en primer término, de la democracia de la participación activa de cada comunista en la labor del partido no sólo a través de los representantes elegidos, sino de la participación personal.

El sentido y el contenido de la democracia socialista, por cuya instauración luchan los partidos comunistas radica en la participación de las masas más y más grandes en la gestión del país y los asuntos públicos [47]. Y no se trata de buenas intenciones, sino de la realidad histórica lograda en los países de la comunidad socialista. Es natural que los partidos comunistas quieran que su vida interna se distinga precisamente por una democracia de participación activa de cada comunista en todos los asuntos del partido.

Si la democracia rebasa el marco de los derechos electorales y se convierte en democracia de acción, de hecho, surge la necesidad de dirigirla a diario, de mancomunar los esfuerzos de todos para que sean esfuerzos colectivos enderezados hada el logro del objetivo común. Esta es la razón de que la democracia del partido sea inseparable de la dirección partidaria, de la indispensable centralización de las fundones de dirección. Y cuanto más amplio es el desarrollo de la democracia o, dicho en otros términos, cuanto más se manifiesta la actividad de los comunistas mayores son las exigencias que se presentan a la dirección centralizada, crece más la importancia de La disciplina, de la subordinación de la minoría a la mayoría y de otros aspectos indispensables de la auténtica organización.

Precisamente en el principio del centralismo democrático encuentra su expresión acabada la unidad de la democracia de la vida partidaria interna y su alto grado de organización. Esta unidad no es una cosa artificial, especulativa, sino que surge en la vida misma, nace de las demandas de ésta, es dinámica y flexible, puesto que las circunstancias de La vida jamás tienen carácter petrificado y fijo de una vez para siempre. Precisamente porque en el principio del centralismo democrático se expresan del modo más concentrado las peculiaridades del partido de nuevo tipo, este principio es objeto de constantes ataques de los negadores anarquistas y oportunistas de derecha de la disciplina y la organización, como asimismo de los elementos sectarios y burocráticos, dispuestos a reducir la democracia a la formalidad y a estimar que los medios dirigentes del partido son capaces de resolver con sus propias fuerzas todos los problemas de la organización del partido y de la lucha política.

¡A qué procedimientos no recurren para atacar el centralismo democrático! R. Garaudy, ese “luchador profesional contra el dogmatismo”, se vale de métodos a que no se atreve el más empedernido dogmático. Pasados 70 años después de la publicación del libro ¿Qué hacer?, Garaudy descubre que en ese trabajo de Lenin, al que se considera, según expresión de Garaudy, “la biblia del centralismo democrático”, este término no se emplea una sola vez. Tras hacer luego varias excursiones a la historia del bolchevismo y sin referirse una sola vez al centralismo democrático, Garaudy quiere, a todas luces, crear la impresión de que, a su juicio, este concepto sacramental apareció ya después de Lenin [48].

Cómo habrá empobrecido el polvorín de argumentos del revisionismo si tiene que recurrir a procedimientos tan baratos. Basta mirar el índice de materias de las Obras Completas de V. I. Lenin. El concepto “centralismo democrático” figura allí 26 veces. Y en el libro ¿Qué hacer?, Lenin no emplea el concepto “centralismo democrático”, ya que los antecesores de Garaudy, los enemigos del partido marxista centralizado en Rusia, ya entonces llegaron a lo que Garaudy presenta como la idea creadora más reciente. Al igual que los revisionistas actuales, los de aquella época contraponían la democracia al centralismo. Lenin mostró que cuando apenas se formaba un partido ilegal de escasos efectivos sólo podían hablar de democracia los demagogos, quienes, en aras de un principio formal estaban dispuestos incluso a delatar la clandestinidad del partido.

Precisamente en ¿Qué hacer? señaló Lenin los principales rasgos de la democracia partidaria: la rendición de cuentas, la publicidad, la elegibilidad para los puestos dirigentes y el carácter abierto de la actividad política que permite a todos ver como en el escenario la postura de cada militante del partido. Al cabo de tres años, cuando la revolución de 1905 no hacía más que entreabrir la posibilidad de desarrollo de la democracia partidaria, Lenin llamó a que se conjugara audazmente el centralismo con la democracia. Y en el libro ¿Qué hacer?, Lenin decía que para un partido pequeño había algo más alto que la democracia: el sentimiento de camaradas correligionarios, que crea una atmósfera verdaderamente democrática de la organización que lucha. Daría pena de Garaudy, si creyéramos efectivamente en que no encontró en ¿Qué hacer? la idea del centralismo democrático.

Lo mismo que muchos otros derrocadores del centralismo democrático, Garaudy está dispuesto a reconocerlo en el pasado, pero de ninguna manera para la actualidad. Declara que el centralismo democrático ha sido creado “con arreglo a un modelo mecánico” y que ha llegado la hora de crearlo “con arreglo a un modelo cibernético”. En las organizaciones del partido hay que discutir cualesquiera opiniones, sin importar quién las ha expresado” [49]. Garaudy no puntualiza cómo concibe concretamente este continuo plebiscito sobre cualquier problema, cuenta con las calculadoras electrónicas capaces de calcular rápidamente la opinión “media”. Aquí el papel de la dirección se reduce a la ejecución de esta línea “media”. Exactamente igual que el protagonista de una comedia francesa, que decía: “Yo soy su jefe y por eso debo seguirlos”.

Los comunistas defienden resueltamente el principio del centralismo democrático como condición imprescindible para que el partido conserve el tipo raigal que posee, su fisonomía marxista-leninista. Prestan cada vez más atención a que la lucha por el centralismo democrático no se circunscriba a la esfera de la ideología y la defensa de la pureza de los principios, sino que se encarne en la práctica de la vida cotidiana, que lleve al perfeccionamiento de los métodos de la dirección partidaria y a un mayor progreso de la democracia interna del partido, caso de que no lo impidan circunstancias objetivas.

Desde que Lenin subrayó lo más importante para la actividad de los partidos comunistas —la activa labor diaria de cada militante del partido—, el movimiento comunista ha recorrido un largo camino. Por supuesto, incluso ahora no todos los militantes son igualmente activos en los partidos comunistas, pero la vida interna de los partidos está organizada de tal manera que estimule la actividad de los comunistas, que impulse su iniciativa y espíritu de organización.

Ningún partido, además del comunista, ha tenido organizaciones de base en las empresas. En muchos partidos comunistas, pese a la prohibición de los patronos de realizar labor de partido en la producción, las organizaciones de base se erigieron en centros de labor política entre las masas. Son eslabones activos del organismo partidario que aplican constantemente la política del partido en la vida práctica e influyen, a su vez, en la formación de la política general del partido. Ahora, sin renunciar al deseo de debilitar la influencia de los comunistas, algunos partidos socialistas procuran crear sus propias organizaciones en las fábricas. Los partidos comunistas quieren que cada organización de base sea activa, que se sienta constantemente su presencia en la colectividad de trabajadores, que plantee reivindicaciones a tono con los intereses de éstos, que publique su órgano de prensa, que manifieste más inventiva en todos los sentidos y tenga más iniciativas en cuanto a las formas de lucha. Los comunistas franceses estiman que precisamente en la fábrica, donde se hace sentir continuamente la contradicción fundamental de la sociedad capitalista —el antagonismo entre el trabajo y el capital—, el partido tiene más posibilidades de ser oído.

Ahora bien, la explotación capitalista no termina en las puertas de la fábrica, afecta a todos los aspectos de la vida de los trabajadores, y las organizaciones de base realizan, como es lógico, su trabajo en las barriadas de vivienda, organizan la lucha de las diversas capas se trabajadores, procuran unir los distintos grupos de la población con arreglo a sus intereses: los inquilinos, los padres de los escolares, tratando de que la lucha por la satisfacción de las reivindicaciones, incluso limitadas, adquiera un carácter sociopolítico.

El papel que desempeñan las organizaciones de base en la vida de cada partido comunista prueba el espíritu democrático de la vanguardia revolucionaria de la clase obrera. Además, el partido no actúa como una suma de unos u otros miembros y organizaciones, sino como todo un organismo partidario único, en el que todos los eslabones se hallan interconexos. El principio del centralismo democrático ofrece campo más vasto para fructíferas discusiones en el partido, para la elaboración colectiva de su política, para la iniciativa propia de todas las organizaciones, para el progreso de la crítica partidaria. “El principio del centralismo democrático y de la autonomía de las instituciones locales significa que la libertad de crítica es total y general, cuando con ello no se viola la unidad en determinada acción, y que es inadmisible cualquier crítica que tienda a debilitar u obstaculizar la unidad en una acción decidida por el partido.” [50]

La revista France Nouvelle, que organiza con frecuencia en sus páginas la discusión sobre diversos problemas, invitando a que participen en ella no sólo comunistas, sino igualmente representantes de otros partidos, insertó en junio de 1974 un suelto titulado “Tres periodistas interrogan a tres dirigentes federales”. Uno de los periodistas hizo la siguiente pregunta: “Pero en todos los partidos y en todas las formaciones existen oposiciones, matices, hombres frustrados, descontentos de que su punto de vista no se haya impuesto, diferenciación de generaciones, problemas inquietantes, etc. . . . Y ustedes son materialistas, ustedes no creen en la alquimia, pero cómo es que resulta que la dirección hace un informe, después se le discute y ¡oh milagro! se llega siempre al pleno acuerdo.” Henri Fiszbin (Federación parisina del PCF) contestó que esa impresión no correspondía a la realidad. Cuando rige la dirección colectiva no todo es igualmente valioso y aceptable, ni mucho menos, pero eso no quiere decir que cada opinión aparte debe llegar a ser una discrepancia con el Comité Central y convertirse en el siguiente problema: o ustedes aceptan mi criterio o yo me niego en general a aceptar la posición de la mayoría.

Durante la entrevista se mostró cómo se forma la opinión colectiva en el partido, cómo se tienen en cuenta los distintos puntos de vista, con qué atención se examina cada propuesta y cómo se traza en común la línea política. Eso es una peculiaridad de la democracia partidaria de todos los partidos comunistas desde las células hasta el Comité Central. Los partidos comunistas atribuyen mucha importancia a la amplia y permanente información interna del partido de abajo arriba y de arriba abajo.


Se manifiesta vivamente el carácter de la democracia interna del partido en la preparación de los congresos del partido, en la redacción de los documentos de todo el partido. Hasta el partido que se halla en la semilegalidad o se ve forzado a actuar en la ilegalidad procura hacer lo máximo posible en sus condiciones para que se discutan con la mayor amplitud los documentos preparados para el congreso. En 1969, cuando se reunió el XIII Congreso del Partido Comunista de la Argentina, el partido tenía una situación semilegal. No obstante, muchos meses antes del congreso se formaron comisiones encargadas de redactar los documentos del mismo. Participaron en ellas alrededor de 500 personas. Partiendo de los proyectos de las comisiones, el CC redactó el proyecto de tesis políticas, editándolo en 47 mil ejemplares y difundiéndolo entre las organizaciones. El documento fue discutido por los comunistas en las células, así como en las conferencias distritales, zonales y provinciales. En 21 conferencias provinciales participaron 900 personas. Sobre un total de 116 delegados del Congreso del partido intervinieron 83 [51]. En 1973, al convocarse el XIV Congreso, que tuvo ya la posibilidad de celebrarse legalmente, en medio de un auge de la lucha popular, la preparación se desplegó en escala todavía mayor.

La amplitud de la democracia interna del partido depende exclusivamente de las condiciones en que se encuentra el partido. Por ejemplo, en la RFA, donde las fuerzas democráticas lograron ciertos derechos para el partido comunista, el proyecto de Declaración programática del PCA se discutió en asambleas abiertas, en numerosas charlas de comunistas con socialdemócratas, activistas sindicales, obreros, estudiantes e intelectuales. Se recibieron más de mil propuestas de cambios y adiciones de las organizaciones del partido y centenares de observaciones de comunistas y de personas que no eran del partido. En el Congreso de Essen se subrayó que la “discusión sobre el proyecto es una prueba de la vivificante democracia interna del partido, la democracia que no se ve en ninguno de los partidos existentes en la República Federal” [52].


“El método democrático de los congresos del PCF” es el nombre dado a una gran entrevista de Georges Cogniot, eminente figura del Partido Comunista Francés, informante en las comisiones políticas sobre el proyecto de tesis de tres congresos del PCF. Georges Cogniot muestra la gran envergadura de la discusión del proyecto de tesis, elaboradas por el Comité Central, en las asambleas de las células, las conferencias de las secciones y las conferencias federales. El autor cita ejemplos de cómo las enmiendas puntualizaban importantes postulados del documento, enriqueciéndolos teóricamente. La adopción de unas enmiendas, al igual que el rechazo de otras se argumentan, y eso se convierte, por una parte, en importante escuela política para los militantes del partido y, por otra, ayuda a redactar un documento que se distingue por la precisión de las formulaciones y ayuda así a organizar mejor la labor práctica. Para terminar se hizo la siguiente pregunta: “Cuando la línea política se ha terminado de discutir, ha sido aprobada y adoptada, ¿cómo se aplica? G. Cogniot contestó: “Este problema pertenece al centralismo democrático, el principio básico del partido. La política comunista, como se ha podido ver ahora, ha sido elaborada por todo el partido. Ha sido la expresión del pensamiento y del deseo colectivo de todo el partido. No se la puede dividir y hacer que algunas tareas sean facultativas. . . Después de que el partido ha analizado la situación histórica, la ha discutido y los comunistas han expresado su opinión, las Tesis adoptadas, que reflejan la discusión celebrada, se erigen en ley de todo el partido. . .

Los comunistas, que se plantean unir todas las fuerzas obreras y democráticas para la dura batalla contra la tiranía de los monopolios crean una organización centralizada, y no dispersa, anárquica, inconsistente sino que la hacen apoyarse necesariamente en la actividad, la iniciativa y la responsabilidad de todos los militantes del partido.

Objetivamente, el partido comunista sólo puede cumplir su misión, si su modo de organización responde tanto a los requisitos de la democracia como a los del centralismo” [53].


Georges Cogniot explicó detalladamente el modo de aplicación del centralismo democrático, partiendo de la experiencia de los últimos decenios. Ahora el PCF posee nuevas experiencias y su grado de organización y fuerza como partido revolucionario de la clase obrera crecen sin cesar; al propio tiempo, el partido desarrolla más y más el carácter colectivo y democrático de la actividad de todos sus organismos, procura afianzar su prestigio como “prestigio de un gran partido democrático”, considerando que, como dijo Georges Marchais, Secretario General del PCF, “el centralismo democrático es una forma superior de democracia” [54].

Los comunistas estiman que el carácter democrático de un partido no depende sólo del carácter de organización, de su vida interna, sino también de hasta qué grado informa acerca de sí a la clase obrera y a todos los trabajadores. Desde luego, los partidos comunistas perseguidos y acosados tienen que realizar su labor clandestinamente, pero cuando los comunistas pueden actuar legalmente no hacen secreto de lo que puede ser del dominio público. Los comunistas franceses se sienten orgullosos de poder decir que su partido “es un corazón abierto”.

Qué infundios no propagan los partidos burgueses acerca del pretendido personal al servicio de los partidos comunistas, acerca de las fuentes “secretas” de financiación de que, según dicen, disponen los comunistas, etc. En Italia se desencadenó una campaña demagógica con motivo del escándalo que se armó al denunciarse un soborno de partidos políticos por una compañía petrolera para conseguir la adopción de leyes favorables para ella. Se comenzó a denigrar a todos los partidos sin excepción, como asimismo el propio sistema de partidos.

El Partido Comunista Italiano, al igual que los partidos comunistas de otros países, jamás se vio comprometido en escándalos políticos. El partido dio una réplica a la campaña antidemocrática. Los comunistas exigieron, como lo estaban haciendo desde hacía muchos años, que todos los partidos informasen a la opinión pública acerca de las fuentes de sus recursos financieros.


Armando Cossutta, miembro del Buró Político del PCI, declaró el 5 de marzo de 1974 en una entrevista al periódico Paese sera que “cada uno tiene los amigos que se merece. . . Nosotros nos dirigimos a los trabajadores porque somos el partido de los trabajadores. Otros se dirigen a la Confindustria o a los petroleros. No es eso lo que nos indigna; nos indigna el que todo eso se tenga en secreto y se oculte. Es más, aquí se tolera que el dinero público sea utilizado por los partidos, que se propague la escala de la corrupción, la cual devasta una gran parte de la vida política italiana y de la vida interna de tantos partidos. Eso es lo que hay que impedir. . .”

El PCI es el único partido de Italia que publica anualmente su presupuesto.

El principio del centralismo democrático, que asegura la unidad de la amplia democracia con la cohesión combativa del partido, multiplica las fuerzas tanto de los partidos comunistas, que son ahora partidos de masas, como de los que, en virtud de distintas circunstancias, no son aún tan grandes, es decir, de los partidos legales y los que se han visto forzados a sumirse en la ilegalidad.

El Partido Comunista Portugués actuó más de 45 años en duras condiciones de ilegalidad. Pero cuando, derrocado el fascismo, el partido salió de la ilegalidad, mostró que era la fuerza política más organizada del país. Lo hacían constar incluso los órganos de prensa burguesa que jamás se habían permitido una palabra buena a nombre de los comunistas. Ya mucho tiempo antes de la revolución antifascista, Alvaro Cunhal, Secretario General del Partido Comunista Portugués, en una entrevista dada a la revista de los comunistas italianos Rinascita (22 de septiembre de 1972), decía que el partido desempeñaba un papel primordial en la lucha antifascista, que era “la vanguardia incontestable de esa lucha, su gran animador en todos los sectores en que se desarrolla. . . Es el único partido revolucionario estructurado a escala nacional, con una organización forjada en los largos años de clandestinidad, con numerosos cuadros probados y expertos. . .”

Los acontecimientos sucesivos confirmaron la precisión de esta característica del grado de organización del Partido Comunista Portugués.


Múltiples hechos a lo largo de toda la historia del movimiento comunista internacional prueban que la acertada aplicación del principio del centralismo democrático es una importante fuente de fuerza del partido, al igual que el abandono de dicho principio, su tergiversación de carácter oportunista de derecha o de izquierda debilitan el partido, suponen para él un peligro de deformación como fuerza revolucionaria.

En el centralismo democrático halla su expresión orgánica el carácter proletario del partido, como partido de la clase que es el luchador más consecuente por la democracia y es capaz de emprender luchas organizadas de cualquier escala, incluidas la nacional y la internacional. Precisamente por eso, la lucha ideológica en torno a los problemas del centralismo democrático va unida inseparablemente a otro problema, todavía más extenso, el de la fisonomía del partido comunista, de su grado de organización y cohesión, el papel que es capaz de desempeñar en la lucha revolucionaria.

Los comunistas no se hacen ilusiones. Se dan perfecta cuenta de que mientras exista el capitalismo en el mundo existirá el terreno social para el individualismo burgués y pequeñoburgués, para la adaptación reformista y surgirán intentos de diverso pelaje de comprometer los principios revolucionarios de organización.

El capitalismo se conforma plenamente con la existencia de multitud de distintos grupos que se proclaman “los más revolucionarios”, carentes de disciplina y de firme organización. Pero jamás se resignará con la existencia de un partido político organizado y disciplinado, con base proletaria, capaz de influir en las masas, promotor de una táctica a tono con las condiciones del país y que no pierde nunca del campo de visión su objetivo: el socialismo.

Al defender la pureza de su arma revolucionaria, al ser intransigente para con toda clase de intentos de socavar el principio del centralismo democrático, los partidos comunistas procuran ser capaces de dirigir las masas en cualquier situación y en todas las circunstancias. El partido no existe para sí, está al servicio de las masas.




Notas

[1] V. I. Lenin, Un paso adelante, dos pasos atrás, O.C., t. 8, pág. 389.

[2] V. I. Lenin, Un paso adelante, dos pasos atrás, O.C., t. 8, págs. 379-380.

[3] Robert P. Wolf, In Defense of Anarchism, New York, 1970, p. 72.

[4] V. I. Lenin, Acerca del Gobierno Provisional Revolucionario, O.C., t. 10, pág. 244.

[5] Paul Jacobs and Saul Landau, New Radicals: A Report with Documents, New York, 1966, p. 31.

[6] New Program of the Communist Party U.S.A., New York, 1970, p. 120.

[7] Jacques Sauvageot, Alain Geismar, Daniel Cohn-Bendit, Aufstand in Paris oder ist tn Frankreich eine Revolution möglich?, S. 20.

[8] Politics of the new left, California, 1971, p. 139.

[9] Adrien Dansette, Mai 1968, Paris, 1971, p. 76.

[10] Workers Press, 8.IV.1974.

[11] Robert Merle, Derrière la vitre, Paris, 1970, p. 46.

[12] Ibídem, págs. 158 y 159.

[13] Politisiche Studien, 1972, N° 201, S. 75.

[14] Partei Aufbauen, /West/ Berlin, 1972, S. 118.

[15] Ibídem, S. 129.

[16] Darum Kommunist. Gespräch mit einem jungen Kommunisten über seone Erfahrungen bei den Linksopportunisten, Frankfurt am Main, 1971, S. 6; Wiener Tagehuch, 1972, N° 1, S. 5.

[17] Partei Aufbauen, S. 138.

[18] XIII Congresso del Partito Communista Italiano. Atti e risoluzioni, Editori Riuniti, 1972, p. 228.

[19] Paul Jacob and Saul Landau, New Radicals: A Report with Documents, p. 279.

[20] Gus Hall, Crisis of Petty-Bourgeois Radicalism, Political Affairs, 1970, October, p. 7.

[21] André Gorz, Réforme et Révolution, Paris, 1969, pp. 54-55.

[22] Ernst Fischer, Franz Marek, Was Lenin wirklich sagte, S. 32.

[23] Ernst Fischer, Die Revolution ist anders, S. 43.

[24] Weg und Ziel, 1969, N° 11, S. 537.

[25] Wiener Tagebuch, 1973, N° 6, S. 17.

[26] Ibídem, 1972, N° 4, S. 11.

[27] Weg und Ziel, 1969, N° 6, S. 310.

[28] L'Humanité, 23.III.1974.

[29] L'Unità, 11.II.1974.

[30] Protokoll des Essener Parteitages der Deutschen Kommunistischen Partei DKP, Essen, Hamburg, 1969, 12 und 13 April 1969, S. 59.

[31] Weg und Ziel, 1974, N° 4, S. 137.

[32] Simone de Beauvoir, Les belles images, Paris, 1966, p. 32.

[33] Red Flag, 10.IV.1970.

[34] V. I. Lenin, Acerca de la diplomacia de Trotski y de una plataforma de los defensores del partido, O.C., t. 21, pág. 31.

[35] V. I. Lenin, El sentido histórico de la lucha interna en el partido en Rusia, O.C., t. 19, pág. 375.

[36] V. I. Lenin, Desmoronamiento del bloque de agosto, O.C., t. 25, pág. 3.

[37] V. I. Lenin, Acerca de una violación de la unidad que se encubre con gritos de unidad, O.C., t. 25, pág. 200.

[38] Como dijo figuradamente Y. Rudzutak, Trotski se hallaba en estado de guerra con el Comité Central y el partido o en estado de armisticio temporal, en vida de Lenin y después de Lenin. Véase P. Rodiónov, El colectivismo es él principio supremo de la dirección del partido, Moscú, 1974, pág. 158.

[39] Léo Figuères, Le trotskisme, cet antiléninisme, Paris, 1969, p. 185.

[40] Véase La lucha de los comunistas contra la ideología del trotskismo, Moscú, 1973, pág. 99.

[41] Ce que veut la Ligue communiste. Manifesté du Comité Central des 29 et 30 janvier, Paris, 1972, p. 46.

[42] La lucha de los comunistas contra la ideología del trotskismo, pág. 80.

[43] Die Partei Aufbauen, S. 89.

[44] 20e Congrès du Parti Communiste Français, Saint-Ouen, 13-17 Décembre 1972. Rapports, Interventions et Documents, Salutations et Messages, Paris, 1973, p. 449.

[45] XIII Congresso del Partito Communista Italiano. Atti e risoluzioni, Roma, 1971, p. 517-518.

[46] Organisationsstatut der Sozialdemokratischen Partei Deutschlands vom 11 Mai 1968, Jahrbuch del SPD 1968-1969, S. 485.

[47] Véase El XXIV Congreso del Partido Comunista da la Unión Soviética. Actas taquigráficas, t. 1, pág. 107.

[48] Roger Garaudy, L'alternative, Paris, 1972, p. 226.

[49] Revista Internacional, 1970, N° 6, pág. 23.

[50] V. I. Lenin, Libertad de critica y unidad de acción, O.C., t. 13, pág 129.

[51] Political Affairs, May 1969, N° 5, p. 29-33

[52] Protokoll des Essener Parteitages der Deutschen Kommunistischen Partei DKP, Essen, Hamburg, 1969, 12 und 13 April, S. 50.

[53] Cahiers d’histoire de l'Institut Maurice Thorez, N° 1, Novembre-Décembre 1972, pp. 119-130.

[54] France Nouvelle, 9-15 Avril 1974, p. 11.


Fuente: Basmanov, M. I. y Leybzon, V. I., Vanguardia revolucionaria. Problemas de la lucha ideológica, Editorial Progreso, Moscú, 1978, pp. 134-171.


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