V. I. Lenin — Materialismo y empiriocriticismo |
¿Qué es el conocimiento? ¿Cuáles son sus formas fundamentales y cuáles las leyes objetivas de la transición de la nesciencia al conocimiento, y de un conocimiento a otro, más profundo? ¿Qué es la verdad? ¿Cuál es el criterio de la verdad? ¿Por qué caminos y con qué métodos se alcanza la verdad y se corrigen los errores? De estas y otras cuestiones filosóficas se ocupa la teoría del conocimiento, llamada también gnoseología [1].
1. La dialéctica materialista es la teoría del conocimiento del marxismo-leninismo
Los problemas de la teoría del conocimiento surgieron a la par con la filosofía. El análisis de la naturaleza del conocimiento fue iniciado, ya en la filosofía de la Grecia antigua, por Demócrito, Platón, Aristóteles, los epicúreos, los escépticos y los estoicos. Más tarde, Bacon, Descartes, Locke, Espinosa, Leibniz, Kant, Diderot, Helvetius, Hegel, Feuerbach, Herzen, Chernishevski y otros filósofos hicieron una aportación sustancial al análisis de las peculiaridades del conocimiento.
El problema del conocimiento ocupa un lugar central en la filosofía marxista-leninista. El materialismo dialéctico patentiza la inconsistencia de las doctrinas filosóficas que niegan (o ponen en duda) por principio la cognoscibilidad de la realidad de la naturaleza o de la sociedad. Estas doctrinas, pese a las diferencias existentes entre ellas, pueden ser conceptuadas en conjunto de escepticismo filosófico (gnoseológico), como se denominaban principalmente en la antigüedad, o agnosticismo. Esta última denominación apareció a mediados del siglo XIX.
Expresaban ya ideas de escepticismo filosófico los filósofos griegos antiguos Pirrón, Carnéades y Enesidemo. Remitiéndose al hecho de que por cada cuestión teórica debatida se emiten opiniones opuestas, que se excluyen mutuamente, los escépticos antiguos llegaban a la conclusión de que la verdad es inalcanzable por principio y procuraban demostrar que ni las percepciones sensoriales ni las reglas de la lógica permiten conocer las cosas, que todo conocimiento no es más que una creencia. En la Edad Moderna, una serie de filósofos, entre ios que debe destacarse en primer orden al filósofo inglés del siglo XVIII David Hume, resucitó y desarrolló los argumentos del escepticismo antiguo. Afirmaba que todo conocimiento es, en esencia, desconocimiento. «La filosofía natural más perfecta —decía— sólo hace retroceder un poco los límites de nuestra ignorancia, y la más perfecta filosofía moral o metafísica nos ayuda únicamente, quizá, a descubrir nuevas esferas de ese desconocimiento. Así pues, el resultado de toda la filosofía es el conocimiento de la ceguera y la debilidad humanas...» [2] Hume recomendaba basar la actividad práctica no en el conocimiento, sino en la fe y la costumbre.
La variedad siguiente de agnosticismo es el kantismo. En primer lugar, Kant sometió a un análisis detallado el proceso cognoscitivo y sus diversos factores: los sentidos, el raciocinio y la razón. Este análisis representó una aportación importante a la gnoseología. Sin embargo, la orientación y la conclusión general de todos sus razonamientos teórico-cognoscitivos son equivocados. Kant descubrió el mundo complejo y contradictorio del conocimiento, pero lo separó de las cosas del mundo real. «No sabemos nada —decía— de cómo son (las cosas. —N. de la Edit.) en sí, sólo conocemos sus fenómenos, es decir, las sensaciones que producen en nosotros al influir en nuestros sentidos» [3].
Kant está en lo cierto al decir que el conocimiento empieza con la experiencia, con las sensaciones. Pero la experiencia, en su concepción, en lugar de unir al hombre y las cosas en sí, los aísla, por cuanto se presupone la presencia en la conciencia de formas de sensualidad y raciocinio existentes antes e independientemente de la experiencia (apriorísticas, preexperimentales). Según Kant, el conocimiento se forma de lo que proporcionan tanto la experiencia, como estas formas apriorísticas. El apriorismo lleva a Kant a un agnosticismo sin salida.
En la filosofía de los siglos XIX y XX no desaparece el agnosticismo. Es aceptado por distintas corrientes de la filosofía burguesa: en primer término, por el positivismo y por el machismo (una variedad suya), así como por el pragmatismo, afín a él. La filosofía burguesa moderna no ha aportado nada «original» a la argumentación del agnosticismo, limitándose a reproducir las ideas de Kant o de Hume y, con mayor frecuencia, a presentar como novísima conquista una mezcolanza de concepciones del uno y del otro.
¿Qué actitud mantiene el agnosticismo ante las dos líneas fundamentales de la filosofía: el materialismo y el idealismo? Es errónea la idea simplista de que todos los filósofos idealistas son agnósticos. Descartes, Leibniz, Hegel y otros no fueron agnósticos. Como señala Engels, Hegel refutó el agnosticismo «en la medida en que podía hacerse desde una posición idealista» [4]. Pero el idealista critica el agnosticismo de una manera inconsecuente: le hace concesiones y en la solución de diversos problemas cardinales de la gnoseología él mismo se inclina hacia el agnosticismo. Por otro lado, no todos los agnósticos son partidarios decididos y consecuentes del idealismo. Es frecuente que traten de adoptar una posición ambigua, de compromiso, en la lucha entre el materialismo y el idealismo. «Para el materialista —dice Lenin— es «efectivamente dado» el mundo exterior, del que nuestras sensaciones son la imagen. Para el idealista es «efectivamente dada» la sensación; en cuanto al mundo exterior, se le declara «complejo de sensaciones». Para el agnóstico es también «dada sin mediaciones» la sensación, pero el agnóstico no va más allá, ni hacia el reconocimiento materialista de la realidad del mundo exterior ni hacia el reconocimiento idealista del mundo como sensación nuestra» [5].
Al separar de la realidad objetiva el contenido de las sensaciones, percepciones y nociones del hombre, el agnosticismo como concepción teórico-cognoscitiva es idealismo en la solución del segundo aspecto del problema supremo de la filosofía. Cierto que quienes se llamaban agnósticos no siempre lo fueron en realidad. Algunos naturalistas de otros países —como el inglés T. Huxley, que fue precisamente quien introdujo el término de «agnosticismo» en el siglo XIX— declararon que eran «agnósticos», sin sustentar, en el fondo, las concepciones filosóficas del agnosticismo, En las condiciones de la sociedad burguesa, tras el término de «agnosticismo» podía ocultarse el materialismo naturalista, que velaba sus convicciones hostiles a la concepción religiosa sobre la falta de fundamento teórico de las suposiciones teológicas.
Es también contradictoria la actitud del agnosticismo ante la dialéctica y la metafísica. El agnosticismo interpretaba de manera subjetivista el carácter contradictorio del conocimiento. En efecto, en el proceso del conocimiento es necesario un tanto de escepticismo. El escepticismo filosófico ha entrañado desde la antigüedad cierta tendencia dialéctica. Los escépticos descubrieron con frecuencia la riqueza, la complejidad y el carácter contradictorio del proceso de avance del saber hacia la verdad. Pero el agnosticismo convierte en absoluto la movilidad y relatividad del conocimiento, y el escepticismo adquiere en él un carácter negativo. Los agnósticos se dan por satisfechos con establecer la relatividad del conocimiento así como su carácter contradictorio, y no van de ellos a las leyes del mundo objetivo. La separación de la dialéctica subjetiva (el movimiento del conocimiento) y objetiva (el movimiento de la materia) es la principal fuente gnoseológica del agnosticismo.
El agnosticismo fue objeto de una justa crítica desde que surgió. Sus adversarios pusieron al desnudo las contradicciones en ios razonamientos de los agnósticos y la absurdidad de sus conclusiones finales. Pero, con frecuencia, en la crítica del agnosticismo había antes más ingenio que argumentos capaces de mostrar la insolvencia de semejantes nociones filosóficas falsas. La idea agnóstica del conocimiento surge como un reflejo del carácter complejo y contradictorio del proceso cognoscitivo, de las dificultades con que se tropieza al determinar el criterio del conocimiento verdadero. Mas el agnosticismo refleja también la posición de sectores determinados de la sociedad y su concepción del mundo. Por eso, superar el agnosticismo presupone también resolver complejos problemas teórico-cognoscitivos y, al mismo tiempo, superar (descubrir y suprimir) sus raíces sociales. Pero ni el viejo materialismo contemplativo ni la dialéctica idealista pueden hacerlo. El agnosticismo sólo puede ser superado sobre la base de la dialéctica materialista, que es a la vez la teoría cognoscitiva del marxismo-leninismo.
Las bases de la gnoseología materialista dialéctica fueron formuladas por Lenin en su obra Materialismo y empiriocriticismo en los siguientes enunciados:
Expresaban ya ideas de escepticismo filosófico los filósofos griegos antiguos Pirrón, Carnéades y Enesidemo. Remitiéndose al hecho de que por cada cuestión teórica debatida se emiten opiniones opuestas, que se excluyen mutuamente, los escépticos antiguos llegaban a la conclusión de que la verdad es inalcanzable por principio y procuraban demostrar que ni las percepciones sensoriales ni las reglas de la lógica permiten conocer las cosas, que todo conocimiento no es más que una creencia. En la Edad Moderna, una serie de filósofos, entre ios que debe destacarse en primer orden al filósofo inglés del siglo XVIII David Hume, resucitó y desarrolló los argumentos del escepticismo antiguo. Afirmaba que todo conocimiento es, en esencia, desconocimiento. «La filosofía natural más perfecta —decía— sólo hace retroceder un poco los límites de nuestra ignorancia, y la más perfecta filosofía moral o metafísica nos ayuda únicamente, quizá, a descubrir nuevas esferas de ese desconocimiento. Así pues, el resultado de toda la filosofía es el conocimiento de la ceguera y la debilidad humanas...» [2] Hume recomendaba basar la actividad práctica no en el conocimiento, sino en la fe y la costumbre.
La variedad siguiente de agnosticismo es el kantismo. En primer lugar, Kant sometió a un análisis detallado el proceso cognoscitivo y sus diversos factores: los sentidos, el raciocinio y la razón. Este análisis representó una aportación importante a la gnoseología. Sin embargo, la orientación y la conclusión general de todos sus razonamientos teórico-cognoscitivos son equivocados. Kant descubrió el mundo complejo y contradictorio del conocimiento, pero lo separó de las cosas del mundo real. «No sabemos nada —decía— de cómo son (las cosas. —N. de la Edit.) en sí, sólo conocemos sus fenómenos, es decir, las sensaciones que producen en nosotros al influir en nuestros sentidos» [3].
Kant está en lo cierto al decir que el conocimiento empieza con la experiencia, con las sensaciones. Pero la experiencia, en su concepción, en lugar de unir al hombre y las cosas en sí, los aísla, por cuanto se presupone la presencia en la conciencia de formas de sensualidad y raciocinio existentes antes e independientemente de la experiencia (apriorísticas, preexperimentales). Según Kant, el conocimiento se forma de lo que proporcionan tanto la experiencia, como estas formas apriorísticas. El apriorismo lleva a Kant a un agnosticismo sin salida.
En la filosofía de los siglos XIX y XX no desaparece el agnosticismo. Es aceptado por distintas corrientes de la filosofía burguesa: en primer término, por el positivismo y por el machismo (una variedad suya), así como por el pragmatismo, afín a él. La filosofía burguesa moderna no ha aportado nada «original» a la argumentación del agnosticismo, limitándose a reproducir las ideas de Kant o de Hume y, con mayor frecuencia, a presentar como novísima conquista una mezcolanza de concepciones del uno y del otro.
¿Qué actitud mantiene el agnosticismo ante las dos líneas fundamentales de la filosofía: el materialismo y el idealismo? Es errónea la idea simplista de que todos los filósofos idealistas son agnósticos. Descartes, Leibniz, Hegel y otros no fueron agnósticos. Como señala Engels, Hegel refutó el agnosticismo «en la medida en que podía hacerse desde una posición idealista» [4]. Pero el idealista critica el agnosticismo de una manera inconsecuente: le hace concesiones y en la solución de diversos problemas cardinales de la gnoseología él mismo se inclina hacia el agnosticismo. Por otro lado, no todos los agnósticos son partidarios decididos y consecuentes del idealismo. Es frecuente que traten de adoptar una posición ambigua, de compromiso, en la lucha entre el materialismo y el idealismo. «Para el materialista —dice Lenin— es «efectivamente dado» el mundo exterior, del que nuestras sensaciones son la imagen. Para el idealista es «efectivamente dada» la sensación; en cuanto al mundo exterior, se le declara «complejo de sensaciones». Para el agnóstico es también «dada sin mediaciones» la sensación, pero el agnóstico no va más allá, ni hacia el reconocimiento materialista de la realidad del mundo exterior ni hacia el reconocimiento idealista del mundo como sensación nuestra» [5].
Al separar de la realidad objetiva el contenido de las sensaciones, percepciones y nociones del hombre, el agnosticismo como concepción teórico-cognoscitiva es idealismo en la solución del segundo aspecto del problema supremo de la filosofía. Cierto que quienes se llamaban agnósticos no siempre lo fueron en realidad. Algunos naturalistas de otros países —como el inglés T. Huxley, que fue precisamente quien introdujo el término de «agnosticismo» en el siglo XIX— declararon que eran «agnósticos», sin sustentar, en el fondo, las concepciones filosóficas del agnosticismo, En las condiciones de la sociedad burguesa, tras el término de «agnosticismo» podía ocultarse el materialismo naturalista, que velaba sus convicciones hostiles a la concepción religiosa sobre la falta de fundamento teórico de las suposiciones teológicas.
Es también contradictoria la actitud del agnosticismo ante la dialéctica y la metafísica. El agnosticismo interpretaba de manera subjetivista el carácter contradictorio del conocimiento. En efecto, en el proceso del conocimiento es necesario un tanto de escepticismo. El escepticismo filosófico ha entrañado desde la antigüedad cierta tendencia dialéctica. Los escépticos descubrieron con frecuencia la riqueza, la complejidad y el carácter contradictorio del proceso de avance del saber hacia la verdad. Pero el agnosticismo convierte en absoluto la movilidad y relatividad del conocimiento, y el escepticismo adquiere en él un carácter negativo. Los agnósticos se dan por satisfechos con establecer la relatividad del conocimiento así como su carácter contradictorio, y no van de ellos a las leyes del mundo objetivo. La separación de la dialéctica subjetiva (el movimiento del conocimiento) y objetiva (el movimiento de la materia) es la principal fuente gnoseológica del agnosticismo.
El agnosticismo fue objeto de una justa crítica desde que surgió. Sus adversarios pusieron al desnudo las contradicciones en ios razonamientos de los agnósticos y la absurdidad de sus conclusiones finales. Pero, con frecuencia, en la crítica del agnosticismo había antes más ingenio que argumentos capaces de mostrar la insolvencia de semejantes nociones filosóficas falsas. La idea agnóstica del conocimiento surge como un reflejo del carácter complejo y contradictorio del proceso cognoscitivo, de las dificultades con que se tropieza al determinar el criterio del conocimiento verdadero. Mas el agnosticismo refleja también la posición de sectores determinados de la sociedad y su concepción del mundo. Por eso, superar el agnosticismo presupone también resolver complejos problemas teórico-cognoscitivos y, al mismo tiempo, superar (descubrir y suprimir) sus raíces sociales. Pero ni el viejo materialismo contemplativo ni la dialéctica idealista pueden hacerlo. El agnosticismo sólo puede ser superado sobre la base de la dialéctica materialista, que es a la vez la teoría cognoscitiva del marxismo-leninismo.
Las bases de la gnoseología materialista dialéctica fueron formuladas por Lenin en su obra Materialismo y empiriocriticismo en los siguientes enunciados:
«1) Existen cosas independientemente de nuestra conciencia, independientemente de nuestra sensación, fuera de nosotros...
2) No existe, ni puede existir, absolutamente ninguna diferencia de principio entre el fenómeno y la cosa en sí. Existe simplemente diferencia entre lo que es conocido y lo que aún no es conocido...
3) En la teoría del conocimiento, como en todos los otros dominios de la ciencia, hay que razonar con dialéctica, o sea, no suponer jamás que nuestro conocimiento es acabado e inmutable, sino indagar de qué manera el conocimiento nace de la ignorancia, de qué manera el conocimiento incompleto e inexacto llega a ser más completo y más exacto» [6].
La gnoseología debe al marxismo dos cosas que cambiaron de raíz su fisonomía: 1) la extensión de la dialéctica materialista al terreno del conocimiento; 2) la introducción de la práctica en la gnoseología como base y criterio de la veracidad del saber. La dialéctica materialista acabó con el aislamiento y la separación entre las leyes del mundo objetivo y las leyes del pensamiento, pasando a ser la ciencia de las leyes más generales del movimiento, tanto del mundo exterior como del pensamiento humano. Como decía Engels, «dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza —y hasta hoy también, en la mayor parte, en la historia humana— estas leyes se abren paso de un modo inconsciente...» [7]
La dialéctica subjetiva del conocimiento es, por tanto, un reflejo de las leyes objetivas intrínsecas e inherentes a la realidad objetiva en el proceso cognoscitivo de ésta. La base de tal proceso cognoscitivo es la práctica social.
La dialéctica subjetiva del conocimiento es, por tanto, un reflejo de las leyes objetivas intrínsecas e inherentes a la realidad objetiva en el proceso cognoscitivo de ésta. La base de tal proceso cognoscitivo es la práctica social.
2. Sujeto y objeto
El conocimiento no existe en la cabeza del hombre desde el comienzo mismo, sino que se adquiere en el transcurso de su vida, es resultado de su actividad práctica. El proceso de enriquecimiento del hombre con nuevos conocimientos es lo que se denomina cognición.
Para comprender la esencia y las leyes de la cognición es necesario determinar quién es el sujeto, es decir, quién conoce la realidad objetiva. Podría parecer que eso no es un problema, que se comprende por sí mismo que el sujeto de la cognición es el hombre. Pero, en primer lugar, en la historia de la filosofía hay pensadores que consideran imposible por principio que el hombre conozca la esencia de las cosas. En segundo lugar, en nuestros días se ha extendido la opinión de que la cognición y una de sus formas —el pensamiento teórico— son propias no sólo de los hombres, sino también de los dispositivos creados por él, como, por ejemplo, las computadoras electrónicas. Por último, no basta con la simple afirmación de que el hombre es el sujeto de la cognición. Es preciso, además, dilucidar qué es lo que le hace ser así.
Es sabido que ya Feuerbach criticó la concepción idealista de que la conciencia es el sujeto del conocimiento, señalando justamente que la conciencia es un predicado, una propiedad del hombre. Para Feuerbach, el hombre es un ser físico, corpóreo, que habita en el espacio y en el tiempo y que, en virtud de su naturaleza material, posee la facultad de conocer la realidad. Podría creerse que Feuerbach, en su concepción del conocimiento, tiene en cuenta al hombre concreto poseedor de esencia natural. No obstante, el hombre resulta en la doctrina de Feuerbach sólo un ser natural, y no un ser social en desarrollo histórico. Marx y Engels dicen que Feuerbach «no llega nunca hasta el hombre realmente existente, hasta el hombre activo, sino que se detiene en el concepto abstracto de «el hombre» y sólo consigue reconocer en la sensación «el hombre real, individual, corpóreo»...» [8]
¿Cómo adquiere el hombre su esencia concreta, real? Al hombre le son inherentes las propiedades del sujeto natural directo, incluida la sensibilidad; pero él mismo crea su segunda naturaleza, su naturaleza social: la cultura, la civilización; por medio del trabajo se crea a sí mismo, no simplemente apropiándose de los objetos de la naturaleza, sino modificándolos de conformidad con sus necesidades. El hombre puede hacer eso únicamente siendo un sujeto social, encontrándose en determinadas relaciones con sus semejantes. «El hombre —decía Marx— no es un ser abstracto que se encuentre fuera del mundo. El hombre es el mundo del hombre, el Estado, la sociedad» [9]. Fuera de la sociedad no existe el hombre y, por consiguiente, tampoco existe el sujeto de la cognición.
Los hombres aislados pueden ser sujetos de la cognición gracias únicamente a que establecen entre sí determinadas relaciones sociales y dominan los instrumentos y medios de producción a su alcance en un grado concreto de organización social.
Así pues, el proceso cognoscitivo depende, en el plano histórico, de la estructura que han tomado las dotes cognoscitivas del hombre y del nivel alcanzado por el desarrollo del conocimiento, el cual depende, a su vez, de las condiciones sociales existentes. El idealismo objetivo, al mostrar que la conciencia en la sociedad no depende de ningún hombre concreto, falseó esta peculiaridad, tomando el resultado conjunto de la actividad humana, registrado en las formas de la conciencia, y presentándolo como una esencia independiente que se mueve de acuerdo con su propia lógica. Por eso, el pensamiento resultó separado no sólo de su portador concreto —el sujeto— sino también del objeto, que se encuentra fuera del sujeto de los objetos y fenómenos.
Mas para la cognición son imprescindibles tanto el sujeto como el objeto con que el primero (el hombre) se halla en acción recíproca. Los fenómenos y procesos de la realidad objetiva existen independientemente de la conciencia. Se puede juzgar del propio sujeto de la cognición —el hombre— por lo que constituye el objeto de su conocimiento y de su práctica. Veamos un ejemplo. El electrón, aunque existía como realidad en tiempos no sólo de Demócrito y Aristóteles, sino incluso de Galileo y Newton, no figuraba en el campo de la actividad cognoscitiva del hombre, que entonces era incapaz de descubrirlo como objeto de su pensamiento y de su acción. Sólo conociendo el grado de desarrollo de la sociedad se puede llegar a la conclusión de qué objeto de la naturaleza se convertirá en objeto de la actividad cognoscitiva de los hombres, es decir, en elemento de la vida social. El nivel de la práctica social, pongamos por caso, es hoy tal que en la esfera de la actividad humana está entrando paulatinamente la conquista práctica del espacio cósmico que rodea nuestra Tierra y de otros planetas del sistema solar.
El hombre vive, en grado mayor o menor, en la naturaleza humanizada. Incorpora nuevos y nuevos fenómenos de la naturaleza a la órbita de su existencia, transformándolos en objetos de su actividad. Por consiguiente, el mundo humano se amplía y profundiza. Marx criticaba con las siguientes palabras la noción que tenía Feuerbach de la realidad: «No ve que el mundo sensible que le rodea no es algo directamente dado desde toda su eternidad y constantemente igual a sí mismo, sino el producto de la industria y del estado social. Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue transplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio, y, por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la «certeza sensorial» de Feuerbach» [10].
Así pues, gran parte de los objetos de cognición son fenómenos de la naturaleza transformada por la humanidad. Estos objetos de cognición se hallan en cierta dependencia de la actividad práctica del hombre. Por medio de esta actividad se crea la cultura, uno de cuyos elementos es el conocimiento.
El influjo que ejercen en el hombre los objetos de la naturaleza y los procesos sociales es una condición de la cognición. Ahora bien, el conocimiento se desarrolla porque el hombre, con su acción, interviene en los fenómenos objetivos y los transforma, experimentando en sí mismo su influencia. La esencia del conocimiento humano sólo puede ser comprendida si se extrae éste de las peculiaridades de la acción recíproca práctica del sujeto y el objeto.
La humanidad y la naturaleza son dos sistemas de diferente cualidad, pero ambos materiales. El hombre es un ser social y material y actúa de manera material. La existencia en él de conciencia y voluntad ejerce una influencia sustancial en esa interacción, pero esta última no pierde su naturaleza material. El hombre actúa con todos sus medios, con instrumentos naturales y artificiales, en los fenómenos y en las cosas de la naturaleza, transformándolos y al mismo tiempo, transformándose. Esta actividad material concreta de los hombres se denomina práctica.
El concepto de práctica es fundamental no sólo para la teoría gnoseológica del marxismo-leninismo, sino también para la filosofía marxista-leninista en su conjunto. La producción social es la forma de mayor importancia de la actividad práctica de los hombres. Pero no se debe limitar la actividad práctica a la sola esfera de la producción. En ese caso, el hombre se transforma sólo en un ser económico, que satisface por medio del trabajo sus necesidades de alimentos, ropa, vivienda, etc., y su conciencia adquiere un carácter puramente técnico. La práctica, entendida en el sentido más amplio, abarca todo el conjunto de formas materiales de la actividad humana, todos los aspectos de la existencia social del hombre, en el proceso de la cual se crea la cultura material y espiritual, incluidos fenómenos sociales como la lucha de clases y el progreso del arte y de la ciencia.
En su actividad laboral, productiva, el hombre adopta ante la naturaleza una actitud diferente a la de cualquier animal. Este último se limita a tomar de la naturaleza lo que él o sus cachorros necesitan directamente. El hombre, en cambio, crea lo que no existe en la naturaleza; crea con arreglo a sus medidas y proporciones, de conformidad con las demandas sociales y los objetivos que surgen y se desarrollan. Mas la actividad de este tipo es imposible sin la conciencia.
El trabajo, la producción, es el fundamento de todas las formas de actividad material del hombre, que engendran un fenómeno como la cognición de las cosas, de los procesos y leyes de la realidad objetiva. Al principio, el conocimiento no se separaba de la producción material, sino que estaba directamente entrelazado con ella. Pero después, en el proceso de desarrollo de la civilización, la producción de ideas se separó de la producción de cosas y el proceso cognoscitivo se transformó en una actividad humana independiente, teórica, que tiene su objeto y su especificidad. Sobre esta base surgió luego la contraposición de la teoría y la práctica, la contradicción entre ellas, superable del modo indicado por la filosofía marxista-leninista.
Al dilucidar la relación mutua entre la actividad teórica y la práctica se puede comprobar la dependencia de la teoría respecto de la práctica y, a la vez, su independencia relativa. La dependencia del conocimiento respecto de la práctica nos explica la naturaleza sociohistórica del primero. En el conocimiento, todos los aspectos están concadenados y determinados por la sociedad. El sujeto de la cognición es el hombre en su esencia social; el objeto, las cosas de la naturaleza o los fenómenos sociales, destacados mentalmente por el conocimiento o prácticamente por la actividad material del hombre.
El hombre ha heredado de la naturaleza premisas biológicas, que son condiciones del funcionamiento de la cognición. Esas premisas tienen la forma de sistema nervioso bastante desarrollado y de cerebro. Mas los órganos naturales del hombre han modificado su finalidad y su función en el proceso del desarrollo social. «Vemos, pues —dijo Engels—, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él» [11]. Gracias precisamente a la actividad social, los órganos de los sentidos, el cerebro y las manos del hombre han sido capaces de crear maravillas como los cuadros y las estatuas de los grandes artistas, las producciones de los músicos geniales y las obras maestras de la literatura, la ciencia y la filosofía.
De la naturaleza social de la cognición se deduce que el origen de su desarrollo son los cambios en la actividad material del hombre y en las necesidades sociales que determinan la finalidad del conocimiento, su objeto, y estimulan a los seres humanos a dominarlos teóricamente más a fondo cada día.
La independencia relativa del conocimiento le permite ir algo más lejos de las demandas directas de la práctica, adelantar a ésta, prever nuevos fenómenos e influir activamente en los distintos ámbitos de la vida humana, incluida la producción. Por ejemplo, la teoría de la estructura compleja del átomo surgió antes de que la sociedad se señalase conscientemente el objetivo de aprovechar en la práctica la energía intraatómica.
El conocimiento se anticipa a la práctica, y eso se debe, por una parte, al desarrollo de la práctica social, y por otra, a las leyes específicas del desarrollo. Debe destacarse, a este respecto, que el nexo del conocimiento con las tareas prácticas que se señalan el hombre y la humanidad tiene a menudo un carácter complejo, mediato. Por ejemplo, los resultados de las investigaciones matemáticas modernas son aplicados, ante todo, en otras ramas de la ciencia —la física, la química, etc.— y sólo después en la técnica y la tecnología de la producción.
Es posible, naturalmente, un divorcio entre la actividad teórica y la práctica. Eso puede conducir a transformar la cognición en un sistema encerrado en sí mismo, sin salida a la actividad práctica del hombre. En tal caso, el saber puede perder la conexión con su objeto y, por ello, verse privado de su función principal: enriquecer a los hombres con nuevos conocimientos que les ayuden a dominar los procesos objetivos y ponerlos a su servicio. De ahí que el recurso sistemático de la cognición a la práctica sea garantía de su objetividad, de su penetración, cada día más a fondo, en la esencia de las cosas y de los procesos de la realidad objetiva.
El conocimiento es resultado del proceso cognoscitivo. El concepto de conocimiento es muy complejo y tiene gran contenido. Numerosos gnoseólogos dedicados al análisis del conocimiento intentaron destacar bien uno o bien otro de sus aspectos y presentarlo como manifestación de toda la naturaleza del saber. Esta unilateralidad dio lugar a que se perdieran de vista importantísimos factores que constituyen la esencia del conocimiento. Y a consecuencia de ello, las nociones sobre él resultaron deficientes y, a veces, incluso tergiversadas.
La definición del conocimiento señala su lugar en el proceso de la vida social de los hombres. En el conocimiento, el hombre asimila teóricamente el objeto y lo transforma idealmente. El conocimiento es ideal con respecto al objeto, que se encuentra fuera de él. No es la propia cosa, propiedad o fenómeno cognoscible, sino la forma de asimilación de la realidad, la facultad del hombre de reproducir en sus pensamientos, fines y deseos las cosas y los procesos y operar con sus imágenes y conceptos.
Por consiguiente, el conocimiento, siendo ideal, no existe como cosas sensorial-materiales o como copias y huellas materiales suyas, sino como algo opuesto a lo material, como un aspecto de la interacción concreta del sujeto y el objeto, como una forma de la actividad humana. El conocimiento, como ideal, está implícito en lo material, en el funcionamiento del sistema nervioso, en los signos o símbolos (palabras, símbolos materiales y otros) creados por el hombre. Como resultado precisamente de eso se crean las ideas, en las cuales se expresa la asimilación espiritual de los objetos por el hombre, se crean las imágenes de las cosas y los objetos existentes y posibles.
Al revelar las peculiaridades del conocimiento como conjunto de ideas hay que plantear el problema de su contenido, de su relación con la realidad objetiva. La solución materialista dialéctica de este problema fue formulada por Marx, de manera general, en los siguientes términos: «Lo ideal no es más que lo material traducido y transpuesto a la cabeza del hombre» [12].
La relación del conocimiento con la realidad objetiva está expresada en el concepto de reflejo. Este concepto fue adelantado por la filosofía ya en la antigüedad. Los materialistas de la Edad Moderna elaboraban este principio, enriqueciéndolo con un nuevo contenido, pero, a la vez, lo interpretaban a menudo en el espíritu mecanicista: el reflejo era concebido como el influjo de los objetos en el hombre, cuyos órganos de los sentidos graban su forma, lo mismo que la cera.
Aunque el reflejo no es un concepto específico exclusivamente de la gnoseología marxista-leninista, ocupó su lugar en ella, fue reconsiderado y adquirió un nuevo contenido. ¿Por qué es necesario este concepto para revelar las peculiaridades del conocimiento? Cuando se trata del contenido del conocimiento, de su origen y de cómo y de qué forma está relacionado con la realidad objetiva es imposible sustentar las posiciones del materialismo sin concebir el conocimiento como un reflejo de las cosas, las propiedades y las leyes de la realidad objetiva.
En la teoría gnoseológica, el materialismo arranca de que la realidad objetiva existe independientemente de la conciencia del hombre y puede ser conocida. El concepto de reflejo está vinculado justamente a la admisión de la realidad objetiva, que forma parte del conocimiento. El conocimiento refleja el objeto. Esto significa que el sujeto crea formas de actividad mental determinadas, en fin de cuentas, por la naturaleza, las propiedades y las leyes del objeto dado; es decir, el contenido del conocimiento es objetivo.
Para comprender la esencia y las leyes de la cognición es necesario determinar quién es el sujeto, es decir, quién conoce la realidad objetiva. Podría parecer que eso no es un problema, que se comprende por sí mismo que el sujeto de la cognición es el hombre. Pero, en primer lugar, en la historia de la filosofía hay pensadores que consideran imposible por principio que el hombre conozca la esencia de las cosas. En segundo lugar, en nuestros días se ha extendido la opinión de que la cognición y una de sus formas —el pensamiento teórico— son propias no sólo de los hombres, sino también de los dispositivos creados por él, como, por ejemplo, las computadoras electrónicas. Por último, no basta con la simple afirmación de que el hombre es el sujeto de la cognición. Es preciso, además, dilucidar qué es lo que le hace ser así.
Es sabido que ya Feuerbach criticó la concepción idealista de que la conciencia es el sujeto del conocimiento, señalando justamente que la conciencia es un predicado, una propiedad del hombre. Para Feuerbach, el hombre es un ser físico, corpóreo, que habita en el espacio y en el tiempo y que, en virtud de su naturaleza material, posee la facultad de conocer la realidad. Podría creerse que Feuerbach, en su concepción del conocimiento, tiene en cuenta al hombre concreto poseedor de esencia natural. No obstante, el hombre resulta en la doctrina de Feuerbach sólo un ser natural, y no un ser social en desarrollo histórico. Marx y Engels dicen que Feuerbach «no llega nunca hasta el hombre realmente existente, hasta el hombre activo, sino que se detiene en el concepto abstracto de «el hombre» y sólo consigue reconocer en la sensación «el hombre real, individual, corpóreo»...» [8]
¿Cómo adquiere el hombre su esencia concreta, real? Al hombre le son inherentes las propiedades del sujeto natural directo, incluida la sensibilidad; pero él mismo crea su segunda naturaleza, su naturaleza social: la cultura, la civilización; por medio del trabajo se crea a sí mismo, no simplemente apropiándose de los objetos de la naturaleza, sino modificándolos de conformidad con sus necesidades. El hombre puede hacer eso únicamente siendo un sujeto social, encontrándose en determinadas relaciones con sus semejantes. «El hombre —decía Marx— no es un ser abstracto que se encuentre fuera del mundo. El hombre es el mundo del hombre, el Estado, la sociedad» [9]. Fuera de la sociedad no existe el hombre y, por consiguiente, tampoco existe el sujeto de la cognición.
Los hombres aislados pueden ser sujetos de la cognición gracias únicamente a que establecen entre sí determinadas relaciones sociales y dominan los instrumentos y medios de producción a su alcance en un grado concreto de organización social.
Así pues, el proceso cognoscitivo depende, en el plano histórico, de la estructura que han tomado las dotes cognoscitivas del hombre y del nivel alcanzado por el desarrollo del conocimiento, el cual depende, a su vez, de las condiciones sociales existentes. El idealismo objetivo, al mostrar que la conciencia en la sociedad no depende de ningún hombre concreto, falseó esta peculiaridad, tomando el resultado conjunto de la actividad humana, registrado en las formas de la conciencia, y presentándolo como una esencia independiente que se mueve de acuerdo con su propia lógica. Por eso, el pensamiento resultó separado no sólo de su portador concreto —el sujeto— sino también del objeto, que se encuentra fuera del sujeto de los objetos y fenómenos.
Mas para la cognición son imprescindibles tanto el sujeto como el objeto con que el primero (el hombre) se halla en acción recíproca. Los fenómenos y procesos de la realidad objetiva existen independientemente de la conciencia. Se puede juzgar del propio sujeto de la cognición —el hombre— por lo que constituye el objeto de su conocimiento y de su práctica. Veamos un ejemplo. El electrón, aunque existía como realidad en tiempos no sólo de Demócrito y Aristóteles, sino incluso de Galileo y Newton, no figuraba en el campo de la actividad cognoscitiva del hombre, que entonces era incapaz de descubrirlo como objeto de su pensamiento y de su acción. Sólo conociendo el grado de desarrollo de la sociedad se puede llegar a la conclusión de qué objeto de la naturaleza se convertirá en objeto de la actividad cognoscitiva de los hombres, es decir, en elemento de la vida social. El nivel de la práctica social, pongamos por caso, es hoy tal que en la esfera de la actividad humana está entrando paulatinamente la conquista práctica del espacio cósmico que rodea nuestra Tierra y de otros planetas del sistema solar.
El hombre vive, en grado mayor o menor, en la naturaleza humanizada. Incorpora nuevos y nuevos fenómenos de la naturaleza a la órbita de su existencia, transformándolos en objetos de su actividad. Por consiguiente, el mundo humano se amplía y profundiza. Marx criticaba con las siguientes palabras la noción que tenía Feuerbach de la realidad: «No ve que el mundo sensible que le rodea no es algo directamente dado desde toda su eternidad y constantemente igual a sí mismo, sino el producto de la industria y del estado social. Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue transplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio, y, por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la «certeza sensorial» de Feuerbach» [10].
Así pues, gran parte de los objetos de cognición son fenómenos de la naturaleza transformada por la humanidad. Estos objetos de cognición se hallan en cierta dependencia de la actividad práctica del hombre. Por medio de esta actividad se crea la cultura, uno de cuyos elementos es el conocimiento.
3. La práctica. Carácter sociohistórico del conocimiento
El influjo que ejercen en el hombre los objetos de la naturaleza y los procesos sociales es una condición de la cognición. Ahora bien, el conocimiento se desarrolla porque el hombre, con su acción, interviene en los fenómenos objetivos y los transforma, experimentando en sí mismo su influencia. La esencia del conocimiento humano sólo puede ser comprendida si se extrae éste de las peculiaridades de la acción recíproca práctica del sujeto y el objeto.
La humanidad y la naturaleza son dos sistemas de diferente cualidad, pero ambos materiales. El hombre es un ser social y material y actúa de manera material. La existencia en él de conciencia y voluntad ejerce una influencia sustancial en esa interacción, pero esta última no pierde su naturaleza material. El hombre actúa con todos sus medios, con instrumentos naturales y artificiales, en los fenómenos y en las cosas de la naturaleza, transformándolos y al mismo tiempo, transformándose. Esta actividad material concreta de los hombres se denomina práctica.
El concepto de práctica es fundamental no sólo para la teoría gnoseológica del marxismo-leninismo, sino también para la filosofía marxista-leninista en su conjunto. La producción social es la forma de mayor importancia de la actividad práctica de los hombres. Pero no se debe limitar la actividad práctica a la sola esfera de la producción. En ese caso, el hombre se transforma sólo en un ser económico, que satisface por medio del trabajo sus necesidades de alimentos, ropa, vivienda, etc., y su conciencia adquiere un carácter puramente técnico. La práctica, entendida en el sentido más amplio, abarca todo el conjunto de formas materiales de la actividad humana, todos los aspectos de la existencia social del hombre, en el proceso de la cual se crea la cultura material y espiritual, incluidos fenómenos sociales como la lucha de clases y el progreso del arte y de la ciencia.
En su actividad laboral, productiva, el hombre adopta ante la naturaleza una actitud diferente a la de cualquier animal. Este último se limita a tomar de la naturaleza lo que él o sus cachorros necesitan directamente. El hombre, en cambio, crea lo que no existe en la naturaleza; crea con arreglo a sus medidas y proporciones, de conformidad con las demandas sociales y los objetivos que surgen y se desarrollan. Mas la actividad de este tipo es imposible sin la conciencia.
El trabajo, la producción, es el fundamento de todas las formas de actividad material del hombre, que engendran un fenómeno como la cognición de las cosas, de los procesos y leyes de la realidad objetiva. Al principio, el conocimiento no se separaba de la producción material, sino que estaba directamente entrelazado con ella. Pero después, en el proceso de desarrollo de la civilización, la producción de ideas se separó de la producción de cosas y el proceso cognoscitivo se transformó en una actividad humana independiente, teórica, que tiene su objeto y su especificidad. Sobre esta base surgió luego la contraposición de la teoría y la práctica, la contradicción entre ellas, superable del modo indicado por la filosofía marxista-leninista.
Al dilucidar la relación mutua entre la actividad teórica y la práctica se puede comprobar la dependencia de la teoría respecto de la práctica y, a la vez, su independencia relativa. La dependencia del conocimiento respecto de la práctica nos explica la naturaleza sociohistórica del primero. En el conocimiento, todos los aspectos están concadenados y determinados por la sociedad. El sujeto de la cognición es el hombre en su esencia social; el objeto, las cosas de la naturaleza o los fenómenos sociales, destacados mentalmente por el conocimiento o prácticamente por la actividad material del hombre.
El hombre ha heredado de la naturaleza premisas biológicas, que son condiciones del funcionamiento de la cognición. Esas premisas tienen la forma de sistema nervioso bastante desarrollado y de cerebro. Mas los órganos naturales del hombre han modificado su finalidad y su función en el proceso del desarrollo social. «Vemos, pues —dijo Engels—, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él» [11]. Gracias precisamente a la actividad social, los órganos de los sentidos, el cerebro y las manos del hombre han sido capaces de crear maravillas como los cuadros y las estatuas de los grandes artistas, las producciones de los músicos geniales y las obras maestras de la literatura, la ciencia y la filosofía.
De la naturaleza social de la cognición se deduce que el origen de su desarrollo son los cambios en la actividad material del hombre y en las necesidades sociales que determinan la finalidad del conocimiento, su objeto, y estimulan a los seres humanos a dominarlos teóricamente más a fondo cada día.
La independencia relativa del conocimiento le permite ir algo más lejos de las demandas directas de la práctica, adelantar a ésta, prever nuevos fenómenos e influir activamente en los distintos ámbitos de la vida humana, incluida la producción. Por ejemplo, la teoría de la estructura compleja del átomo surgió antes de que la sociedad se señalase conscientemente el objetivo de aprovechar en la práctica la energía intraatómica.
El conocimiento se anticipa a la práctica, y eso se debe, por una parte, al desarrollo de la práctica social, y por otra, a las leyes específicas del desarrollo. Debe destacarse, a este respecto, que el nexo del conocimiento con las tareas prácticas que se señalan el hombre y la humanidad tiene a menudo un carácter complejo, mediato. Por ejemplo, los resultados de las investigaciones matemáticas modernas son aplicados, ante todo, en otras ramas de la ciencia —la física, la química, etc.— y sólo después en la técnica y la tecnología de la producción.
Es posible, naturalmente, un divorcio entre la actividad teórica y la práctica. Eso puede conducir a transformar la cognición en un sistema encerrado en sí mismo, sin salida a la actividad práctica del hombre. En tal caso, el saber puede perder la conexión con su objeto y, por ello, verse privado de su función principal: enriquecer a los hombres con nuevos conocimientos que les ayuden a dominar los procesos objetivos y ponerlos a su servicio. De ahí que el recurso sistemático de la cognición a la práctica sea garantía de su objetividad, de su penetración, cada día más a fondo, en la esencia de las cosas y de los procesos de la realidad objetiva.
4. El conocimiento como asimilación espiritual de la realidad. Principio del reflejo
El conocimiento es resultado del proceso cognoscitivo. El concepto de conocimiento es muy complejo y tiene gran contenido. Numerosos gnoseólogos dedicados al análisis del conocimiento intentaron destacar bien uno o bien otro de sus aspectos y presentarlo como manifestación de toda la naturaleza del saber. Esta unilateralidad dio lugar a que se perdieran de vista importantísimos factores que constituyen la esencia del conocimiento. Y a consecuencia de ello, las nociones sobre él resultaron deficientes y, a veces, incluso tergiversadas.
La definición del conocimiento señala su lugar en el proceso de la vida social de los hombres. En el conocimiento, el hombre asimila teóricamente el objeto y lo transforma idealmente. El conocimiento es ideal con respecto al objeto, que se encuentra fuera de él. No es la propia cosa, propiedad o fenómeno cognoscible, sino la forma de asimilación de la realidad, la facultad del hombre de reproducir en sus pensamientos, fines y deseos las cosas y los procesos y operar con sus imágenes y conceptos.
Por consiguiente, el conocimiento, siendo ideal, no existe como cosas sensorial-materiales o como copias y huellas materiales suyas, sino como algo opuesto a lo material, como un aspecto de la interacción concreta del sujeto y el objeto, como una forma de la actividad humana. El conocimiento, como ideal, está implícito en lo material, en el funcionamiento del sistema nervioso, en los signos o símbolos (palabras, símbolos materiales y otros) creados por el hombre. Como resultado precisamente de eso se crean las ideas, en las cuales se expresa la asimilación espiritual de los objetos por el hombre, se crean las imágenes de las cosas y los objetos existentes y posibles.
Al revelar las peculiaridades del conocimiento como conjunto de ideas hay que plantear el problema de su contenido, de su relación con la realidad objetiva. La solución materialista dialéctica de este problema fue formulada por Marx, de manera general, en los siguientes términos: «Lo ideal no es más que lo material traducido y transpuesto a la cabeza del hombre» [12].
La relación del conocimiento con la realidad objetiva está expresada en el concepto de reflejo. Este concepto fue adelantado por la filosofía ya en la antigüedad. Los materialistas de la Edad Moderna elaboraban este principio, enriqueciéndolo con un nuevo contenido, pero, a la vez, lo interpretaban a menudo en el espíritu mecanicista: el reflejo era concebido como el influjo de los objetos en el hombre, cuyos órganos de los sentidos graban su forma, lo mismo que la cera.
Aunque el reflejo no es un concepto específico exclusivamente de la gnoseología marxista-leninista, ocupó su lugar en ella, fue reconsiderado y adquirió un nuevo contenido. ¿Por qué es necesario este concepto para revelar las peculiaridades del conocimiento? Cuando se trata del contenido del conocimiento, de su origen y de cómo y de qué forma está relacionado con la realidad objetiva es imposible sustentar las posiciones del materialismo sin concebir el conocimiento como un reflejo de las cosas, las propiedades y las leyes de la realidad objetiva.
En la teoría gnoseológica, el materialismo arranca de que la realidad objetiva existe independientemente de la conciencia del hombre y puede ser conocida. El concepto de reflejo está vinculado justamente a la admisión de la realidad objetiva, que forma parte del conocimiento. El conocimiento refleja el objeto. Esto significa que el sujeto crea formas de actividad mental determinadas, en fin de cuentas, por la naturaleza, las propiedades y las leyes del objeto dado; es decir, el contenido del conocimiento es objetivo.
La gnoseología idealista elude el concepto de reflejo, trata de sustituirlo con el término de «correspondencia» y otros y presenta el conocimiento no como una imagen de la realidad objetiva, sino como un signo o símbolo que la sustituye. Lenin protestó con energía contra esto precisamente porque «los signos o símbolos son plenamente posibles con relación a unos objetos ficticios, y todos conocemos ejemplos de signos o símbolos de esta clase» [13]. Los propios idealistas, como el neokantiano Ernesto Cassirer, no ocultan los motivos de su hostilidad al concepto de reflejo. Defendiendo la concepción del conocimiento como símbolo con relación al objeto, Cassirer dice: «Nuestras sensaciones y representaciones son signos, y no un r e f l e j o de los objetos. Porque exigimos a la imagen cierta s e m e j a n z a con el objeto reflejado y jamás podemos estar seguros de esa semejanza» [14].
Filósofos de distintas corrientes y revisionistas filosofantes formulan hoy objeciones a la concepción del conocimiento como reflejo. Los últimos, por ejemplo, rechazan el reflejo, diciendo que es un concepto del materialismo metafísico incompatible con la filosofía marxista, la cual parte del reconocimiento de la actividad del sujeto en el proceso de asimilación práctica y teórica del objeto. Dichos revisionistas presentan la teoría del reflejo como base del dogmatismo. Entretanto, el reflejo adecuado de la realidad excluye por completo el dogmatismo.
Está claro que presentado como una copia inerte de las cosas y los procesos existentes, tomado al margen de la labor subjetiva, activamente creadora, del hombre, el reflejo no puede servir como característica del conocimiento. La razón de ser del hombre radica en la libre actividad creadora, en la transformación práctica del mundo. Y el. conocimiento r sirve a los fines y objetivos de esa actividad. Pero el conocimiento puede ser un instrumento de transformación del mundo sólo cuando es objetivo y activo, cuando está dirigido en la práctica por el reflejo de la realidad. El conocimiento asimila la realidad, que tiene existencia objetiva, y la lleva en sí como su contenido, es decir, refleja las propiedades y las leyes de los fenómenos y procesos existentes fuera de él.
Así pues, la teoría cognoscitiva del materialismo dialéctico revela la naturaleza del conocimiento, argumentándolo mediante el principio del reflejo; completa el concepto de reflejo, dándole un nuevo contenido, e incluye en él la labor práctico-sensorial, activa y creadora, del hombre. El conocimiento es un reflejo adecuado de la realidad, comprobado con la práctica social.
El conocimiento es ideal como reflejo de la realidad material que se debe distinguir de ésta. Pero no existe fuera del mundo que refleja y adquiere por necesidad una forma material específica de expresión. El hombre, como ser material, actúa sólo materialmente y su conocimiento existe también en forma material. Se puede operar con el conocimiento sólo en tanto que adopta la forma de lenguaje y se expresa en un sistema de objetos percibidos por los sentidos: en un sistema de signos. El hombre no puede transmitir a sus semejantes la idea de una cosa y su imagen como no sea a través del lenguaje.
Este nexo orgánico del conocimiento con su ser en forma de lenguaje fue señalado por Marx: «El «espíritu» —dijo— nace ya tarado con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para sí mismo...» [15]
El conocimiento aparece en la superficie como un sistema de signos que indican otro objeto, acontecimiento, acción, etc. Lo que indica un signo constituye su significación. El signo y la significación son indivisibles, no hay signo sin significación ni significación sin signo.
Los signos se diferencian en lingüísticos y no lingüísticos, figurando entre estos últimos los signos-señales, los signos-síntomas, etc. El conocimiento existe en signos lingüísticos, que tienen como significación la imagen cognoscitiva de unos y otros fenómenos y procesos de la realidad objetiva [16].
Entre el objeto percibido sensorialmente, que desempeña el papel de signo, y su significación no existe un nexo orgánico interno necesario. Una misma significación puede vincularse a distintos objetos que desempeñan el papel de signo. Además, pueden actuar en calidad de signos entes artificiales: los símbolos (representaciones convencionales).
El desarrollo del conocimiento ha hecho surgir un ramificado sistema de lenguajes simbólicos, artificiales (tal es, por ejemplo, el lenguaje de símbolos en las matemáticas, la química, etc.). Estos lenguajes están vinculados de modo estrecho a los naturales, pero constituyen un sistema de signos relativamente independiente. La ciencia recurre con intensidad creciente al simbolismo como medio de expresar los resultados de la cognición. Las palabras del lenguaje natural no siempre son apropiadas para expresar conceptos científicos, ya que tienen su significación sensorial-concreta ligada a su empleo cotidiano. En cambio, con ayuda de los símbolos se logra más fácilmente la univocidad, necesaria para el pensar riguroso y no contradictorio. Y en ese caso es más sencillo y mejor que dichos signos sean, por ejemplo, símbolos matemáticos.
El conocimiento como sistema lingüístico forma un mundo original, dotado de una estructura determinada, en el que los distintos elementos están unidos entre sí por ciertas reglas. Este sistema tiene sus propias leyes estructurales y funcionales, se enriquece sin cesar con nuevos elementos, modifica su estructura, etc. Por cierto que las leyes que rigen el funcionamiento de dicho sistema son relativamente independientes, no están relacionadas de manera directa con las cosas y los procesos de la realidad objetiva ni con sus reflejos en la cabeza del hombre.
Algunas corrientes filosóficas especulan con el vasto empleo del simbolismo en la cognición moderna para defender concepciones idealistas. La circunstancia de que el conocimiento existe en forma de sistema de signos, y de estos signos se hacen cada día más formaciones artificiosas (símbolos) en la ciencia moderna, es interpretada por los idealistas como prueba de su concepción de que el conocimiento es un símbolo, y no el reflejo de la realidad. Así, los neopositivistas afirman que el paso de la ciencia del lenguaje natural al artificial significa que el conocimiento pierde su objetividad. «La física moderna —dice Ph. Frank— no nos dice nada acerca de la «materia» o del «espíritu», pero dice muchísimo sobre la semántica. Nos convencemos de que el lenguaje en que «el hombre de la calle» describe su experiencia cotidiana no es apropiado para formular las leyes generales de la física» [17].
Sí, en efecto, la física tiene su propio lenguaje, que no se parece a ningún lenguaje nacional natural; pero no lo crea para alejarse de los procesos estudiados por ella, sino a fin de comprenderlos más a fondo y con mayor plenitud.
Aunque el conocimiento se hace cada día más simbólico por su forma de expresión y la teoría científica aparece ahora con frecuencia como un sistema de signos, estos símbolos y ecuaciones, en su significación, reflejan con mayor exactitud y profundidad la realidad objetiva. El resultado del conocimiento no son los símbolos mismos, sino su significación ideal, que tiene por contenido las cosas, los procesos, las propiedades y las leyes estudiados por una ciencia dada. El conocimiento no son los símbolos de la fórmula de A. Einstein E = mc²; la significación de los signos que forman esta fórmula y la relación entre ellos expresan una ley física: la relación de la energía y la masa, es decir, proporcionan un conocimiento real.
Es verdad que no siempre es fácil descubrir la significación, es decir, la clase de objetos a que se refieren ciertos símbolos y la teoría en su conjunto. Han pasado los tiempos en que todo conocimiento era, en esencia, evidente; en que tras cualquier concepto se veia una imagen sensorial, un objeto concreto. No es casual, por ello, que hoy se plantee en toda su talla el problema de la interpretación de las teorías expresadas con un lenguaje simbólico más o menos formado.
El propio término de «interpretación» ha adquirido un sentido distinto al tradicional. Hoy se entiende por interpretación no sólo la explicación científica, que contiene las búsquedas de las causas y leyes de los fenómenos (la ciencia jamás se ha liberado de esta tarea, que sigue siendo un elemento importantísimo de la investigación científica), sino también cierta operación lógica mediante la cual se determina la significación cognoscitiva de los sistemas abstractos, simbólicos, y se establece el contenido tanto de los distintos términos (símbolos) y enunciados (expresiones) de una teoría como de la propia teoría en su conjunto.
El pensamiento lógico del siglo XX se ocupa mucho y con gran perseverancia en los problemas relacionados con la interpretación de los sistemas teóricos abstractos. A simple vista, la tarea parece sencilla: existe una teoría científica con su lenguaje; para comprenderla hay que reducir su lenguaje a otro más universal y formado, por ejemplo, al que proporciona la lógica formal de nuestros días. En general, semejante comparación de los lenguajes es muy fructífera, pues permite comprobar una teoría científica con los criterios del lenguaje riguroso, establecer su carácter no contradictorio, la exactitud de los términos empleados, etc. Sin embargo, por ese camino es imposible revelar la esfera concreta de la teoría, es decir, su significación cognoscitiva y su contenido objetivo.
Existe otro modo de interpretar la teoría científica: comparar su lenguaje con el de la observación y el experimento, buscar no sólo los objetos abstractos que se encuentran tras los términos y las expresiones de la teoría, sino también los objetos empíricos, sensorial-evidentes. Esta operación, denominada interpretación empírica, permite vincular un sistema teórico abstracto con los fenómenos de la realidad objetiva. Mas tampoco ella resuelve el problema principal: revelar toda la significación cognoscitiva de un sistema teórico. Porque una misma teoría puede ser interpretada tomando como base un material experimental diferente, unos experimentos distintos, que ni siquiera en su conjunto pueden remplazar el conocimiento de las leyes de los fenómenos contenido en dicha teoría.
Algunas corrientes de la filosofía contemporánea, en particular el positivismo lógico, parten de que el conocimiento consta de dos factores; las reglas a que se atienen las operaciones con los signos del lenguaje y la percepción sensorial.
De ahí deducen que la teoría científica puede ser interpretada únicamente con los medios lingüísticos de la lógica foral o mediante la reducción al lenguaje de la observación y del experimento, más próximo al lenguaje natural y, por consiguiente, a las imágenes sensoriales. La endeblez de estas concepciones positivas consiste precisamente en que, al analizar el lenguaje de la ciencia, no se refieren en realidad al propio conocimiento en su peculiaridad específica. Porque la filosofía ha demostrado, ya desde los tiempos de Kant, que el conocimiento encierra en sí obligatoriamente un contenido que rebasa los límites tanto de la actividad con los signos como de las observaciones empíricas (las cosas fuera de nosotros). Esto significa que para comprender una teoría, revelar su significación cognoscitiva y comprender el conocimiento que contiene es necesario no limitarse a una interpretación con el lenguaje de la lógica formal y de la observación empírica, sino incluir dicha teoría en el proceso general de desarrollo del conocimiento y, a la vez, de la civilización humana en general.
Por ese camino se puede comprender qué proporciona la teoría para el desarrollo intelectual, para la asimilación espiritual de los fenómenos y procesos de la realidad objetiva, y a dónde conducen el pensamiento y la acción humanos. En este descubrimiento de la significación cognoscitiva de la teoría corresponde un magno papel a las categorías de la filosofía.
De cuanto queda dicho se puede llegar a la conclusión de que el conocimiento es la asimilación espiritual de la realidad, indispensable para la actividad práctica, en el proceso del cual se crean los conceptos y las teorías. Esta asimilación refleja de manera creadora racional y activa los fenómenos, las propiedades y las leyes del mundo objetivo y tiene una existencia real en forma de sistema lingüístico.
El conocimiento es resultado de la actividad humana. El hombre es activo, se guía por sus propios fines y crea instrumentos, aparatos y otros medios especiales que le ayudan a conocer y comprender la realidad. La irrupción del hombre en los procesos que estudia aumenta de día en día. Para nuestra actividad práctica necesitamos un conocimiento que refleje con la mayor plenitud y exactitud el mundo objetivo tal y como existe de por sí, independientemente de la conciencia del hombre y de su actividad. Y aquí surge el problema de la veracidad o autenticidad del conocimientos qué es la verdad; cómo es posible, dónde está el criterio que permite distinguir el conocimiento verdadero del conocimiento no verdadero, falso.
De conformidad con una tradición, que data de la remota filosofía de la antigüedad, se da la denominación de verdad al conocimiento que corresponde a la realidad. Pero esta definición es tan amplia que, de hecho, fue aceptada por casi todas las corrientes filosóficas, tanto materialistas como idealistas. Hasta los agnósticos están de acuerdo con ella, interpretándola con los términos de «correspondencia» y «realidad». Porque los agnósticos declaran que no están en contra del conocimiento en general, sino en contra del conocimiento como reflejo de las cosas y de los procesos tal y como existen de por sí. Así pues, la mayor parte de los filósofos estima que el fin del conocimiento es averiguar la verdad, con lo que reconocen su existencia. Esto permite comprender por qué la filosofía marxista-leninista, distinta en el fondo de todas las doctrinas filosóficas precedentes (sin excluir las progresistas), no puede admitir la antemencionada definición abstracta y ambigua de la verdad. Ha ido más lejos. Ha concretado el concepto de verdad, haciéndolo llegar al de verdad objetiva, entendiendo por tal el conocimiento cuyo contenido no depende del sujeto, no depende ni del hombre ni de la humanidad [18].
Como hemos señalado antes, no existe ningún conocimiento —y, por tanto, la verdad— independientemente de la actividad práctica del hombre. Por eso son insuficientes por principio las concepciones de los idealistas objetivos, que sacan la verdad más allá del marco del hombre y de la humanidad, a un mundo transcendente, ultraterrenal.
Mas, por otra parte, la verdad lo es sólo en tanto lleva implícita objetividad, es decir, en tanto su contenido es una realidad objetiva que ella refleja adecuadamente. Veamos un ejemplo. Las afirmaciones «El electrón forma parte de la estructura del átomo de cualquier elemento» o «Toda sociedad capitalista se basa en la explotación del hombre por el hombre», etc., son verdades objetivas, pues su conntenido está tomado de la realidad objetiva, del estado de cosas que existe independientemente de la conciencia de los sujetos cognoscentes.
En la verdad objetiva encuentra su expresión la dialéctica del sujeto y el objeto. De una parte, la verdad es subjetiva por cuanto es una forma de la actividad humana; pero, de otra parte, es objetiva, pues su contenido no depende ni del hombre ni de la humanidad.
Para el materialista «es esencial el reconocimiento de la verdad objetiva», en tanto que para el agnóstico, para el idealista subjetivo, «no puede haber verdad objetiva» [19], ya que excluye la posibilidad de que se reflejen en el pensamiento los fenómenos y procesos tal como existen idependientemente de la conciencia del hombre pensante.
Las formas en que se niega la verdad objetiva son diversas. Kant y sus discípulos consideran que los síntomas de la veracidad del conocimiento son la necesidad y la universalidad, cuyo origen no es el mundo objetivo, sino la naturaleza de la sensibilidad y el raciocinio; por consiguiente, desde su punto de vista no existe, en realidad, el conocimiento objetivamente verdadero. Mach y su doctrina (el machismo) consideran verdadero el conocimiento en que se consigue el nexo más económico y sencillo de las sensaciones. El marxismo no niega la importancia del deseo de economía y sencillez; pero, como decía Lenin, el pensamiento «es «económico» cuando refleja con acierto la verdad objetiva...» [20] El pragmatismo deduce la veracidad de la práctica, comprendiendo esta última como una actividad subjetiva orientada a obtener provecho y comodidad. Desde luego, el conocimiento objetivamente verdadero es necesario y útil para la sociedad y para cada individuo; pero no es la veracidad la que dimana de la utilidad y la conveniencia práctica, sino a la inversa: el conocimiento es útil y se convierte en un instrumento en la transformación de las cosas sólo cuando es objetivamente verdadero. El conocimiento se vincula con la realidad objetiva y toma de ella su contenido a través de la práctica.
Bertrand Russell, uno de los más destacados neopositivistas ingleses, considera que la verdad es una forma de la fe. Dice: «Es verdadera o falsa, ante todo, la fe: las proposiciones son verdaderas o falsas gracias únicamente a que expresan la fe» [21]. Desde su punto de vista, la verdad es la fe, a la que corresponde un hecho; la falsedad es también la fe, pero no confirmada con hechos. Queda sin aclarar qué es el hecho que confirma la fe; puede ser cualquier asociación externa, etc. Dicho en otros términos: en este caso brilla por su ausencia la objetividad del contenido del conocimiento como factor decisivo de la verdad.
Entre los positivistas está muy extendida la concepción que reduce el contenido del conocimiento al modo de comprobarlo y demostrarlo. En este caso, la significación objetiva y el contenido del conocimiento son confundidos con el modo de demostrarlo y comprobarlo. Pero la demostración no es el contenido del conocimiento, sino el proceso en que se establece su veracidad objetiva. Un mismo juicio con el mismo contenido objetivo puede ser demostrado por procedimientos completamente diferentes. Y lo que cambiará en ese caso no será el contenido del juicio que se trate de demostrar, sino sólo nuestra actitud ante él. Por eso, sin empequeñecer la importancia de la demostración y de la comprobación en el proceso cognoscitivo (pues el hombre necesita no sólo alcanzar el conocimiento objetivamente verdadero, sino también estar subjetivamente seguro de que lo es), hay que diferenciar con todo rigor la. verdad y el modo de demostrarla. No se puede tomar una cosa por otra. La verdad es el conocimiento cuyo contenido está determinado por un objeto, por sus propiedades y leyes.
La verdad objetiva no es algo petrificado, estático. Es un proceso que incluye diferentes estados cualitativos. Habitualmente se distingue la verdad absoluta y la verdad relativa.
El término «verdad absoluta» se emplea con significados distintos. A menudo se expresa con él la idea del conocimiento completo y acabado del mundo en su conjunto. Es la verdad en última instancia, la realización del límite de aspiraciones y potencias de la razón humana. Puede preguntarse: ¿es posible llegar a semejante conocimiento? En principio, el hombre puede conocer todo en el mundo; pero, en la realidad, esta capacidad se realiza en el proceso prácticamente infinito del desarrollo histórico de la sociedad. «La soberanía del pensamiento —dice Engels— se realiza a través de una serie de hombres que piensan de un modo muy poco soberano...» [22] Cada resultado del conocimiento humano es soberano (absolutamente verdadero) por cuanto es un momento del proceso cognoscitivo de la realidad objetiva, y no es soberano como acto aislado puesto que tiene sus límites, determinados por el nivel de desarrollo de la civilización humana. Por eso, el afán de alcanzar a toda costa la verdad en última instancia se asemeja a la caza de quimeras.
A veces se considera como verdad en última instancia el conocimiento de hecho de diversos fenómenos y procesos cuya autenticidad ha sido ya demostrada por la ciencia. En esos casos se da a la verdad la denominación de eterna: «León Tolstói nació en 1828», «Los pájaros tienen pico», «Los elementos químicos poseen peso atómico», etc.
¿Existen esas verdades? Sí, existen. Pero, como señala justamente Engels, quien desee limitar la cognición al logro de conocimientos de esa clase, sacará poco provecho. Engels dice: «Si la humanidad llegase alguna vez a tal grado que sólo operase con verdades eternas, con resultados del pensamiento que pudiesen reivindicar validez soberana y títulos incondicionales de verdad, habría llegado a un punto en el que la infinitud del mundo intelectual se habría agotado lo mismo en cuanto a realidad que en cuanto a posibilidad, y se daría con ello el famosísimo milagro de contar lo innúmero» [23].
La ciencia ha refutado en su desarrollo afirmaciones diversas que pretendían tener carácter absoluto, pero que resultaron ser verdades sólo para su tiempo (por ejemplo, «El átomo es indivisible», «Todos los cisnes son blancos», etc.). La teoría científica real contiene con frecuencia un elemento de lo no verdadero, de lo ilusorio, que ponen de manifiesto el curso ulterior del conocimiento y el desarrollo de la práctica.
Abora bien, ¿no seguiremos entonces el peligroso camino de negar la verdad objetiva? Porque si en el proceso cognoscitivo se descubre en lo verdadero un elemento de lo ilusorio, si la oposición de lo verdadero y lo no verdadero es relativa, ¿quizá no exista entre ellos ninguna diferencia? Así razonan, en el fondo, los adeptos del relativismo gnoseológico (del latín relativus, relativo), los partidarios de convertir en absoluto la propia relatividad del conocimiento. Puesto que la verdad es relativa, se puede considerar, desde su punto de vista, que la ciencia avanza de una verdad a otra o, lo que es lo mismo, de una equivocación a otra.
El relativismo contiene un elemento justo: el reconocimiento de la fluctuación y movilidad de todo lo existente, incluida la cognición. Sin embargo, separa metafísicamente el movimiento de la cognición y la realidad objetiva. «La dialéctica materialista de Marx y Engels —dijo Lenin— comprende ciertamente el relativismo, pero no se reduce a él, es decir, reconoce la relatividad de todos nuestros conocimientos, no en el sentido de la negación de la verdad objetiva, sino en el sentido del condicionamiento histórico de los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a esta verdad» [24].
La gnoseología marxista, al combatir por igual el dogmatismo y el relativismo, reconoce la existencia tanto de la verdad absoluta como de la verdad relativa, pero establece su nexo recíproco en el proceso del logro de la verdad objetiva. «Ser materialista —decía Lenin— significa reconocer la verdad objetiva, que nos es descubierta por los órganos de los sentidos. Reconocer la verdad objetiva, es decir, independiente del hombre y la humanidad, significa admitir de una manera o de otra la verdad absoluta» [25].
La verdad absoluta existe, pues en nuestro conocimiento objetivamente verdadero hay algo que no es refutado por el desarrollo ulterior de la ciencia, sino que se enriquece con un nuevo contenido objetivo. A la vez, nuestro conocimiento es relativo en cada momento: en lo fundamental, refleja fielmente la realidad, pero de una manera incompleta, sólo en determinados límites, y se precisa y profundiza al avanzar el proceso cognoscitivo.
La verdad objetiva es el proceso del movimiento de la cognición de un peldaño a otro, como resultado del cual el conocimiento se llena de contenido tomado de la realidad objetiva. La verdad objetiva es siempre la unidad de lo absoluto y lo relativo. «Cada fase del desarrollo de la ciencia —dice Lenin— añade nuevos granos a esta suma de verdad absoluta; pero los límites de la verdad de cada tesis científica son relativos, tan pronto ampliados como restringidos por el progreso consecutivo de los conocimientos» [26].
Ya en la antigüedad se creó la geometría que ha entrado en la ciencia con el nombre de euclidiana. ¿Es verdadera o no? Naturalmente, es una verdad objetiva, absoluto-relativa, pues su contenido está tomado de las relaciones espaciales que existen en la realidad objetiva. No obstante, es una verdad hasta ciertos límites, es decir, mientras se hace abstracción de la curvatura del espacio (se equipara a cero). Pero en cuanto se considera el espacio desde la curvatura positiva o negativa, se pasa a las geometrías no euclidianas (de Lobachevski y Riemann), que ampliaron los límites de nuestros conocimientos y contribuyeron a desarrollar el saber geométrico mediante el ahondamiento sucesivo de la verdad objetiva.
En su deseo de llegar a la verdad objetiva, el hombre siente la necesidad de un criterio que ayude a distinguirla de la equivocación.
Podría creerse que todo es muy sencillo: la ciencia proporciona una verdad objetiva y el hombre inventa multitud de procedimientos para demostrarla y comprobarla. Pero no es así. La demostración, en un sentido estricto, es la deducción de un conocimiento de otro cuando el segundo dimana necesariamente del primero: la tesis, de los argumentos. Así pues, en el proceso de la demostración, el conocimiento no sale de su propia esfera, sino que parece encerrarse en sí mismo. Sobre esta base surgió la idea de que existe un criterio formal de la verdad, en virtud del cual esta última se establece mediante la correspondencia de un conocimiento con otro.
La llamada teoría de la coherencia, difundida en el siglo XX especialmente por los neopositivistas, arranca en general de que no existe ningún otro criterio y que la propia verdad es la coherencia de un conocimiento con otro, establecida sobre la base de la ley lógica formal que proclama la inadmisibilidad de la contradicción. Pero la lógica formal nos garantiza la veracidad del juicio deducido si son objetivamente verdaderas las premisas de que dimana: «a» se deduce de «b», «b» se deduce de «c», y asi hasta lo infinito.
Surge una pregunta: ¿de dónde, de qué conocimiento se deducen los principios universales, los axiomas y las propias reglas de la deducción lógica que sirven de base a toda demostración? Esta pregunta fue formulada ya por Aristóteles. Si se sigue la teoría de la coherencia quedará una sola cosa: considerar les acuerdos convencionales (convenciones) y, de esta forma, poner fin a todas las tentativas de comprobar la verdad objetiva del conocimiento, inclinarse hacia el subjetivismo y el agnosticismo en la gnoseología.
La historia de la filosofía conoce distintas maneras de enfocar la solución del problema concerniente al criterio de la veracidad del conocimiento. Unos filósofos veían ese criterio en la observación empírica, en las sensaciones y percepciones del hombre. La observación empírica, naturalmente, es uno de los medios de comprobar el conocimiento. Pero, primero, no todos los conceptos teóricos pueden ser comprobados directamente por medio de la observación.
Segundo, como decía Engels, «la observación empírica jamás puede demostrar por sí sola la necesidad en medida suficiente... Esto es exacto hasta tal punto que de la constante salida del Sol al amanecer no se deduce en modo alguno que deba salir mañana...» [27] Pero el conocimiento, que registra las leyes, incluye en sí obligatoriamente la necesidad y la universalidad.
Está claro que en la práctica científica tiene lugar la improbación de los juicios y teorías recurriendo directamente a la experiencia sensorial. Pero ésta no puede servir como criterio definitivo de la veracidad, pues de una misma teoría pueden deducirse consecuencias muy diversas que admiten la comprobación experimental. La correspondencia de una de esas consecuencias o de cierta suma de ellas con la experiencia no garantiza aún la veracidad objetiva de toda la teoría. Además, no todas las tesis de la ciencia pueden ser comprobadas mediante la apelación directa a la experiencia sensorial. Por eso, incluso los neopositivistas, que exaltaron el principio de la verificación (comprobación del conocimiento mediante su comparación con la experiencia, la observación y el experimento dados), sintieron la inconsistencia de este medio como criterio universal de la veracidad del conocimiento, sobre todo cuando se trata de teorías científicas que poseen un grado extraordinario de universalidad. Para salvar el principio de la verificación empezaron a inventar procedimientos cada día más amplios de interpretación del concepto de «verificación experimental» y, por otra parte, a limitar su campo de aplicación (no todas las ideas verdaderas pueden someterse a comprobación experimental, etc.). Algunos neopositivistas, por ejemplo, el filósofo inglés C. Popper, piensan que la verificación debe ser sustituida con la falsificación, es decir, con la búsqueda de datos experimentales que no confirmen la teoría, sino que la refuten.
Naturalmente, en la ciencia son necesarias las búsquedas de hechos que refuten la teoría, pues, entre otras cosas, se determinan así los limites en que puede ser aplicado tal o cual sistema teórico. Pero por ese camino no puede demostrarse en modo alguno su veracidad objetiva.
Si la observación empírica no es un criterio, ¿quizá los principios universales, los axiomas, las reglas de la deducción lógica, etc., sean verdades en virtud de su claridad y precisión, es decir, evidentes de por sí, y no necesiten demostración alguna por cuanto sus contrarios son sencillamente inconcebibles? Pero la ciencia moderna, crítica en su esencia, no se inclina a confiar ni en la fe ni en la evidencia, y el paradojismo de sus afirmaciones se ha convertido en un fenómeno habitual.
El marxismo ha resuelto el problema del criterio de la verdad, demostrando que se encuentra, en fin de cuentas, en la actividad (que es la base del conocimiento), es decir, en la práctica sociohistórica. Marx decía: «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento» [28].
¿En qué reside la fuerza de la práctica como criterio de la verdad? El criterio de la veracidad del conocimiento debe poseer dos cualidades. Primera: debe tener indudablemente un carácter sensorial-material, llevar al hombre del terreno del conocimiento al mundo material, pues es necesario establecer la objetividad del contenido del conocimiento. Segundo: el conocimiento, sobre todo cuando se trata de leyes de la ciencia, tiene carácter universal. Con un singular, e incluso con cualquier gran suma de ellos, es imposible demostrar lo universal y lo infinito. Esa peculiaridad la posee la práctica humana, cuya naturaleza lleva implícita la universalidad.
Como decía Lenin, el hombre capta «definitivamente» la verdad objetiva «sólo cuando el concepto se convierte en «ser para sí» en el sentido de la práctica» [29]. Además, lo universal adquiere en la práctica una forma sensorial concreta de cosa o proceso, por lo cual lleva en sí «no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la realidad inmediata» [30]. Dicho en otros términos, la objetividad del conocimiento, que tiene carácter universal, adquiere en la práctica la forma de autenticidad sensorial. Y no hace falta recurrir a la fea costumbre de enumerar infinidad de ejemplos y hechos. La máquina de vapor, construida por el hombre sobre la base del conocimiento, demuestra el postulado de la física sobre la transformación de la energía térmica en mecánica, y, como señalaba Engels, «100.000 máquinas de vapor han demostrado eso de una manera no más convincente que una sola máquina...» [31] Al aprender a emplear la energía atómica en la industria, la agricultura y la medicina, el hombre demuestra con ello la verdad objetiva de las nociones físicas sobre la estructura del átomo.
Esto no significa, claro está, que desde el punto de vista de la gnoseología marxista-leninista sea necesario comprobar directamente en la práctica, en la producción o en cualquiera otra actividad material del hombre, cada concepto y cada hecho del conocimiento. En la realidad, el proceso de la demostración transcurre como deducción de un conocimiento de otro, es decir, en forma de una cadena lógica de razonamientos, algunos de cuyos eslabones son comprobados mediante incursiones en la práctica. Ahora bien, ¿no surgirá entonces la idea de que, además de la práctica, existe un criterio basado en el mecanismo lógico del pensamiento, en la comparación de un conocimiento con otro? Naturalmente, las formas y las leyes de la conclusión lógica no dependen de algunos actos de la actividad práctica; mas eso no significa que no estén relacionados en general con la práctica y no sean engendrados por ella. Como decía Lenin, «la actividad práctica del hombre debía llevar miles de millones de veces su conciencia a la repetición de distintas figuras lógicas p a r a que estas f i g u r a s pudieran adquirir la significación de a x i o m a s» [32].
La práctica no es un estado de estagnación, sino un proceso que consta de momentos, etapas y eslabones distintos. Porque el conocimiento puede adelantar a la práctica de uno u otro período histórico. La práctica existente es a veces insuficiente para establecer la veracidad de teorías adelantadas ya por la ciencia. Todo ello prueba la relatividad del criterio de la práctica. Pero, en primer lugar, no existe otro más objetivo y exacto; y en segundo lugar, este criterio es al mismo tiempo también absoluto, por cuanto sólo sobre la base de la práctica del día de hoy o de mañana se puede establecer la verdad objetiva. «El criterio de la práctica —decía Lenin— no puede nunca, en el fondo, confirmar o refutar completamente una representación humana, cualquiera que sea. Este criterio también es lo bastante «impreciso» para impedir que los conocimientos del bombre se conviertan en algo «absoluto»; al mismo tiempo, es lo bastante preciso para sostener una lucha implacable contra todas las variedades de idealismo y agnosticismo» [33]. La práctica supera su estrechez como criterio del conocimiento en el proceso del desarrollo. La práctica en desarrollo depura el conocimiento de todo lo no verdadero y propicia su desarrollo progresivo hacia nuevos descubrimientos y verdades objetivas más grandes cada día.
Filósofos de distintas corrientes y revisionistas filosofantes formulan hoy objeciones a la concepción del conocimiento como reflejo. Los últimos, por ejemplo, rechazan el reflejo, diciendo que es un concepto del materialismo metafísico incompatible con la filosofía marxista, la cual parte del reconocimiento de la actividad del sujeto en el proceso de asimilación práctica y teórica del objeto. Dichos revisionistas presentan la teoría del reflejo como base del dogmatismo. Entretanto, el reflejo adecuado de la realidad excluye por completo el dogmatismo.
Está claro que presentado como una copia inerte de las cosas y los procesos existentes, tomado al margen de la labor subjetiva, activamente creadora, del hombre, el reflejo no puede servir como característica del conocimiento. La razón de ser del hombre radica en la libre actividad creadora, en la transformación práctica del mundo. Y el. conocimiento r sirve a los fines y objetivos de esa actividad. Pero el conocimiento puede ser un instrumento de transformación del mundo sólo cuando es objetivo y activo, cuando está dirigido en la práctica por el reflejo de la realidad. El conocimiento asimila la realidad, que tiene existencia objetiva, y la lleva en sí como su contenido, es decir, refleja las propiedades y las leyes de los fenómenos y procesos existentes fuera de él.
Así pues, la teoría cognoscitiva del materialismo dialéctico revela la naturaleza del conocimiento, argumentándolo mediante el principio del reflejo; completa el concepto de reflejo, dándole un nuevo contenido, e incluye en él la labor práctico-sensorial, activa y creadora, del hombre. El conocimiento es un reflejo adecuado de la realidad, comprobado con la práctica social.
5. El lenguaje como forma de existencia del conocimiento. Signo y significación
El conocimiento es ideal como reflejo de la realidad material que se debe distinguir de ésta. Pero no existe fuera del mundo que refleja y adquiere por necesidad una forma material específica de expresión. El hombre, como ser material, actúa sólo materialmente y su conocimiento existe también en forma material. Se puede operar con el conocimiento sólo en tanto que adopta la forma de lenguaje y se expresa en un sistema de objetos percibidos por los sentidos: en un sistema de signos. El hombre no puede transmitir a sus semejantes la idea de una cosa y su imagen como no sea a través del lenguaje.
Este nexo orgánico del conocimiento con su ser en forma de lenguaje fue señalado por Marx: «El «espíritu» —dijo— nace ya tarado con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para sí mismo...» [15]
El conocimiento aparece en la superficie como un sistema de signos que indican otro objeto, acontecimiento, acción, etc. Lo que indica un signo constituye su significación. El signo y la significación son indivisibles, no hay signo sin significación ni significación sin signo.
Los signos se diferencian en lingüísticos y no lingüísticos, figurando entre estos últimos los signos-señales, los signos-síntomas, etc. El conocimiento existe en signos lingüísticos, que tienen como significación la imagen cognoscitiva de unos y otros fenómenos y procesos de la realidad objetiva [16].
Entre el objeto percibido sensorialmente, que desempeña el papel de signo, y su significación no existe un nexo orgánico interno necesario. Una misma significación puede vincularse a distintos objetos que desempeñan el papel de signo. Además, pueden actuar en calidad de signos entes artificiales: los símbolos (representaciones convencionales).
El desarrollo del conocimiento ha hecho surgir un ramificado sistema de lenguajes simbólicos, artificiales (tal es, por ejemplo, el lenguaje de símbolos en las matemáticas, la química, etc.). Estos lenguajes están vinculados de modo estrecho a los naturales, pero constituyen un sistema de signos relativamente independiente. La ciencia recurre con intensidad creciente al simbolismo como medio de expresar los resultados de la cognición. Las palabras del lenguaje natural no siempre son apropiadas para expresar conceptos científicos, ya que tienen su significación sensorial-concreta ligada a su empleo cotidiano. En cambio, con ayuda de los símbolos se logra más fácilmente la univocidad, necesaria para el pensar riguroso y no contradictorio. Y en ese caso es más sencillo y mejor que dichos signos sean, por ejemplo, símbolos matemáticos.
El conocimiento como sistema lingüístico forma un mundo original, dotado de una estructura determinada, en el que los distintos elementos están unidos entre sí por ciertas reglas. Este sistema tiene sus propias leyes estructurales y funcionales, se enriquece sin cesar con nuevos elementos, modifica su estructura, etc. Por cierto que las leyes que rigen el funcionamiento de dicho sistema son relativamente independientes, no están relacionadas de manera directa con las cosas y los procesos de la realidad objetiva ni con sus reflejos en la cabeza del hombre.
Algunas corrientes filosóficas especulan con el vasto empleo del simbolismo en la cognición moderna para defender concepciones idealistas. La circunstancia de que el conocimiento existe en forma de sistema de signos, y de estos signos se hacen cada día más formaciones artificiosas (símbolos) en la ciencia moderna, es interpretada por los idealistas como prueba de su concepción de que el conocimiento es un símbolo, y no el reflejo de la realidad. Así, los neopositivistas afirman que el paso de la ciencia del lenguaje natural al artificial significa que el conocimiento pierde su objetividad. «La física moderna —dice Ph. Frank— no nos dice nada acerca de la «materia» o del «espíritu», pero dice muchísimo sobre la semántica. Nos convencemos de que el lenguaje en que «el hombre de la calle» describe su experiencia cotidiana no es apropiado para formular las leyes generales de la física» [17].
Sí, en efecto, la física tiene su propio lenguaje, que no se parece a ningún lenguaje nacional natural; pero no lo crea para alejarse de los procesos estudiados por ella, sino a fin de comprenderlos más a fondo y con mayor plenitud.
Aunque el conocimiento se hace cada día más simbólico por su forma de expresión y la teoría científica aparece ahora con frecuencia como un sistema de signos, estos símbolos y ecuaciones, en su significación, reflejan con mayor exactitud y profundidad la realidad objetiva. El resultado del conocimiento no son los símbolos mismos, sino su significación ideal, que tiene por contenido las cosas, los procesos, las propiedades y las leyes estudiados por una ciencia dada. El conocimiento no son los símbolos de la fórmula de A. Einstein E = mc²; la significación de los signos que forman esta fórmula y la relación entre ellos expresan una ley física: la relación de la energía y la masa, es decir, proporcionan un conocimiento real.
Es verdad que no siempre es fácil descubrir la significación, es decir, la clase de objetos a que se refieren ciertos símbolos y la teoría en su conjunto. Han pasado los tiempos en que todo conocimiento era, en esencia, evidente; en que tras cualquier concepto se veia una imagen sensorial, un objeto concreto. No es casual, por ello, que hoy se plantee en toda su talla el problema de la interpretación de las teorías expresadas con un lenguaje simbólico más o menos formado.
El propio término de «interpretación» ha adquirido un sentido distinto al tradicional. Hoy se entiende por interpretación no sólo la explicación científica, que contiene las búsquedas de las causas y leyes de los fenómenos (la ciencia jamás se ha liberado de esta tarea, que sigue siendo un elemento importantísimo de la investigación científica), sino también cierta operación lógica mediante la cual se determina la significación cognoscitiva de los sistemas abstractos, simbólicos, y se establece el contenido tanto de los distintos términos (símbolos) y enunciados (expresiones) de una teoría como de la propia teoría en su conjunto.
El pensamiento lógico del siglo XX se ocupa mucho y con gran perseverancia en los problemas relacionados con la interpretación de los sistemas teóricos abstractos. A simple vista, la tarea parece sencilla: existe una teoría científica con su lenguaje; para comprenderla hay que reducir su lenguaje a otro más universal y formado, por ejemplo, al que proporciona la lógica formal de nuestros días. En general, semejante comparación de los lenguajes es muy fructífera, pues permite comprobar una teoría científica con los criterios del lenguaje riguroso, establecer su carácter no contradictorio, la exactitud de los términos empleados, etc. Sin embargo, por ese camino es imposible revelar la esfera concreta de la teoría, es decir, su significación cognoscitiva y su contenido objetivo.
Existe otro modo de interpretar la teoría científica: comparar su lenguaje con el de la observación y el experimento, buscar no sólo los objetos abstractos que se encuentran tras los términos y las expresiones de la teoría, sino también los objetos empíricos, sensorial-evidentes. Esta operación, denominada interpretación empírica, permite vincular un sistema teórico abstracto con los fenómenos de la realidad objetiva. Mas tampoco ella resuelve el problema principal: revelar toda la significación cognoscitiva de un sistema teórico. Porque una misma teoría puede ser interpretada tomando como base un material experimental diferente, unos experimentos distintos, que ni siquiera en su conjunto pueden remplazar el conocimiento de las leyes de los fenómenos contenido en dicha teoría.
Algunas corrientes de la filosofía contemporánea, en particular el positivismo lógico, parten de que el conocimiento consta de dos factores; las reglas a que se atienen las operaciones con los signos del lenguaje y la percepción sensorial.
De ahí deducen que la teoría científica puede ser interpretada únicamente con los medios lingüísticos de la lógica foral o mediante la reducción al lenguaje de la observación y del experimento, más próximo al lenguaje natural y, por consiguiente, a las imágenes sensoriales. La endeblez de estas concepciones positivas consiste precisamente en que, al analizar el lenguaje de la ciencia, no se refieren en realidad al propio conocimiento en su peculiaridad específica. Porque la filosofía ha demostrado, ya desde los tiempos de Kant, que el conocimiento encierra en sí obligatoriamente un contenido que rebasa los límites tanto de la actividad con los signos como de las observaciones empíricas (las cosas fuera de nosotros). Esto significa que para comprender una teoría, revelar su significación cognoscitiva y comprender el conocimiento que contiene es necesario no limitarse a una interpretación con el lenguaje de la lógica formal y de la observación empírica, sino incluir dicha teoría en el proceso general de desarrollo del conocimiento y, a la vez, de la civilización humana en general.
Por ese camino se puede comprender qué proporciona la teoría para el desarrollo intelectual, para la asimilación espiritual de los fenómenos y procesos de la realidad objetiva, y a dónde conducen el pensamiento y la acción humanos. En este descubrimiento de la significación cognoscitiva de la teoría corresponde un magno papel a las categorías de la filosofía.
De cuanto queda dicho se puede llegar a la conclusión de que el conocimiento es la asimilación espiritual de la realidad, indispensable para la actividad práctica, en el proceso del cual se crean los conceptos y las teorías. Esta asimilación refleja de manera creadora racional y activa los fenómenos, las propiedades y las leyes del mundo objetivo y tiene una existencia real en forma de sistema lingüístico.
6. La verdad objetiva
El conocimiento es resultado de la actividad humana. El hombre es activo, se guía por sus propios fines y crea instrumentos, aparatos y otros medios especiales que le ayudan a conocer y comprender la realidad. La irrupción del hombre en los procesos que estudia aumenta de día en día. Para nuestra actividad práctica necesitamos un conocimiento que refleje con la mayor plenitud y exactitud el mundo objetivo tal y como existe de por sí, independientemente de la conciencia del hombre y de su actividad. Y aquí surge el problema de la veracidad o autenticidad del conocimientos qué es la verdad; cómo es posible, dónde está el criterio que permite distinguir el conocimiento verdadero del conocimiento no verdadero, falso.
De conformidad con una tradición, que data de la remota filosofía de la antigüedad, se da la denominación de verdad al conocimiento que corresponde a la realidad. Pero esta definición es tan amplia que, de hecho, fue aceptada por casi todas las corrientes filosóficas, tanto materialistas como idealistas. Hasta los agnósticos están de acuerdo con ella, interpretándola con los términos de «correspondencia» y «realidad». Porque los agnósticos declaran que no están en contra del conocimiento en general, sino en contra del conocimiento como reflejo de las cosas y de los procesos tal y como existen de por sí. Así pues, la mayor parte de los filósofos estima que el fin del conocimiento es averiguar la verdad, con lo que reconocen su existencia. Esto permite comprender por qué la filosofía marxista-leninista, distinta en el fondo de todas las doctrinas filosóficas precedentes (sin excluir las progresistas), no puede admitir la antemencionada definición abstracta y ambigua de la verdad. Ha ido más lejos. Ha concretado el concepto de verdad, haciéndolo llegar al de verdad objetiva, entendiendo por tal el conocimiento cuyo contenido no depende del sujeto, no depende ni del hombre ni de la humanidad [18].
Como hemos señalado antes, no existe ningún conocimiento —y, por tanto, la verdad— independientemente de la actividad práctica del hombre. Por eso son insuficientes por principio las concepciones de los idealistas objetivos, que sacan la verdad más allá del marco del hombre y de la humanidad, a un mundo transcendente, ultraterrenal.
Mas, por otra parte, la verdad lo es sólo en tanto lleva implícita objetividad, es decir, en tanto su contenido es una realidad objetiva que ella refleja adecuadamente. Veamos un ejemplo. Las afirmaciones «El electrón forma parte de la estructura del átomo de cualquier elemento» o «Toda sociedad capitalista se basa en la explotación del hombre por el hombre», etc., son verdades objetivas, pues su conntenido está tomado de la realidad objetiva, del estado de cosas que existe independientemente de la conciencia de los sujetos cognoscentes.
En la verdad objetiva encuentra su expresión la dialéctica del sujeto y el objeto. De una parte, la verdad es subjetiva por cuanto es una forma de la actividad humana; pero, de otra parte, es objetiva, pues su contenido no depende ni del hombre ni de la humanidad.
Para el materialista «es esencial el reconocimiento de la verdad objetiva», en tanto que para el agnóstico, para el idealista subjetivo, «no puede haber verdad objetiva» [19], ya que excluye la posibilidad de que se reflejen en el pensamiento los fenómenos y procesos tal como existen idependientemente de la conciencia del hombre pensante.
Las formas en que se niega la verdad objetiva son diversas. Kant y sus discípulos consideran que los síntomas de la veracidad del conocimiento son la necesidad y la universalidad, cuyo origen no es el mundo objetivo, sino la naturaleza de la sensibilidad y el raciocinio; por consiguiente, desde su punto de vista no existe, en realidad, el conocimiento objetivamente verdadero. Mach y su doctrina (el machismo) consideran verdadero el conocimiento en que se consigue el nexo más económico y sencillo de las sensaciones. El marxismo no niega la importancia del deseo de economía y sencillez; pero, como decía Lenin, el pensamiento «es «económico» cuando refleja con acierto la verdad objetiva...» [20] El pragmatismo deduce la veracidad de la práctica, comprendiendo esta última como una actividad subjetiva orientada a obtener provecho y comodidad. Desde luego, el conocimiento objetivamente verdadero es necesario y útil para la sociedad y para cada individuo; pero no es la veracidad la que dimana de la utilidad y la conveniencia práctica, sino a la inversa: el conocimiento es útil y se convierte en un instrumento en la transformación de las cosas sólo cuando es objetivamente verdadero. El conocimiento se vincula con la realidad objetiva y toma de ella su contenido a través de la práctica.
Bertrand Russell, uno de los más destacados neopositivistas ingleses, considera que la verdad es una forma de la fe. Dice: «Es verdadera o falsa, ante todo, la fe: las proposiciones son verdaderas o falsas gracias únicamente a que expresan la fe» [21]. Desde su punto de vista, la verdad es la fe, a la que corresponde un hecho; la falsedad es también la fe, pero no confirmada con hechos. Queda sin aclarar qué es el hecho que confirma la fe; puede ser cualquier asociación externa, etc. Dicho en otros términos: en este caso brilla por su ausencia la objetividad del contenido del conocimiento como factor decisivo de la verdad.
Entre los positivistas está muy extendida la concepción que reduce el contenido del conocimiento al modo de comprobarlo y demostrarlo. En este caso, la significación objetiva y el contenido del conocimiento son confundidos con el modo de demostrarlo y comprobarlo. Pero la demostración no es el contenido del conocimiento, sino el proceso en que se establece su veracidad objetiva. Un mismo juicio con el mismo contenido objetivo puede ser demostrado por procedimientos completamente diferentes. Y lo que cambiará en ese caso no será el contenido del juicio que se trate de demostrar, sino sólo nuestra actitud ante él. Por eso, sin empequeñecer la importancia de la demostración y de la comprobación en el proceso cognoscitivo (pues el hombre necesita no sólo alcanzar el conocimiento objetivamente verdadero, sino también estar subjetivamente seguro de que lo es), hay que diferenciar con todo rigor la. verdad y el modo de demostrarla. No se puede tomar una cosa por otra. La verdad es el conocimiento cuyo contenido está determinado por un objeto, por sus propiedades y leyes.
La verdad objetiva no es algo petrificado, estático. Es un proceso que incluye diferentes estados cualitativos. Habitualmente se distingue la verdad absoluta y la verdad relativa.
El término «verdad absoluta» se emplea con significados distintos. A menudo se expresa con él la idea del conocimiento completo y acabado del mundo en su conjunto. Es la verdad en última instancia, la realización del límite de aspiraciones y potencias de la razón humana. Puede preguntarse: ¿es posible llegar a semejante conocimiento? En principio, el hombre puede conocer todo en el mundo; pero, en la realidad, esta capacidad se realiza en el proceso prácticamente infinito del desarrollo histórico de la sociedad. «La soberanía del pensamiento —dice Engels— se realiza a través de una serie de hombres que piensan de un modo muy poco soberano...» [22] Cada resultado del conocimiento humano es soberano (absolutamente verdadero) por cuanto es un momento del proceso cognoscitivo de la realidad objetiva, y no es soberano como acto aislado puesto que tiene sus límites, determinados por el nivel de desarrollo de la civilización humana. Por eso, el afán de alcanzar a toda costa la verdad en última instancia se asemeja a la caza de quimeras.
A veces se considera como verdad en última instancia el conocimiento de hecho de diversos fenómenos y procesos cuya autenticidad ha sido ya demostrada por la ciencia. En esos casos se da a la verdad la denominación de eterna: «León Tolstói nació en 1828», «Los pájaros tienen pico», «Los elementos químicos poseen peso atómico», etc.
¿Existen esas verdades? Sí, existen. Pero, como señala justamente Engels, quien desee limitar la cognición al logro de conocimientos de esa clase, sacará poco provecho. Engels dice: «Si la humanidad llegase alguna vez a tal grado que sólo operase con verdades eternas, con resultados del pensamiento que pudiesen reivindicar validez soberana y títulos incondicionales de verdad, habría llegado a un punto en el que la infinitud del mundo intelectual se habría agotado lo mismo en cuanto a realidad que en cuanto a posibilidad, y se daría con ello el famosísimo milagro de contar lo innúmero» [23].
La ciencia ha refutado en su desarrollo afirmaciones diversas que pretendían tener carácter absoluto, pero que resultaron ser verdades sólo para su tiempo (por ejemplo, «El átomo es indivisible», «Todos los cisnes son blancos», etc.). La teoría científica real contiene con frecuencia un elemento de lo no verdadero, de lo ilusorio, que ponen de manifiesto el curso ulterior del conocimiento y el desarrollo de la práctica.
Abora bien, ¿no seguiremos entonces el peligroso camino de negar la verdad objetiva? Porque si en el proceso cognoscitivo se descubre en lo verdadero un elemento de lo ilusorio, si la oposición de lo verdadero y lo no verdadero es relativa, ¿quizá no exista entre ellos ninguna diferencia? Así razonan, en el fondo, los adeptos del relativismo gnoseológico (del latín relativus, relativo), los partidarios de convertir en absoluto la propia relatividad del conocimiento. Puesto que la verdad es relativa, se puede considerar, desde su punto de vista, que la ciencia avanza de una verdad a otra o, lo que es lo mismo, de una equivocación a otra.
El relativismo contiene un elemento justo: el reconocimiento de la fluctuación y movilidad de todo lo existente, incluida la cognición. Sin embargo, separa metafísicamente el movimiento de la cognición y la realidad objetiva. «La dialéctica materialista de Marx y Engels —dijo Lenin— comprende ciertamente el relativismo, pero no se reduce a él, es decir, reconoce la relatividad de todos nuestros conocimientos, no en el sentido de la negación de la verdad objetiva, sino en el sentido del condicionamiento histórico de los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a esta verdad» [24].
La gnoseología marxista, al combatir por igual el dogmatismo y el relativismo, reconoce la existencia tanto de la verdad absoluta como de la verdad relativa, pero establece su nexo recíproco en el proceso del logro de la verdad objetiva. «Ser materialista —decía Lenin— significa reconocer la verdad objetiva, que nos es descubierta por los órganos de los sentidos. Reconocer la verdad objetiva, es decir, independiente del hombre y la humanidad, significa admitir de una manera o de otra la verdad absoluta» [25].
La verdad absoluta existe, pues en nuestro conocimiento objetivamente verdadero hay algo que no es refutado por el desarrollo ulterior de la ciencia, sino que se enriquece con un nuevo contenido objetivo. A la vez, nuestro conocimiento es relativo en cada momento: en lo fundamental, refleja fielmente la realidad, pero de una manera incompleta, sólo en determinados límites, y se precisa y profundiza al avanzar el proceso cognoscitivo.
La verdad objetiva es el proceso del movimiento de la cognición de un peldaño a otro, como resultado del cual el conocimiento se llena de contenido tomado de la realidad objetiva. La verdad objetiva es siempre la unidad de lo absoluto y lo relativo. «Cada fase del desarrollo de la ciencia —dice Lenin— añade nuevos granos a esta suma de verdad absoluta; pero los límites de la verdad de cada tesis científica son relativos, tan pronto ampliados como restringidos por el progreso consecutivo de los conocimientos» [26].
Ya en la antigüedad se creó la geometría que ha entrado en la ciencia con el nombre de euclidiana. ¿Es verdadera o no? Naturalmente, es una verdad objetiva, absoluto-relativa, pues su contenido está tomado de las relaciones espaciales que existen en la realidad objetiva. No obstante, es una verdad hasta ciertos límites, es decir, mientras se hace abstracción de la curvatura del espacio (se equipara a cero). Pero en cuanto se considera el espacio desde la curvatura positiva o negativa, se pasa a las geometrías no euclidianas (de Lobachevski y Riemann), que ampliaron los límites de nuestros conocimientos y contribuyeron a desarrollar el saber geométrico mediante el ahondamiento sucesivo de la verdad objetiva.
7. Criterio de la veracidad del conocimiento
En su deseo de llegar a la verdad objetiva, el hombre siente la necesidad de un criterio que ayude a distinguirla de la equivocación.
Podría creerse que todo es muy sencillo: la ciencia proporciona una verdad objetiva y el hombre inventa multitud de procedimientos para demostrarla y comprobarla. Pero no es así. La demostración, en un sentido estricto, es la deducción de un conocimiento de otro cuando el segundo dimana necesariamente del primero: la tesis, de los argumentos. Así pues, en el proceso de la demostración, el conocimiento no sale de su propia esfera, sino que parece encerrarse en sí mismo. Sobre esta base surgió la idea de que existe un criterio formal de la verdad, en virtud del cual esta última se establece mediante la correspondencia de un conocimiento con otro.
La llamada teoría de la coherencia, difundida en el siglo XX especialmente por los neopositivistas, arranca en general de que no existe ningún otro criterio y que la propia verdad es la coherencia de un conocimiento con otro, establecida sobre la base de la ley lógica formal que proclama la inadmisibilidad de la contradicción. Pero la lógica formal nos garantiza la veracidad del juicio deducido si son objetivamente verdaderas las premisas de que dimana: «a» se deduce de «b», «b» se deduce de «c», y asi hasta lo infinito.
Surge una pregunta: ¿de dónde, de qué conocimiento se deducen los principios universales, los axiomas y las propias reglas de la deducción lógica que sirven de base a toda demostración? Esta pregunta fue formulada ya por Aristóteles. Si se sigue la teoría de la coherencia quedará una sola cosa: considerar les acuerdos convencionales (convenciones) y, de esta forma, poner fin a todas las tentativas de comprobar la verdad objetiva del conocimiento, inclinarse hacia el subjetivismo y el agnosticismo en la gnoseología.
La historia de la filosofía conoce distintas maneras de enfocar la solución del problema concerniente al criterio de la veracidad del conocimiento. Unos filósofos veían ese criterio en la observación empírica, en las sensaciones y percepciones del hombre. La observación empírica, naturalmente, es uno de los medios de comprobar el conocimiento. Pero, primero, no todos los conceptos teóricos pueden ser comprobados directamente por medio de la observación.
Segundo, como decía Engels, «la observación empírica jamás puede demostrar por sí sola la necesidad en medida suficiente... Esto es exacto hasta tal punto que de la constante salida del Sol al amanecer no se deduce en modo alguno que deba salir mañana...» [27] Pero el conocimiento, que registra las leyes, incluye en sí obligatoriamente la necesidad y la universalidad.
Está claro que en la práctica científica tiene lugar la improbación de los juicios y teorías recurriendo directamente a la experiencia sensorial. Pero ésta no puede servir como criterio definitivo de la veracidad, pues de una misma teoría pueden deducirse consecuencias muy diversas que admiten la comprobación experimental. La correspondencia de una de esas consecuencias o de cierta suma de ellas con la experiencia no garantiza aún la veracidad objetiva de toda la teoría. Además, no todas las tesis de la ciencia pueden ser comprobadas mediante la apelación directa a la experiencia sensorial. Por eso, incluso los neopositivistas, que exaltaron el principio de la verificación (comprobación del conocimiento mediante su comparación con la experiencia, la observación y el experimento dados), sintieron la inconsistencia de este medio como criterio universal de la veracidad del conocimiento, sobre todo cuando se trata de teorías científicas que poseen un grado extraordinario de universalidad. Para salvar el principio de la verificación empezaron a inventar procedimientos cada día más amplios de interpretación del concepto de «verificación experimental» y, por otra parte, a limitar su campo de aplicación (no todas las ideas verdaderas pueden someterse a comprobación experimental, etc.). Algunos neopositivistas, por ejemplo, el filósofo inglés C. Popper, piensan que la verificación debe ser sustituida con la falsificación, es decir, con la búsqueda de datos experimentales que no confirmen la teoría, sino que la refuten.
Naturalmente, en la ciencia son necesarias las búsquedas de hechos que refuten la teoría, pues, entre otras cosas, se determinan así los limites en que puede ser aplicado tal o cual sistema teórico. Pero por ese camino no puede demostrarse en modo alguno su veracidad objetiva.
Si la observación empírica no es un criterio, ¿quizá los principios universales, los axiomas, las reglas de la deducción lógica, etc., sean verdades en virtud de su claridad y precisión, es decir, evidentes de por sí, y no necesiten demostración alguna por cuanto sus contrarios son sencillamente inconcebibles? Pero la ciencia moderna, crítica en su esencia, no se inclina a confiar ni en la fe ni en la evidencia, y el paradojismo de sus afirmaciones se ha convertido en un fenómeno habitual.
El marxismo ha resuelto el problema del criterio de la verdad, demostrando que se encuentra, en fin de cuentas, en la actividad (que es la base del conocimiento), es decir, en la práctica sociohistórica. Marx decía: «El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento» [28].
¿En qué reside la fuerza de la práctica como criterio de la verdad? El criterio de la veracidad del conocimiento debe poseer dos cualidades. Primera: debe tener indudablemente un carácter sensorial-material, llevar al hombre del terreno del conocimiento al mundo material, pues es necesario establecer la objetividad del contenido del conocimiento. Segundo: el conocimiento, sobre todo cuando se trata de leyes de la ciencia, tiene carácter universal. Con un singular, e incluso con cualquier gran suma de ellos, es imposible demostrar lo universal y lo infinito. Esa peculiaridad la posee la práctica humana, cuya naturaleza lleva implícita la universalidad.
Como decía Lenin, el hombre capta «definitivamente» la verdad objetiva «sólo cuando el concepto se convierte en «ser para sí» en el sentido de la práctica» [29]. Además, lo universal adquiere en la práctica una forma sensorial concreta de cosa o proceso, por lo cual lleva en sí «no sólo la dignidad de la universalidad, sino también la de la realidad inmediata» [30]. Dicho en otros términos, la objetividad del conocimiento, que tiene carácter universal, adquiere en la práctica la forma de autenticidad sensorial. Y no hace falta recurrir a la fea costumbre de enumerar infinidad de ejemplos y hechos. La máquina de vapor, construida por el hombre sobre la base del conocimiento, demuestra el postulado de la física sobre la transformación de la energía térmica en mecánica, y, como señalaba Engels, «100.000 máquinas de vapor han demostrado eso de una manera no más convincente que una sola máquina...» [31] Al aprender a emplear la energía atómica en la industria, la agricultura y la medicina, el hombre demuestra con ello la verdad objetiva de las nociones físicas sobre la estructura del átomo.
Esto no significa, claro está, que desde el punto de vista de la gnoseología marxista-leninista sea necesario comprobar directamente en la práctica, en la producción o en cualquiera otra actividad material del hombre, cada concepto y cada hecho del conocimiento. En la realidad, el proceso de la demostración transcurre como deducción de un conocimiento de otro, es decir, en forma de una cadena lógica de razonamientos, algunos de cuyos eslabones son comprobados mediante incursiones en la práctica. Ahora bien, ¿no surgirá entonces la idea de que, además de la práctica, existe un criterio basado en el mecanismo lógico del pensamiento, en la comparación de un conocimiento con otro? Naturalmente, las formas y las leyes de la conclusión lógica no dependen de algunos actos de la actividad práctica; mas eso no significa que no estén relacionados en general con la práctica y no sean engendrados por ella. Como decía Lenin, «la actividad práctica del hombre debía llevar miles de millones de veces su conciencia a la repetición de distintas figuras lógicas p a r a que estas f i g u r a s pudieran adquirir la significación de a x i o m a s» [32].
La práctica no es un estado de estagnación, sino un proceso que consta de momentos, etapas y eslabones distintos. Porque el conocimiento puede adelantar a la práctica de uno u otro período histórico. La práctica existente es a veces insuficiente para establecer la veracidad de teorías adelantadas ya por la ciencia. Todo ello prueba la relatividad del criterio de la práctica. Pero, en primer lugar, no existe otro más objetivo y exacto; y en segundo lugar, este criterio es al mismo tiempo también absoluto, por cuanto sólo sobre la base de la práctica del día de hoy o de mañana se puede establecer la verdad objetiva. «El criterio de la práctica —decía Lenin— no puede nunca, en el fondo, confirmar o refutar completamente una representación humana, cualquiera que sea. Este criterio también es lo bastante «impreciso» para impedir que los conocimientos del bombre se conviertan en algo «absoluto»; al mismo tiempo, es lo bastante preciso para sostener una lucha implacable contra todas las variedades de idealismo y agnosticismo» [33]. La práctica supera su estrechez como criterio del conocimiento en el proceso del desarrollo. La práctica en desarrollo depura el conocimiento de todo lo no verdadero y propicia su desarrollo progresivo hacia nuevos descubrimientos y verdades objetivas más grandes cada día.
Notas
[1] El término «gnoseología» procede del griego gnosis, conocimiento, y logos, concepto, doctrina. En las publicaciones extranjeras se emplea, además de esta palabra, el término «epistemología», que tiene su origen en el griego episteme, conocimiento (a diferencia de doxa, opinión), que suele significar teoría del conocimiento científico.
[2] D. Hume. An Enquiry Concerning Human Understanding. Leipzig, 1913, S. 29.
[3] I. Kant. Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphisik, die als Wissenschaft wird auftreten können. Leipzig, 1913, S. 43.
[4] F. Engels. Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 21, pág. 284.)
[5] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 112.)
[6] Ibíd., pág. 102.
[7] F. Engels. Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 21, pág. 302.)
[8] C. Marx y F. Engels. La ideología alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 44.)
[9] C. Marx. Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 1, pág. 414.)
[10] C. Marx. La ideología alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 42.)
[11] F. Engels. El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 488.)
[12] C. Marx. El Capital. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 23, pág. 21.)
[13] V. I. Lenin. Materialismo empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 247.)
[14] E. Cassirer. Conocimiento y realidad, ed. en ruso, S. Petersburgo, 1912, pag. 394.
[15] C. Marx. La ideología alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 29.)
[16] La lógica formal moderna establece diferencias entre la significación y el sentido. La significación es para ella una clase de objetos designados por el lenguaje, y el sentido, el contenido mental del signo dado o del conjunto de signos. Por ejemplo, la significación de la palabra «ballena» son todas las ballenas que han existido, existen y existirán, y su sentido, un mamífero que habita en los océanos, etc. Nosotros empleamos el término «significación» de una manera amplia: como significación y como sentido.
[17] Ph. Frank. Present Role of Science. En: Atti del XII Congresso Internazionale di Filosofia (vol. I), Firenze, 1958, p. 8.
[18] Véase V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t 48. pág. 423.)
[19] Ibíd., pág. 128.
[20] Ibíd., pág. 176.
[21] B. Russell. Human Knowledge. Its Scope and Limits, New York, 1962, p. 112.
[22] F. Engels. Anti-Dühring. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 87.)
[23] Ibíd., pág. 88.
[24] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 139.)
[25] Ibíd., págs. 134-135.
[26] Ibíd., pág. 137.
[27] F. Engels. Dialéctica de la Naturaleza. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 544.)
[28] C. Marx. Tesis sobre Feuerbach. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 1.)
[29] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 29, pág. 193.)
[30] Ibíd., pág. 195.
[31] F. Engels. Dialéctica de la Naturaleza. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 543.)
[32] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, pág. 172.)
[33] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, págs. 145-146.)
[16] La lógica formal moderna establece diferencias entre la significación y el sentido. La significación es para ella una clase de objetos designados por el lenguaje, y el sentido, el contenido mental del signo dado o del conjunto de signos. Por ejemplo, la significación de la palabra «ballena» son todas las ballenas que han existido, existen y existirán, y su sentido, un mamífero que habita en los océanos, etc. Nosotros empleamos el término «significación» de una manera amplia: como significación y como sentido.
[17] Ph. Frank. Present Role of Science. En: Atti del XII Congresso Internazionale di Filosofia (vol. I), Firenze, 1958, p. 8.
[18] Véase V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t 48. pág. 423.)
[19] Ibíd., pág. 128.
[20] Ibíd., pág. 176.
[21] B. Russell. Human Knowledge. Its Scope and Limits, New York, 1962, p. 112.
[22] F. Engels. Anti-Dühring. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 87.)
[23] Ibíd., pág. 88.
[24] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 139.)
[25] Ibíd., págs. 134-135.
[26] Ibíd., pág. 137.
[27] F. Engels. Dialéctica de la Naturaleza. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 544.)
[28] C. Marx. Tesis sobre Feuerbach. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 1.)
[29] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 29, pág. 193.)
[30] Ibíd., pág. 195.
[31] F. Engels. Dialéctica de la Naturaleza. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 543.)
[32] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, pág. 172.)
[33] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, págs. 145-146.)
Fuente: Fundamentos de filosofía marxista-leninista, Editorial Progreso, Moscú, 1977, t. I, pp. 203-232.
Digitalizado por M. I. Anufrikov para Partiynost
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