Bernard E. Bijovskiy (1901-1980) fue un filósofo soviético de origen bielorruso, nacido en la ciudad de Bobruysk. Miembro del PCR(b) desde 1920, en 1923 se graduó en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal Bielorrusa (BGU). Doctor en ciencias filosóficas, desde 1929 trabajó como profesor en la misma universidad en el departamento de filosofía, a la cabeza del departamento de materialismo dialéctico en la Universidad de Asia Central en Toshkent (Uzbekistan), en calidad de profesor en el Instituto de Filosofía, Literatura e Historia de Moscú y del Instituto de Profesores Rojos. De 1953 a 1973 trabajó en el departamento del Instituto Moscovita de Economía Nacional. Formó parte de la escuela central partidaria adjunta al CC del PC de Bielorrusia. Se centró en el campo del materialismo dialéctico, la historia de la filosofía de europa occidental y la filosofía moderna extranjera.
Fue autor de uno de los primeros manuales de materialismo dialéctico (“Ensayo sobre la filosofía del materialismo dialéctico”, 1930). Obtuvo en 1943 el Premio Stalin por su trabajo en el desarrollo, entre 1940 y 1943, de la obra de tres tomos “Historia de la Filosofía”. También participó en la edición de la Gran Enciclopedia Soviética.
De entre sus obras destacadas (en ruso) podemos señalar “Materialismo y dialéctica en la creatividad de V. I. Lenin” (1924), “Metapsicología de Freud” (1926), “Problemas psicofísicos en las enseñanzas de Spinoza” (1927), “¿Fue Spinoza materialista?” (1928), “Sobre las leyes del desarrollo social: lecciones estenográficas” (1928), “Bacon y su lugar en la historia de la filosofía” (1933), “Sobre el lugar de Leibniz en la historia de la dialéctica” (1935), “La filosofía de Descartes” (1940), “Método y sistema de Hegel” (1941), “El personalismo americano en la lucha contra el progreso científico y social” (1948), “Tendencias principales de la filosofía idealista contemporánea” (1957), “Neotomismo, filosofía contemporánea del catolicismo” (1957), “Filosofía del neopragmatismo” (1959), “Feuerbach” (1967), “George Berkeley” (1970), “Schopenhauer” (1975) y “Sigerio de Brabante” (1979). De mano de los compañeros de Producciones Digitales Soyuz, editado en La Habana, tenemos “El camino del socialismo” (1962).
De la edición de su obra “Erosión de la filosofía “sempiterna” (1973), tenemos la traducción al español por parte de la editorial soviética Progreso del año 1978 a cargo de L. Vladov. Es esta obra la que ponemos en primicia, como primera piedra para divulgar figuras centrales de la filosofía soviética, a disposición del lector de Partiynost en formato PDF, a continuación de un capítulo.
Fue autor de uno de los primeros manuales de materialismo dialéctico (“Ensayo sobre la filosofía del materialismo dialéctico”, 1930). Obtuvo en 1943 el Premio Stalin por su trabajo en el desarrollo, entre 1940 y 1943, de la obra de tres tomos “Historia de la Filosofía”. También participó en la edición de la Gran Enciclopedia Soviética.
De entre sus obras destacadas (en ruso) podemos señalar “Materialismo y dialéctica en la creatividad de V. I. Lenin” (1924), “Metapsicología de Freud” (1926), “Problemas psicofísicos en las enseñanzas de Spinoza” (1927), “¿Fue Spinoza materialista?” (1928), “Sobre las leyes del desarrollo social: lecciones estenográficas” (1928), “Bacon y su lugar en la historia de la filosofía” (1933), “Sobre el lugar de Leibniz en la historia de la dialéctica” (1935), “La filosofía de Descartes” (1940), “Método y sistema de Hegel” (1941), “El personalismo americano en la lucha contra el progreso científico y social” (1948), “Tendencias principales de la filosofía idealista contemporánea” (1957), “Neotomismo, filosofía contemporánea del catolicismo” (1957), “Filosofía del neopragmatismo” (1959), “Feuerbach” (1967), “George Berkeley” (1970), “Schopenhauer” (1975) y “Sigerio de Brabante” (1979). De mano de los compañeros de Producciones Digitales Soyuz, editado en La Habana, tenemos “El camino del socialismo” (1962).
De la edición de su obra “Erosión de la filosofía “sempiterna” (1973), tenemos la traducción al español por parte de la editorial soviética Progreso del año 1978 a cargo de L. Vladov. Es esta obra la que ponemos en primicia, como primera piedra para divulgar figuras centrales de la filosofía soviética, a disposición del lector de Partiynost en formato PDF, a continuación de un capítulo.
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“TEORIA DEL CONOCIMIENTO” DE LO INCOGNOSCIBLE
No se puede por menos de estar de acuerdo con J. M. Bocheński en el sentido de que “fe no es conocimiento” [1], o con J. Guitton en el de que “no se puede negar que la conciencia religiosa y la puramente intelectual son dos actitudes posibles” [2]. Pero, a la vez que se reconoce la diferencia entre estas dos formas de conciencia social —la religión y la ciencia—, es preciso ver claro en qué consiste esta diferencia y cuál es la relación entre estas dos formas distintas: ¿son hostiles, se descartan mutuamente o, al revés, son dos tipos de un mismo género, se complementan la una a la otra? ¿Son variedades de la verdad o son una verdad que se opone al error (cuál de ellas nos dice la verdad y cuál es errónea)? El problema de la relación entre la fe y la razón tiene significación decisiva para la formación de la concepción del mundo y es la clave de la confrontación entre el ateísmo y la religión.
En su artículo dedicado especialmente a este problema, el profesor Bocheński rechaza desde las posiciones tomistas tanto lo que denomina solución “monista” como lo que llama solución “dualista”. “Monista” es, según el profesor, la concepción que estima que la fe y el conocimiento son alternativas que se descartan la una a la otra y que exigen la elección de una de las dos y la negación de la otra por insostenible. Esto, a juicio de Bocheński, se refiere en igual medida a las dos posibilidades: tanto a la negación unilateral de la razón como a la negación de la fe. “Ninguna de las dos teorías monistas, declara Bocheński, parece convincente” [3]. El dilema “una cosa u otra”, el monopolio cognoscitivo tanto de la razón como de la fe es inaceptable desde este punto de vista. Igualmente inaceptable es para los tomistas la solución contraria: “ni razón ni fe”, es decir, el agnosticismo erigido en nihilismo cognoscitivo absoluto.
Se rechaza asimismo el “dualismo”, que implica la contraposición de la fe a la razón no ya como dos elementos que se excluyen mutuamente, sino independientes cada uno en su esfera, basándose las relaciones entre ellos en la “coexistencia pacífica”, la no injerencia y la igualdad de derechos. El “dualismo” se guía por la norma “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, partiendo de que la fe y la razón son inconmensurables, incomparables, ajenas la una a la otra y no se cruzan en ninguna parte. Esta doctrina se remonta a la teoría de la “doble verdad” y ha sido tomada por los teólogos cristianos de Averroes, quien delimitaba la fe como reino de la fantasía, y la razón, como reino del conocimiento objetivo. En el neopositivismo contemporáneo este deslindamiento ha adquirido la forma de dos lenguajes distintos que no se traducen el uno al otro: el religioso y el científico.
¿Por qué, pues, debido a qué motivos niegan los tomistas tanto el “monismo” como el “dualismo” y el nihilismo? ¿Qué se contrapone a estos esquemas si, como sabemos, se niega también la identificación de ambos “planteamientos’’: el religioso y el intelectual? Si la misión fundamental de la filosofía tomista es afirmar y proteger la inviolabilidad de la fe, se comprende perfectamente la causa de que se rechace el nihilismo, que desprecia tanto la razón como la fe. Ahora bien, ¿por qué no se acepta el “dualismo”, que no afecta a la fe, y tanto más el “monismo”, que brinda una posibilidad de autocracia de la fe? Es que tanto esa posibilidad, diríase la más atrayente, al igual que la alternativa —la antirreligiosa—, ha sido condenada por la Iglesia Católica como “fideísmo” inadmisible que no tiene en cuenta la razón. Ya en los años 30 del siglo pasado, Gregorio XVI estigmatizó por intolerable la postura de los fideístas franceses (Bonald, Bonnety, Bautain, Lamennais y Huet), voceros del “falso tradicionalismo”, para el que la fe no necesita la razón. “Al condenar el fideísmo, la Iglesia —observa con orgullo sobre el particular un historiador tomista de la filosofía—, la protectora de la fe, se presentó como defensora de la razón” [4].
¿Se infiere de ahí que la doctrina católica, que alcanzó su conclusión filosófica en el tomismo, es efectivamente hostil al fideísmo? Antes de contestar veamos cuál es la actitud del tomismo respecto del racionalismo, el antípoda del fideísmo, que se le opone en la alternativa “monista”.
Durante toda su existencia, el tomismo echa rayos y centellas contra el racionalismo, al que identifica con la “línea cartesiana” en filosofía basada en el Cogito (“Yo pienso”), cuyo apogeo es la omnipotencia hegeliana de la “razón mundial”. Ya en su encíclica programática, León XIII se subleva contra los que “se apoyan en la razón como en su única señora y guía” (§ 27). Y Pío XII exige que se extirpe la “cizaña del racionalismo” [5].
¿Qué se entiende aquí por “racionalismo” y cuál es su culpa que no admite indulto? Veamos dos definiciones tomistas. “Racionalismo: 1) capacidad de la razón humana de conocer acertadamente las verdades que son de su dominio; 2) doctrina que profesa la absoluta y exclusiva suficiencia de la razón humana para descubrir la verdad en toda su extensión... Concretamente, el racionalismo entendido de esta manera se presenta como una renuncia a la revelación divina de los misterios y del conocimiento por la fe” [6]. Y según definición de Tresmontant, el racionalismo es “la doctrina, según la cual la razón humana natural sería suficiente, norma y criterio de lo real y lo posible. No, dicen los teólogos católicos” [7].
Uno de los perseguidores más esforzados del racionalismo, que hace tres siglos asestó un golpe demoledor a la filosofía escolástica, es Jacques Maritain, el abanderado del tomismo francés. A lo largo de muchos años, Maritain denuncia con infatigable tenacidad el daño irreparable de esta corriente funesta. “Descartes y toda la filosofía racionalista, que comienza con la revolución cartesiana, causó la enemistad insuperable entre el intelecto y el misterio. Y aquí resalta ante nosotros el origen más profundo de la inhumanidad fundamental de una civilización basada en el racionalismo” [8]. Al llevar a cabo la “secularización de la razón”, al liberarla de la dependencia religiosa, al destruir con ese fin todas las barreras y al romper las “cadenas del dogma”, el racionalismo es “la muerte de la espiritualidad” [9]. La dialéctica de Hegel llevó el racionalismo al nec plus ultra.
Un montículo filosófico insignificante, según palabras de Maritain, se creyó ser el Himalaya del pensamiento humano. Además, todo el racionalismo anterior eliminó el “elemento de opacidad radical”, de incognoscibilidad y de inaccesibilidad para la razón, puesto que todo racionalismo afirma decididamente que la razón, como razón humana, puede igualarse a la razón, como razón divina.
“Por tanto, el mundo no debe contener un sólo principio que sea por su propia esencia... imposible de definir intelectualmente” [10].
De modo que, mientras Nietzsche llamaba a ponerse del otro lado del bien y del mal, el tomismo llama a ponerse del otro lado del racionalismo y del irracionalismo, pretendiendo librar la lucha en dos frentes: contra la razón, que rechaza la fe, al igual que contra la fe, que rechaza la razón. “Al extremo de la filosofía racionalista se opone el extremo de la religión irracionalista” [11] Ambos extremos deben ser superados. La doctrina católica conjuga la condena del racionalismo, “para quien la razón humana es la medida de todo lo que es posible absolutamente”, con la condena del fideísmo, que “menosprecia la razón humana”. “En este sentido, el pensamiento católico tuvo que luchar en dos frentes” [12]. No rechaza la razón, sino que reduce la esfera de su influencia, le fija sus fronteras.
Los antirracionalistas militantes combaten, a la vez, a los tomistas tradicionalistas chapados a la antigua que luchan contra el racionalismo con más celo que razón. Maritain se deslinda de los que afirman que “la razón es contraria a la fe”, que “la razón es directamente opuesta a la fe... y los creyentes deben matarla y enterrarla”, que “no hay nada más contrario a la fe que... la razón” [13] Entre la Escila del racionalismo y la Caribdis del fideísmo pasa el camino que lleva al “gran realismo de la philosophia perennis, que asesta golpes igualmente duros al racionalismo y al antiintelectualismo” [14].
Todos los errores filosóficos radican, a juicio de los tomistas, en que la fe se separa de la razón, en que las dos se dividen y se contraponen, mientras que la verdad sólo puede lograrse si se consigue reunirlas superando el injustificado conflicto entre ellas. Descartes tiene la culpa de haber apartado la filosofía de la suprema sabiduría que se adquiere merced a la fe. La tarea de actualidad de la filosofía consiste en restablecer la comunidad de la razón y la fe. “La inteligencia no es enemiga del misterio, sino que vive de él...” [15] La fe no excluye, sino que incluye la razón, repiten sin fatiga los tomistas [16]. “El conflicto de la conciencia religiosa y la intelectual, que ha sido elemento constante de la historia espiritual acompañada de episodios dramáticos... no puede ser un conflicto irreductible, y puede sobrevenir un día de solución” [17]. Es que tampoco “lo que llamamos razón jamás llega sin fe. La ciencia supone la fe en la ciencia... y a la inversa, la fe supone una experiencia interior, una analogía entre lo que “se revela” y lo que se percibe...” [18] En fin de cuentas, como dice Bocheński, tanto la fe como la razón vienen de Dios. Y “la auténtica fe no deja lugar a la menor duda en cuanto a las auténticas doctrinas y a las expresiones fidedignas de la ciencia” [19].
Así, el tomismo renuncia al dilema “monista”, procurando el “justo término medio” entre el racionalismo y el fideísmo, la “convivencia” de la fe con la razón, de la teología con la filosofía y la ciencia. No ha sacado las duras enseñanzas del “pecado original”, y pese a su piedad, no teme probar el fruto prohibido del árbol del saber, lo que simboliza “el pecado supremo, que es la razón” [20]. Al predicar la comunidad de la fe y la razón ¿no se olvidarán los descendientes de Santo Tomás de las páginas de la Biblia acerca de la falta cometida por tentación diabólica por la primera pareja humana? ¿No pesarán sobre ellos los frutos “amargos” de este conocimiento?
Han pasado para siempre los tiempos, dicen los tomistas, en que la religión, además de frenar y paralizar el progreso de la ciencia, perseguía cruel e implacablemente a los científicos. Hace ya mucho tiempo que la ciencia se ha emancipado de la religión y vive su vida propia, independiente por entero de la Iglesia. El prestigio de la ciencia ha crecido extraordinariamente en la conciencia contemporánea. Es cada vez mayor el número de los que están firmemente convencidos de que “la realidad es tal y como la enseña la ciencia positiva...” En las mentes de los hombres se ha instaurado “nada más que la dictadura de la ciencia” [21]. Y la ciencia, que ha logrado su triunfo, es rencorosa. No olvida y no perdona a la religión las antiguas vejaciones y persecuciones. No es benevolente para con la religión. Han cambiado sus papeles, dice Bocheński exagerando: “Hubo un tiempo en que, en aras de la fe, se quemaba a hombres de ciencia, y hoy está más en boga entregar creyentes en manos de los verdugos en nombre de la ciencia” [22]. En todo caso, según expresión de Vieujean, “lo que más retiene a muchos contemporáneos nuestros lejos de Dios es la exclusiva atención que prestan a los valores científicos y técnicos” [23].
Es hora ya, desde hace mucho, aseveran a sus lectores y oyentes los tomistas, de que se acabe con esa disensión, exhortando a que se olviden las desavenencias pasadas, a que se concilien y a que se instauren, en lugar de la enemistad absolutamente injustificada, la comprensión mutua y la cooperación.
La finalidad del “bautismo de Aristóteles” por Tomás de Aquino era desde el comienzo suprimir el abismo entre la fe y el conocimiento, establecer una “coexistencia verdaderamente pacífica entre los dos rivales potenciales” [24]. No se puede decir que la inquisición haya hecho demasiados esfuerzos para cumplir esa misión. No obstante, con la resurrección del tomismo, el cardinal Mercier y sus discípulos adquirieron plena conciencia de que sin semejante conciliación es inconcebible la rehabilitación del escolasticismo y procuraron por todos los medios, al menos de palabra, atenuar las contradicciones irreductibles en la práctica. “¿Qué es, en resumidas cuentas, la filosofía de Santo Tomás? —decía Mercier, el fundador de la escuela de Lovaina—. Me parece que se puede reconocerla por dos rasgos bien característicos: el primero es la unión de la razón y la fe cristiana...” [25]
Pero la unidad es indestructible: la razón sin fe no puede hacer nada. Según palabras de Rousselot, “el pensamiento principal de la filosofía tomista puede expresarse de la siguiente manera: la inteligencia es esencialmente el sentido de lo real, pero sólo es el sentido de lo real porque es el sentido de lo divino” [26].
Y a la inversa, añade D. Scheltens, “nos parece que la posición de los teólogos, que consideran que sólo la teología puede hablar de Dios, mientras que la filosofía debería guardar un silencio absoluto acerca de él, no significa otra cosa que un menoscabo de la propia teología” [27].
A la pregunta de cómo deben ser las relaciones entre ellas —la querella o la armonía— responde M. Souriau en su artículo Foi et raison: “La convergencia”. La tarea no es fácil, “la distancia entre la fe y la razón es tan grande que la mayoría sólo ve una cima... El unir las dos cimas con una arcada teológica resulta tan vertiginoso que nadie de los vivos ha podido franquearla” [28]. Pero cada cual debe tender a eso, ya que, según expresión de Blondel, “la fe no es ni antirrazonable ni arazonable; no desprecia el saber ni lo niega...” [29] Es preciso “combinar la obediencia religiosa de la fe con el ejercicio de la razón filosófica”, lograr “la unión de la razón con la fe” [30], lograr su conjugación armónica. Suenan cada vez más frecuentes y vigorosas las voces de los “creyentes” que llaman a que se olvide el pasado hostil y se establezcan relaciones de benevolencia, que se pase de las disputas a la cooperación. La filosofía, como dice E. Coreth, alcanzará su plena significación sólo cuando, al rebasar sus limites, se integre en la religión y, por otra parte, “la propia religión debe, merced a la filosofía, adquirir seguridad, profundizacion y enriquecimiento” [31].
No obstante, superó a todos en este sentido el profesor J. Pleasants, de la Universidad norteamericana de Notre Dame. El profesor concluye con galantería su artículo Catholics and Science, que canta los adelantos científicos contemporáneos: “El catolicismo y la ciencia están destinados el uno para la otra. En la Iglesia hallamos el elemento femenino de la vida en su perfección. Se da con toda razón el nombre de “Madre” a la Iglesia... La ciencia moderna es el elemento masculino... Se necesitan mutuamente. Ambas sufren a causa de que se ha alargado demasiado el cortejo” [32].
Por tanto no cabe hablar siquiera de “monismo”. Pero, al propio tiempo, como hemos señalado ya, tampoco es tolerable el “dualismo”. El tomismo exige más: nada de “doble verdad”, nada de tolerancia religiosa por parte de la ciencia y de “tolerancia científica” por parte de la religión, sino unidad, ayuda mutua y comunidad. El enajenamiento recíproco, que se contenta con la no injerencia, es inaceptable. El filósofo no puede aislarse de la religión en una torre de marfil, como tampoco puede ni debe encerrarse en ella el teólogo para huir de la filosofía. La posición que ocupa en este problema el filósofo católico J. Hessen, de Colonia, no responde a los requisitos tomistas. A juicio de Hessen, el caso de Galileo nos ha enseñado poco a poco a separar la religión de la física. Pero “¿cuando... aprenderá la teología a separar la religión de la metafísica?” [33] No, objetan los tomistas, semejante deslindamiento es inadmisible. Nos vuelve a la pérfida “doble verdad”. “La filosofía no puede entrar en contradicción, sin incurrir en error, con la verdad de la revelación o con las conclusiones sabiamente establecidas en la teología, puesto que una misma cosa no puede ser a la vez verdadera y falsa, aceptable en filosofía y errónea en teología” [34]. Los tomistas no se plantean separar el conocimiento de la fe, la ciencia y la filosofía, de la religión y a la inversa, sino que procuran aproximarlas, conjugarlas y unirlas.
¿Sobre qué bases? ¿Cómo conjugar la fe y la razón, renunciando al racionalismo, por una parte, y al fideísmo, por otra? ¿Cómo unir la desconfianza en la razón y su empleo para favorecer la fe? ¿Qué fin persigue el “cortejo demasiado largo”?
Ante todo, insisten los tomistas (y en ello se basa toda su crítica del racionalismo), no cabe contentarse con la razón dadas la limitación y la imperfección de ésta. A su juicio, el error más grande es el convencimiento de que nuestra razón es el único camino de la verdad. Ya el § 9 de la declaración de León XIII contiene una advertencia, “ya que la razón humana, siendo limitada por determinadas fronteras... está sujeta a numerosos errores y carece de conocimiento en muchas cosas”. El tomismo eleva al absoluto y convierte en incapacidad de conocer por principio el desconocimiento debido a la limitación histórica del saber en cada etapa concreta de su desarrollo. El conocimiento racional de todo lo que existe, tanto lo real como lo contingente, se proclama inalcanzable en el curso del progreso científico y, además, vana ilusión que oscurece la razón. “El pensamiento filosófico... se inclina fácilmente a reconocerse absoluto en la esfera del conocimiento intelectual y capaz de absorber la vida en toda su integridad. Pero como eso no es factible y no puede llevarse a cabo y por cuanto la integridad vital está fuera del alcance del conocimiento racional y no puede ser reducida a él, se escapa al pensamiento filosófico” [35]. Semejante enfoque, lejos de estimular el pensamiento científico en su afán de ampliar las fronteras del conocimiento, lo frena y paraliza, no le deja proseguir las búsquedas y los descubrimientos. Se le presenta a la razón la exigencia de que se contenga, de que no busque lo no descubierto, de que no suba por los peldaños de la verdad relativa en su aspiración de llegar a la absoluta. Las pretensiones de la razón humana al perfeccionamiento ilimitado como medio de conocimiento de la verdad son condenadas por el' tomismo. Los tomistas estiman condenable la presunción de la razón, que “rebasa los límites de su competencia” y se encarga de juzgar de lo que no está a su alcance, lo que está más allá de lo cognoscible racionalmente.
La razón humana es finita, repiten una y otra vez los tomistas, y allí donde termina la razón comienzan las prerrogativas de la fe. La razón, consciente de su limitación e impotencia, pide ayuda a la fe, que abre la entrada a lo incognoscible racional y brinda la perspectiva de la verdad absoluta. Cuanto más sabemos sin rebasar los límites del conocimiento científico, “explica” Otto Spülbeck, obispo de Meissen, más aparecen nuevos problemas. “Esta es la razón de que los cristianos no compartamos el optimismo propio del materialismo dialéctico en el sentido de que la ciencia puede, en fin de cuentas, explicar todos los problemas, con lo que resultará inútil la fe”. Nada de eso —prosigue el obispo—, donde terminan las ciencias naturales, donde éstas agotan sus posibilidades de explicación, entra en vigor la revelación. Aquí viene la Biblia y nos explica, nos brinda la comprensión de las interdependencias finales...” [36] En una palabra, la fe acude en ayuda de la razón cuando ésta, superando la soberbia que la emponzoña, reconoce humilde su incapacidad e impotencia.
El breve sentido de las largas disquisiciones tomistas sobre este tema se reduce a que el conocimiento científico, que se contenta nada más que con la razón, no puede satisfacer las demandas espirituales del hombre, sus inquietudes intelectuales: la ciencia requiere que se rebasen sus límites, el conocimiento procura descubrir lo incognoscible, la razón necesita la fe. Donde se acaba la razón comienza inevitablemente la fe. Debemos agradecer a Dios por la razón, aunque imperfecta, que nos ha dado, y agradecerle dos veces por la fe que nos ha dado y que nos ofrece la posibilidad de superar la limitación y la imperfección de la razón...
La colosal ampliación de los horizontes de la razón, los grandiosos éxitos del pensamiento teórico contemporáneo y la creciente rapidez con que se propaga la luz del saber científico no detienen a los predicadores fanáticos de la fe religiosa. El acrecido prestigio del conocimiento racional, mortífero para la influencia de la Iglesia en las mentes humanas, no hace más que estimularlos a que refuercen la crítica con vistas a desacreditar el racionalismo, a que se valgan para eso de la argumentación tomada de distintas corrientes de la filosofía idealista decadente. Asustados por la disminución natural de los prejuicios anacrónicos de la tradición religiosa en la conciencia social, los teólogos prosiguen con inagotable tenacidad en sus esfuerzos para desacreditar la razón como único medio de llegar a la verdad, medio que no necesita protección ni tutela de la fe “superracional”.
En su mensaje a la Conferencia internacional para el problema psicofísico, organizada por la Academia Pontifical de Ciencias, el papa Pablo VI aseveraba a los participantes en la Conferencia que “todo auténtico hombre de ciencia es amigo de la Iglesia”, que “el mundo científico, que en el pasado se atenía a la postura de autonomía y presunción, de lo que se desprendía la desconfianza, para no decir, el desprecio, en los valores espirituales y religiosos, en nuestros días, al contrario... experimenta una especie de inseguridad y miedo frente a la posible evolución de la ciencia abandonada al curso absolutamente incontrolado de sus fuerzas motrices... Hoy el alma del hombre de ciencia está mucho más abierta para los valores religiosos más allá de los límites de lós prodigiosos adelantos científicos en la esfera material, para los misterios del mundo espiritual y la luz de la trascendencia divina”. Trátase de problemas “que superan la esfera de la ciencia”, como, por ejemplo, el del “origen y los destinos del hombre y del Universo” [37].
De suyo se entiende que eso correspondía plenamente a ánimos de los hombres de ciencia reunidos en la Conferencia del Vaticano. Entre ellos había también unas u otras personalidades eminentes, como, digamos, el neurofisiólogo J. Eccles, de Chicago, uno de los informantes. A lo dicho se sumaría igualmente el conocido matemático sueco E. Whittaker, al que se refiere el famoso filósofo tomista F. Van Steenberghen en sus pruebas de la existencia de Dios. Los sembradores de ilusiones optimistas en este problema podrían citar varios nombres más de grandes científicos que han dicho una palabra nueva en una u otra ciencia y conjugan sus conocimientos científicos en determinada rama con su concepción general del mundo penetrada de fe religiosa, extensiva a todo lo que rebasa los límites de la esfera de sus búsquedas científicas, lo que se halla fuera del campo de su visión científica. El estudio marxista de la religión, basado en los adelantos de toda la historia del ateísmo y en profusos hechos concretos logrados por la etnografía, la historia y la psicología social, ha puesto al descubierto con toda la elocuencia científica las raíces sociales, psicológicas y gnoseológicas de la vitalidad de los prejuicios religiosos tanto entre los ignorantes o interesados como, con frecuencia, entre personas de gran cultura y buena fe, sujetas a estos prejuicios y errores, por cuanto no afectan directamente su actividad científica especial y les parecen compatibles con ella [38]. No obstante, el progreso de la ciencia en todos sus aspectos cumple inconteniblemente su cometido, desplaza de las mentes las supervivencias de la conciencia precientífica y anticientífica, contribuyendo a esa emancipación en forma radical los cambios sociales de nuestra época revolucionaria.
¿Dónde pasa, pues, la frontera fijada por el tomismo para el conocimiento científico y en qué basan los tomistas la superioridad de la fe en comparación con la razón, puesto que “por lo que se refiere a la razón, cada cual sabe que la fe, sin contradecirla, la trasciende completamente”? [39]
La ciencia está limitada por su objeto: además y por encima de lo que es y puede ser su objeto existe lo que no es ni puede serlo. Si lo existente está a su alcance, la existencia, como tal, es inaccesible. Si la ciencia está en condiciones de demostrar que una cosa existe, no lo está para probar que una cosa no existe. Ahora bien, incluso en el conocimiento de lo que existe, la ciencia sólo hace constar la existencia de su objeto y pierde en seguida todo interés por él, ocupándose de su esencia... volviendo jamás a la fuente misma de la existencia” [40]. Por tanto “lo más que puede hacer la ciencia... es llevarnos en la esfera de su competencia, es decir, en la esfera de lo creado... a una interpretación más perfecta de lo dado en la palabra de Dios” [41].
Las verdades de la razón se diferencian de las verdades de la fe, que le son inaccesibles, no ya sólo por su objeto limitado por los datos sensibles intermedios, sino, además, por su propio carácter: las verdades de la razón son relativas, mutables, pasajeras e hipotéticas; las verdades de la fe son absolutas e irrevocables. “Las verdades que efectivamente tienen importancia, han sido dadas de una vez y para siempre, por lo cual concluimos que son de por sí inmutables y ningún saber sucesivo puede afectarlas de manera alguna. Esta es la razón de que entre la Verdad (con mayúscula) religiosa y la verdad (con minúscula) seglar se abra un abismo” [42]. Esta es la razón de que no quepa fiarse en las verdades científicas, no se pueda conceder a la razón “la absoluta autonomía o independencia” [43], por cuanto, abandonada a su propio destino, la ciencia presuntuosa incurre ineludiblemente en errores. El tomismo contrapone a la dialéctica de la verdad relativa y absoluta, que estimula el progreso del conocimiento, su contraste metafísico, que se opone al progreso del conocimiento. Al condenar el racionalismo, con su razón indoblegable, en proceso de constante búsqueda, el tomismo exige que la razón se someta a la fe.
La llamada “verdad absoluta” dada de una vez y para siempre, inaccesible a la razón, intolerable para con la duda y la renovación, no es otra cosa que el dogma religioso incuestionable. La alusión a la limitación de la razón resulta, en la práctica, un pretexto para limitarla. “Antes de comenzar a filosofar, Tomás de Aquino ya conoce la verdad: viene anunciada en la doctrina católica. Si logra hallar argumentos aparentemente racionales para unas u otras partes de la doctrina, tanto mejor; si no lo logra, tiene que volver a la revelación. La búsqueda de argumentos para una conclusión dada de antemano no es filosofía, sino un sistema de argumentación preconcebida”. Esta característica exacta e indiscutible del núcleo de la metodología tomista, que da Bertrand Russell [44], se refiere plena y enteramente a todos los seguidores de Tomás sin excepción: sin eso no hay tomismo. Desgraciadamente se va haciendo cada vez más difícil hallar argumentos racionales convincentes.
El catolicismo, al igual que cualquier otra religión, es dogmatismo. “El dogmatismo es necesario a la religión” —dice una definición del Diccionario enciclopédico católico. “Hemos hallado que la única doctrina que responde a las exigencias de la realidad y la razón humana y que está libre de contradicciones o afirmaciones injustificadas es la doctrina escolástica, conocida como dogmatismo” —explica un manual católico standard [45]. El dogma de la Iglesia es la norma y el criterio de la verdad, es axiomático. Los dogmas son sus axiomas, que, además de no requerir pruebas empíricas o lógicas, no admite, a diferencia de los sistemas geométricos, otras teorías axiomáticas al estilo de las no euclidianas. “El catolicismo es lo que la Iglesia Católica dice que es (what the Catholic Church says it is), y no puede ser otra cosa... Si yo me equivoco, estoy siempre dispuesto a que me corrija la Iglesia, la cual no puede equivocarse” [46].
Por lo tanto, los principios del entendimiento y de la fe son diametralmente opuestos y se excluyen los unos a los otros. La fe no es resultado de la profundización, del perfeccionamiento, del desarrollo del conocimiento racional, sino el abandono del mismo, el paso de los límites de la razón, un salto (salto mortale!) hacia una forma de conciencia absolutamente distinta, diferente de la razón. Lo que la fe reconoce como verdad no depende en absoluto de lo que afirma la razón. “Los dogmas de la Iglesia... son verdaderos por cuanto se asientan en la autoridad de la Razón Divina, merced a su revelación” [47]. Sean los que fueren los descubrimientos que hace el pensamiento científico, sean las que fueren las revoluciones científicas que se realizan, no tienen la menor importancia para las “verdades” de la fe, que son inquebrantables. “El mundo de la ciencia actual con sus nuevas dimensiones, con la vertiginosa ampliación del Cosmos no haría vacilar lo más mínimo a Tomás... El Dios de Tomás no depende en absoluto de la estructura del átomo ni del número de mundos” [48]. Y por más que se extiendan los límites del conocimiento jamás estrecharán los de la fe, ya que el objeto de la fe no es lo que todavía no se conoce, sino lo que no se puede conocer por principio, lo trascendental, lo que presupone un objeto no científico del “conocimiento”, que requiere un método no científico de su comprensión, no una razón crítica, sino una fe dogmática. “Las verdades de la fe son sobrenaturales; en consecuencia, están, por su esencia, fuera del alcance de la ciencia... No hay argumentos sacados de la naturaleza que puedan hacerse valer para un orden que la trasciende por definición” [49].
Si se postula lo sobrenatural, para comulgar en ello se necesita lo superracional, y a la inversa, sin fe, que supera las barreras de la razón, lo sobrenatural queda injustamente al margen de la conciencia. La ciencia puede llevar a la Luna, a Marte, a Venus, pero de ninguna manera al reino de Dios [50].
Si el conocimiento científico es el reflejo especulativo de la realidad objetiva, que sintetiza la experiencia y la razón, la fe es una nueva dimensión del conocimiento: la visión a través del espejo es camino del Trasespejo trascendente...
La razón no está en condiciones de comprender por qué la aparición de la conciencia moral (“el conocimiento del bien y del mal”) es un “pecado original”. ¿Cómo pudo el omnisciente y omnipotente Dios cometer tamaño error como la creación de tan desafortunado mundo que resultó mejor someterlo a un diluvio? ¿Cómo puede ser Dios uno y trino? Si la vida de ultratumba es el bien máximo, ¿para qué prometer la resurrección? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?... Son muchísimas las cosas que la razón no logra comprender. Tanto peor para la razón. Con su incapacidad de probar la verdad de la fe, la razón sólo hace patente su propia impotencia. Cuanto menos comprendemos más necesidad tenemos de la fe.
No obstante, los predicadores del culto a la fe y los detractores del “culto a la razón”, pese a toda su limitación y desprecio por el conocimiento racional, no niegan de golpe la razón, no la rechazan del umbral de la “teología natural”. Al contrario, el tomismo estima que su gran mérito ante la Iglesia Católica consiste ... en su protección a la razón y el ganársela para la Iglesia: “El santo protector de la ciencia es, como se sabe, el santo apóstol Tomás” [51]. La atracción de la razón y de la fe, aseveran los antirracionalistas militantes, es recíproca. Según insisten, el tomismo es la doctrina de la ayuda mutua fraternal de la fe y la razón. Según expresión de Pío XII, las verdades de la razón y las de la fe son hermanas, aunque de “desigual belleza”. “Cuando la fe obliga a la razón a que se arrodille delante de ella no hace más que exaltarla” [52], dice Pío XII parafraseando la fórmula de León XIII.
Los tomistas prestan mucha atención a la dilucidación del carácter de ese “parentesco” y lo establecen con toda precisión y sin equívocos. Esta “suerte de simbiosis” [53] de dos hermanas se basa en que la menor debe cuidar, cuanto lo permiten sus fuerzas, atender a la mayor, y ésta debe utilizar máximamente sus servicios.
No cabe despreciar la filosofía, aleccionaba León XIII, sino que hay que apoderarse de ella, convertirla en “sirvienta de la teología”. “La filosofía, siendo bien empleada por los sabios, procura atenuar de cierto modo y fortalecer el camino de la auténtica fe y preparar las almas de sus discípulos para recibir la revelación” [54] “Esta es la causa principal —explican los autores del nuevo manual de filosofía tomista— de que la reflexión filosófica mantenga su significado también para el cristiano” [55].
A pesar de estar tan convencida de su superioridad, la guardiana de la fe, la teología, no desprecia los servicios de la filosofía, la representante plenipotenciaria de la razón. Limitada e imperfecta, la filosofía puede y debe ser utilizada por la teología, ilimitada y perfecta. “Este uso de la razón, que, en última instancia, reviste la forma de ciencia, por la fe y para la fe es exactamente la escolástica” [56].
Empero, la incorporación de la razón a la participación en los asuntos de la fe no es incondicional. “Esta colaboración debe tener sus límites...” [57] y practicarse en determinadas condiciones. La condición principal es la completa subordinación de la razón a la fe, la obediencia incuestionable de la filosofía a la teología. “Si alguien dice que la razón humana es tan independiente que la fe no puede darle órdenes en nombre de Dios ¡será excomulgado!” —decretó el Concilio Vaticano I.
El primer precepto de la “probidad” filosófica, que le da el derecho a la existencia, es “la norma negativa” [58]: la filosofía no tiene el menor derecho a entrar en contradicción con los dogmas teológicos. Además de que la filosofía tiene el deber de abstenerse de razonamientos que discrepan de la fe, debe reconocerlos falsos.
El segundo precepto (por el orden, pero no por su importancia) es la “norma positiva”: todos los esfuerzos de la filosofía deben plantearse la “asimilación” de las conclusiones generales de la ciencia en beneficio de la teología [59]. “El destino fundamental de la propia filosofía y su auténtica esencia como concepción del mundo es probar lo del otro mundo para toda ciencia y lo de este mundo para la religión cristiana, para dar vida así a un nuevo género de filosofía” [60]. Siguiendo este precepto, los filósofos se transforman en “personal de servicio” de los teólogos. Semejante tipo de filosofía “no hace más que imitar o reflejar en su espejo lo que la teología le enseña” [61]. Al asimilar, al traducir al idioma de la filosofía, al dar tonos filosóficos a las doctrinas teológicas, semejante filosofía brindó a la fe la posibilidad de “transformar la razón misma” [62]. Tal es, según el código tomista, la comunidad de las “dos hermanas de desigual belleza”. “Los filósofos pueden decir lo suyo, pero no les pertenece la última palabra” [63]. Las disquisiciones tomistas acerca de la “autonomía” de la ciencia recuerdan la “Declaración de los derechos del hombre” de Schedrín, con la nota: “¡A ver quién se atreve!”.
La concepción tomista de la relación entre el saber y la fe, entre la filosofía y la teología no admite equívoco: es clara y precisa. “La misión de la teología es ayudar a la propagación de la verdad salvadora de la revelación. Cuando se vale de la filosofía como, medio de lograr este fin no deja de ser teológica por su esencia. El teólogo filosofante no debe convertir el vino de la teología en el agua de la filosofía; al contrario, convierte el agua de la filosofía en vino teológico” —declara E. Gilson [64].
El estado de la filosofía como instrumento de la teología escolástica está formulado con extrema diafanidad en la característica del papel de la filosofía en la doctrina de Tomás de Aquino que ofrece A. Pegis. No era, según definición de Pegis, “una filosofía desarrollada en beneficio de sus propios intereses, a su propio nivel o en aras de sus propios objetivos... Era una filosofía al servicio de la teología, subordinada a los propósitos y a la dirección del teólogo... La filosofía desarrollada por Santo Tomás revela tanto sus principios e ideales como su fisonomía y carácter intelectuales en tanto que instrumento teológico” [65]. Esta característica responde plenamente a la realidad, define con exactitud la auténtica función y pone al descubierto la propia esencia de la filosofía tomista.
Deseando endulzar la amarga píldora, sazonar la triste suerte a que está condenada la filosofía por la teología, E. Gilson elige como epígrafe a su libro sobre este tema las palabras de Charles Péguy: “La filosofía es la sirvienta de la teología, eso es indiscutible... Pero que la sirvienta no riña con la señora y que la señora no maltrate a la sirvienta” [66]. Y Wendland, el tomista de Würzburg, resulta todavía más amable: “La filosofía, en tanto que sirvienta de la teología, no es una criada esclava (serviliter servilis), y la teología no es una señorona tirana...” [67]
Los filósofos tomistas se merecen perfectamente todo estímulo de los teólogos. Ninguna religión y ninguna escuela cristiana se ha esforzado tanto y ha dado prueba de tanta inventiva sofística para proteger filosóficamente la fe contra la razón como la filosofía escolástica tomista.
Al conocer el status de la razón en la doctrina tomista se puede ver lo que es en realidad la “condena del fideísmo” por el Vaticano. Si son “fideístas” los que “ponen la fe por encima de la razón” [68], no cabe dudar lo más mínimo del absoluto fideísmo de la doctrina tomista. La afirmación de Lenin: “El fideísmo contemporáneo no rechaza en absoluto la ciencia; rechaza sólo “las excesivas pretensiones” de la ciencia...” se extiende enteramente también al fideísmo tomista. La esencia de la “condena del fideísmo” no reside en la renuncia a la primacía y la dominación de la fe sobre la razón, ni mucho menos, sino en la condena de los teólogos que no aprovechan la posibilidad de explotar en beneficio propio los recursos lógicos, que no ponen la filosofía escolástica al servicio de la teología y que se han creído que la fe no necesita esa sirvienta y puede prescindir de su ayuda.
Por cierto, en la postura de los radicales fideístas condenados por el Vaticano hay un “grano racional”: el peligro que supone el recurrir a la ayuda de la razón, pues la sirvienta admitida en la casa puede rebelarse y causar daño. ¿No les convendría a los fideístas tratar de estar lo más lejos posible del mal, no liarse con la razón y aplicar con espíritu consecuente su militante antirracíonalismo?
Deslindándose del “fideísmo”, los fideístas tomistas niegan también su pertenencia al irracionalismo. El antirracionaíismo no es irracionalismo, sino una oposición al abuso del racionalismo. Lo superracional no es antirracional, sino sólo lo inaccesible a nuestra razón humana limitada y deficiente, pero no a la razón sobrehumana, absoluta. El tomismo pretende a que lo “superracional” supera en distinta medida tanto al racionalismo como al irracionalismo. Por una parte, nuestra época prueba el hundimiento histórico del triunfo trisecular del racionalismo y, por otra, “muchos de nuestros contemporáneos buscan en la antirrazón y la sinrazón alimento para su alma que deberían buscar por encima de la razón” [69].
Ahora bien, ¿en qué consiste la diferencia básica entre lo superracional y lo irracional, si lo primero tampoco se sujeta a la intelección lógica? La diferencia está, contestan los tomistas, en que lo superracional no es irracional de por sí, aunque su racionalidad sea inconcebible para nosotros. “Para mí” hay muchas cosas que no tienen explicación racional, sin embargo, ya sé que “en sí” nada es totalmente irracional [70]. Llama la atención esa asonancia peculiar de lo dicho con el agnosticismo kantiano: la contraposición de lo cognoscible como fenómeno (“cosa para nosotros”) a lo incognoscible como “cosa en sí”. Empero, en el tomismo, la fe en la razón divina traspasa los límites del agnosticismo y afirma la racionalidad de lo incognoscible, que no cabe en nuestro pensamiento lógico. No se puede, dicen los tomistas, limitar la libre voluntad de Dios con leyes de nuestra lógica y con ninguna ley en general. Todo está en poder de Dios. Sus actos y, ante todo, los milagros no están sujetos a la ley de la razón suficiente. Para el omnipotente no existe nada lógicamente imposible, lo mismo que físicamente imposible. La ley de la razón suficiente es falsa como axioma metafísico fundamental, ya que, a la fin y a la postre, resulta ser un enemigo feroz del teísmo. En una palabra, lo sobrenatural no puede medirse con nuestro rasero lógico.
Pero, si lo sobrenatural, como lo trata de probar toda la ontología tomista, es antinatural, también lo superracional es antirracional, es irracional: es inconmensurable con lo lógico. Si la Crítica de la razón pura de Kant se vale del agnosticismo para mostrar la irracionalidad de las pruebas de la existencia de Dios, para el fideísmo tomista el agnosticismo comienza allí donde terminan las pruebas de la existencia de Dios. Estas “pruebas” se emplean para afirmar lo sobrenatural y permiten ataviar lo irracional con el ropaje de lo superracional.
Notas
[1] J. M. Bocheński. Philosophy. An Introduction. Dordrecht, 1962, p. 56.
[2] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse.— Encyclopédie française. París, 1957, t. XIX, p. 32, 12.
[3] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube. L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis. Freiburg, 1969, S. 121.
[4] J. Fischl. Geschichte der Philosophie, Bd. V. Graz, 1954, S. 396.
[5] Der Papst sagt, Frankfurt am Main, 1956, S. 219.
[6] R. Jolivet. Cours de philosophie. Lyon-Paris, 1938, p. 218.
[7] Cl. Tresmontant. Les idées maîtresses de la métaphysique chrétienne. Paris, 1962, p. 99.
[8] J. Maritain. The Humanism of St. Thomas Aquinas.— D. Runes (ed.).— Twentieth Century Philosophy. New York, 1943, p. 299.
[9] J. Maritain. Le songe de Descartes. Paris, 1932, p. 36, 266, 274.
[10] J. Maritain. La dialectique de Hegel.— Nouvelle Revue française. Paris, 1957, N. 50, p. 236.
[11] E. Coreth. Metaphysik. Innsbruck, 1961, S. 628.
[12] Cl. Tresmontant. Les idées maîtresses de la métaphysique chrétienne, p. 98. 97.
[13] J. Maritain. Trois réformateurs. Paris, 1947, p. 48.
[14] Ibídem, p. 123.
[15] G. Deledalle et Denis Huisman (ed.). Les philosophes français d’aujourd’hui par eux-mêmes. París, 1963, p. 27.
[16] J. B. Lotz. Sein und Existenz. Freiburg, 1965, S. 51.
[17] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse.— Encyclopédie française, t. XIX, p. 19, 32, 13.
[18] Ibídem, págs. 32 y 14. Es poco probable que sea necesario explicar a nuestro lector el paralogismo de esta afirmación, basada en el juego de palabras “fe”, “seguridad” y “certidumbre”. Damos crédito a la ciencia solo en lo que no se basa en la fe científicamente no demostrada e indemostrable.
[19] J. M. Bocheński. Philosophy. An Introduction— L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis, 1969, S. 133.
[20] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse—Encyclopédie française, t. XIX, p. 19, 32, 13.
[21] A. Dondeyne. Foi chrétienne et pensée contemporaine. Louvain, 1952, p. 59.
[22] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube.— L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis. Freiburg, 1969, S. 120.
[23] Citado con arreglo a: F. Van Steenberghen. Dieu caché, p. 349-350.
[24] K. Tranoy. Thomas Aquinas.— D. J. O’Connor (ed.). A Critical History of philosophy. London, 1964, p. 121.
[25] L. de Raeymaeker. Le cardinal Mercier,—M. F. Sciacca (Hrsg.). Les grands courants de la pensée mondiale contemporaine, t. VI, Milano, 1964 p. 1113.
[26] G. Isaye. Joseph Maréchal.—M. F. Sciacca (Hrsg.). Les grands courants de la pensée mondiale contemporaine, t. VI, p. 999.
[27] D. Scheltens. Reflections on natural theology, p. 78.
[28] M. Souriau. Foi et raison.— Encyclopédie française, t. XIX, p. 34, 1.
[29] M. Blondel. Foi.— A. Lalande (ed.). Vocabulaire de la philosophie, t. 1, Paris, 1928, p. 260.
[30] E. Gilson. Recent Philosophy, p. 339, 349.
[31] E. Coreth. Metaphysik, S. 629.
[32] J. Pleasants. Catholics and Science. Catholicism in America. Notre Dame. 1953, p. 179.
[33] J. Hessen. Thomas von Aquin und wir. München, 1955, S. 123.
[34] L. Rayemaeker. Introduction to Philosophy. Louvain. 1956, p. 21.
[35] E. Coreth. Metaphysik, S. 627-628.
[36] O. Spülbeck. Der Chirst und das Weltbild der modernen Naturwissenschaft. Berlin, 1957, S. 231, 244.
[37] Citado con arreglo a J. C. Eccles (ed.). Brain and Conscious Experience. N.Y., 1966, p. XX, XXI.
[38] Hasta en los casos en que esta incompatibilidad es evidente, se necesita valor para mantenerse fiel a la verdad. Un ejemplo clásico de ello ofrece C. Darwin. “Finalmente —ecribía Darwin a Joseph Hooker (1844)— han aparecido destellos de luz, y yo he llegado a la conclusión, a despecho de la inicial... (confesarlo es lo mismo que confesar un asesinato) de que las especies varían”’.
[39] M. Guérard des Lauriers. L’intelligence humaine.— Recherches de philosophie, vol. III-IV, p. 380.
[40] G. Kalinowski. Esquisse de L’évolution d’une conception de la métaphysique.— St. Thomas d’Aquin aujourd’hui. Paris, 1963, p. 121.
[41] E. Liénart. Le chrétien devant le progrès de la science. Études, 1947, t. XII, p. 300.
[42] J. Pleasant. Catholics and Science.— Catholicism in America, p. 174.
[43] J. Daley. Rationalism.— Catholic Encyclopedia. New York, 1941.
[44] Véase B. Russell. Historia de la filosofía occidental. Moscú, 1959, pág. 481.
[45] P. Glenn. An Introduction to Philosophy. New York, 1945, p. 213.
[46] M. Williams. A Catholic’s View.— H. Rallen, S. Hook (ed.). American Philosophy Today and Tomorrow. New York, 1935, p. 512.
[47] D. Attwater. The Catholic Encyclopedic Dictionary. London, 1949.
[48] H. Meyer. Thomas van Aquin, S. 699.
[49] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 242.
[50] No se puede por menos de reconocer el pleno fundamento de dicha afirmación: efectivamente, la ciencia no está en condiciones de “llevar” a lo que... no existe. Sin embargo es absolutamente absurda la afirmación de Van Steenberghen acerca de que esta ciencia puede probar la existencia de algo, pero que no se sabe cómo podría la ciencia probar la inexistencia de un ser cualquiera (F. Van Steenberghen. Dieu caché, p. 11). Ahora bien ¿qué decir cabe del calórico, del flogisto, del éter, del espacio y del tiempo vacíos, de los átomos indivisibles, de “la fuerza vital” (vis vitalis) y del “alma”?
[51] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube.— L. Reinich (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis, S. 125.
[52] Der Papst sagt. Frankfurt am Main, 1956, S. 134.
[53] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 209.
[54] Aeterni Patris, § 4.
[55] J. de Vries, J. B. Lotz. Philosophie im Grundriss. Würzburg, 1969, S. 22.
[56] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 210.
[57] Ibídem, p. 205.
[58] L. de Raeymaeker. Introduction à la philosophie. Paris, 1964, p. 30.
[59] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 239.
[60] D. Wendland. Von der Philosophie zur Weltanschauung. Zürich, 1960, S. 22.
[61] J. Maritain. About Christian philosophy.— B. Schwarz (ed.). The Human Person and the World of Values. New York, 1960, p. 9.
[62] D. Dubarle. Esquisse du problème contemporaine de la raison.— La crise de la raison dans la pensée contemporaine. Bruges, 1960, p. 74.
[63] E. Gilson. Recent Philosophy, p. 354.
[64] E. Gilson. On the Art of Misunderstanding Thomism.— The McAuley Lectures. West Hartford, 1966, p. 35.
[65] A. Pegis. Catholic Intellectualism at the Crossroad.— The McAuley Lectures, p. 12.
[66] E. Gilson. Le philosophe et la théologie.
[67] D. Wendland. Von der Philosophie zur Weltanschauung. S. 112.
[68] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. O. C., t. 18, pág. 271.
[69] J. Maritain. Le songe de Descartes. Paris, 1932, p. XI, 275.
[70] J. A. Peters. Metaphysics. A Systematic Survey. Louvain, 1963, p. 73.
Descargar “Erosión de la filosofía “sempiterna” (1978) de B. E. Bijovskiy.
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