Jachik Nishanovich Momdzhyan
(1909-1996)
El hombre posee el don más precioso: la conciencia, la razón pensante, con su capacidad de remontarse a lo pasado lejano y a lo porvenir, de penetrar en el terreno de lo desconocido, con su mundo de ensueños y fantasías. ¿Qué es, pues, la conciencia, cómo ha surgido y cuáles son sus peculiaridades? ¿Qué relación guarda con la realidad y con el cerebro humano?
1. La conciencia es función del cerebro humano
El hombre empezó ya en la remota antigüedad a reflexionar sobre el misterio de su conciencia. Las mentes más preclaras de la humanidad intentaron a lo largo de muchos siglos descubrir la naturaleza de la conciencia y buscar respuesta a diversas preguntas: cómo crea la materia inorgánica, en un grado determinado de desarrollo, la materia orgánica y cómo engendra esta última la conciencia; cuáles son su estructura y sus funciones; qué mecanismo efectúa la transición de las sensaciones y las percepciones al pensamiento; qué relación existe entre la conciencia y los procesos fisiológicos materiales que se producen en la corteza cerebral. A consecuencia de su complejidad, éstos y otros muchos problemas íntimamente relacionados con ellos fueron inaccesibles durante largo tiempo a la investigación científica rigurosamente objetiva. Esta circunstancia fue uno de los motivos de que en la interpretación de los fenómenos de la conciencia alcanzaran gran difusión concepciones idealistas y religiosas de distinto género.
Según las concepciones idealistas religiosas, la conciencia es una manifestación de cierta sustancia inmaterial, del «alma», que, según ellas, no depende de la materia en general ni del cerebro humano en particular, puede existir independientemente y es inmortal y eterna.
La idea del «alma» como principio inmaterial vivificador y cognoscente surgió ya en la antigüedad. Al no saber explicar las causas naturales de los sueños, los desvanecimientos, la muerte y los distintos procesos cognoscitivos, emocionales y volitivos, los antiguos llegaban a concepciones falsas de estos procesos. Por ejemplo, los sueños eran interpretados como impresiones del «alma», que durante el sueño abandona el cuerpo y vaga por lugares diversos. La muerte era presentada como una variedad del sueño, en la que «el alma», por causas desconocidas, no retoma al cuerpo que ha abandonado. Estas opiniones ingenuas y fantásticas fueron desarrolladas con posterioridad, «argumentadas» teóricamente y refrendadas en diferentes sistemas filosóficos idealistas. Cualquier sistema idealista proclamaba, de una manera o de otra, que la conciencia (la razón, la idea, el espíritu) es una esencia sobrenatural independiente; es más, una esencia que no sólo no depende de la materia, sino que incluso crea todo el mundo y dirige su movimiento y desarrollo.
En oposición a las distintas concepciones idealistas, el materialismo parte de que la conciencia es una función del cerebro humano y su esencia consiste en que refleja la realidad. Pero el problema de la conciencia ha sido también extraordinariamente difícil para los filósofos y sicólogos materialistas. Algunos de ellos, al tropezar con dificultades en el problema del surgimiento de la conciencia, empezaron a considerar ésta como un atributo de la materia, como una propiedad eterna suya, inherente a todas sus formas, tanto superiores como inferiores. Declararon que toda la materia estaba dotada de vida. Esta concepción se denomina hilozoísmo (del griego hyle, materia, y zoe, vida).
El materialismo dialéctico arranca de que la conciencia es una propiedad no de cualquier materia, sino de la materia altamente organizada, y está vinculada a la actividad del cerebro humano. Como subrayaron los fundadores del marxismo, la conciencia jamás puede ser otra cosa que la existencia hecha conciencia, y la existencia (el ser) de los hombres es un proceso real de su vida.
La concepción materialista dialéctica de la conciencia se basa en el principio del reflejo, es decir, de la reproducción síquica del objeto en el cerebro humano en forma de sensaciones, percepciones, representaciones y conceptos. El contenido de la conciencia está determinado, en fin de cuentas, por la realidad circundante, y su substrato material, su portador, es el cerebro. Es evidente a todas luces que no puede existir ninguna vida espiritual sin el cerebro, sin los conductos que lo vinculan al mundo.
Entre los animales, la capacidad de reflejo síquico de los influjos externos apareció en el curso de su evolución sólo cuando surgió en ellos el sistema nervioso. El perfeccionamiento de la sique de los animales bajo la influencia del modo de vida está ligado íntimamente al desarrollo de su cerebro. La conciencia del hombre surgió y se desarrolla en estrecha conexión con el surgimiento y desarrollo del cerebro específicamente humano, bajo el influjo de la actividad laboral y de las relaciones sociales. El cerebro es el órgano de la conciencia como forma superior del reflejo síquico de la realidad.
El cerebro humano es un delicadísimo aparato nervioso, formado de una cantidad inmensa de células nerviosas, que llega a 15.000 millones. Cada célula está en contacto con otras, y todas ellas, en unión de los terminales nerviosos de los órganos sensoriales, constituyen una complicadísima red en la que existe una cantidad incalculable de nexos.
El cerebro humano tiene una estructura «jerárquica» extraordinariamente complicada. Las formas más simples de análisis y síntesis de las influencias exteriores y de regulación de la conducta son realizadas por las secciones inferiores del sistema nervioso central —médula espinal, médula oblongada, meseneéfalo y diencéfalo—, y las formas más complejas, por los «pisos» altos, en primer término, por los hemisferios del cerebro. Las fibras nerviosas hacen llegar a las diversas secciones de la corteza cerebral estímulos originados por la influencia de los agentes exteriores sobre los órganos de los sentidos. El aparato subcortical del cerebro es un órgano de complejísimas formas de actividad hereditaria, innata (instintiva). Desempeña un papel autónomo en los animales vertebrados inferiores, pero pierde su independencia en los vertebrados superiores: en los mamíferos y, sobre todo, en el hombre.
La acción recíproca del organismo y del mundo circundante, así como de las distintas partes del primero y de sus órganos, se asegura por medio de reflejos, es decir, de reacciones del organismo, originadas por la excitación de los órganos sensoriales y realizadas con participación del sistema nervioso central. Los reflejos se dividen en dos grupos fundamentales: no condicionados y condicionados. Los reflejos no condicionados son reacciones innatas del organismo, transmitidas por herencia, ante las influencias del medio exterior. Los reflejos condicionados son las reacciones adquiridas en el proceso de la actividad vital del organismo; su carácter depende de la experiencia individual del animal o del hombre. La doctrina acerca de los reflejos del cerebro fue desarrollada por numerosos científicos de diversos países. A ella contribuyeron en gran medida los sabios rusos I. Séchenov, I. Pávlov, N. Vvedenski, A. Ujtomski, L. Orbeli y otros, que sustentaron una posición estrictamente materialista y partieron de la idea de que lo fisiológico y lo síquico están unidos de manera indisoluble. Las ideas de los científicos soviéticos P. Anojin (sobre la actividad de integración del cerebro como sistema funcional íntegro y sobre el mecanismo fisiológico del reflejo adelantado de la realidad) y N. Bernstéin (acerca de la construcción de tareas y objetivos de la acción en el proceso de la actividad cerebral) tienen gran importancia para el estudio de los mecanismos fisiológicos de la sique y de la conciencia.
El cerebro es un sistema funcional excepcionalmente complicado. Y la acertada comprensión del funcionamiento de este sistema presupone la unión de los datos obtenidos al estudiar las distintas células nerviosas y al investigar la conducta exterior del hombre. Ninguna sensación, ningún sentimiento y ningún impulso pueden surgir fuera de los procesos fisiológicos del cerebro.
La idea de que el cerebro es el órgano del pensamiento, surgida en la remota antigüedad, es hoy admitida universalmente por la ciencia. Sin embargo, algunos filósofos idealistas tratan, incluso en nuestros días, de impugnar la tesis de que la conciencia es una función del cerebro.
La conciencia es un producto de la actividad del cerebro y surge merced únicamente a la influencia del mundo exterior sobre el cerebro a través de los órganos de los sentidos. Estos últimos son «aparatos» que sirven para reflejar, para informar al organismo de los cambios que se operan en el mundo circundante o dentro del propio organismo. Por eso, los órganos de los sentidos se dividen en exteriores e interiores. Los exteriores son la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Las señales que envían al cerebro los órganos sensoriales informan de las propiedades de las cosas, de sus nexos y relaciones. Pávlov dio la denominación de analizadores al conjunto de órganos de los sentidos y de las correspondientes ramas nerviosas. El análisis de las influencias del medio comienza en la parte periférica del analizador —el receptor (terminales de las fibras nerviosas)—, en el que se distingue un tipo determinado de energía de entre los muchísimos que influyen en el organismo. El análisis supremo y más exacto se consigue solamente con el concurso de la corteza cerebral. La excitación originada por tal o cual influencia en los órganos de los sentidos origina una sensación, se convierte en un factor de la conciencia, sólo cuando llega al cerebro. Los procesos fisiológicos corticales son mecanismos materiales necesarios de la actividad síquica reflexiva, son fenómenos de la conciencia.
2. La conciencia, forma superior del reflejo síquico del mundo objetivo
El análisis del nexo existente entre la conciencia y los procesos fisiológicos que tienen lugar en el cerebro está lejos aún de descubrir las peculiaridades de este último. Porque los mecanismos fisiológicos de los fenómenos síquicos no son idénticos al contenido de la sique, la cual es el reflejo de la realidad en forma de imágenes subjetivas, ideales.
El materialismo dialéctico rechaza la interpretación primitiva de la esencia de la conciencia por los partidarios del materialismo vulgar (K. Vogt, L. Büchner, J. Moleschott y otros), el cual reduce la conciencia a su substrato material: a los procesos fisiológicos nerviosos en el cerebro. Cada naturalista, decía Vogt, está obligado a llegar al convencimiento de que «todas las facultades conocidas con la denominación de actividad anímica son sólo funciones de la sustancia cerebral o, dicho de una manera más vulgar, que el pensamiento guarda aproximadamente la misma relación con el cerebro que la bilis con el hígado...» [1] Y en este sentido, según él, la conciencia actúa como algo material.
Identificar la conciencia con la materia es un burdo error. Al criticar los errores del materialista vulgar J. Dietzgen —quien suponía que «el espíritu se diferencia de la mesa, la luz o el sonido no más que estas cosas se diferencian entre sí»—, Lenin dijo: «El error es aquí evidente. Que el pensamiento y la materia son «reales», es decir, que existen, es verdad. Pero calificar el pensamiento de material es dar un paso en falso hacia la confusión entre el materialismo y el idealismo» [2].
No menos errónea es la concepción dualista del paralelismo sicofísico, según la cual los procesos síquicos y materiales (fisiológicos) son esencias absolutamente distintas y entre ellas existe un abismo. Algunos adeptos de esta concepción suponían que la correspondencia que observamos entre los procesos fisiológicos y síquicos ha sido preestablecida por Dios.
La conciencia no es una esencia especial, separada de la materia. Ahora bien, la imagen de un objeto creada en la cabeza del hombre no puede reducirse ni al propio objeto material, que se encuentra fuera del sujeto, ni a los procesos fisiológicos que se producen en el cerebro y engendran esa imagen. El pensamiento y la conciencia son reales. Pero no son la realidad objetiva, sino algo subjetivo, ideal.
La conciencia es una imagen subjetiva del mundo objetivo. Cuando hablamos de la subjetividad de la imagen tenemos en cuenta que no es un reflejo adulterado de la realidad, sino algo ideal, es decir, como señalaba Marx, lo material transpuesto a la cabeza del hombre y transformado en ella.
La cosa en la conciencia del hombre es una imagen, y la cosa real es su prototipo. «La diferencia fundamental entre el materialista y el partidario de la filosofía idealista —decía Lenin— estriba en que el primero toma la sensación, la percepción, la representación y, en general, la conciencia del hombre por una imagen de la realidad objetiva. El Universo es el movimiento de esa realidad objetiva, reflejada por nuestra conciencia. Al movimiento de las representaciones, de las percepciones, etc., corresponde el movimiento de la materia que está fuera de mí» [3].
La aparición, el funcionamiento y el desarrollo de la conciencia están unidos del modo más estrecho a la adquisición de conocimientos por el hombre acerca de unos u otros objetos y fenómenos. «El modo en que existe la conciencia —decía Marx— y en que algo existe para ella es el conocimiento... Algo surge para la conciencia en tanto en cuanto ésta conoce ese algo» [4]. Por consiguiente, la conciencia es imposible sin la actitud cognoscitiva del hombre ante el mundo objetivo. Al mismo tiempo, cuando hablamos de la conciencia nos referimos, en primer término, a su característica como actividad espiritual, como fenómeno ideal, distinto cualitativamente de lo material. El conocimiento es la actividad de la conciencia orientada a reflejar el mundo circundante.
No toda sique del hombre es consciente. El concepto de síquico es mucho más amplio que el concepto de conciencia. Los animales también tienen sique, mas carecen de conciencia. La vida síquica es propia de un niño recién nacido, pero éste no tiene todavía conciencia. Cuando un individuo se sume en el sueño y ve escenas caprichosas, se trata de fenómenos síquicos, pero no de la conciencia.
E incluso hallándose despierto, no todos sus procesos síquicos, ni mucho menos, están iluminados por la luz de la conciencia. La vida exige del hombre formas de conducta no sólo conscientes, sino también inconscientes, que le eximen de la participación constante de la conciencia donde ello no es necesario. Las formas inconscientes de conducta se basan en el registro latente de la información acerca de las propiedades y relaciones de las cosas. La gama de lo inconsciente es bastante amplia. Abarca las sensaciones, percepciones y representaciones cuando transcurren fuera del foco de la conciencia, y también los instintos, los hábitos, la intuición y la situación.
El problema de lo inconsciente ha sido siempre objeto de una enconada lucha entre el materialismo y el idealismo. Una de las doctrinas burguesas sobre lo inconsciente más difundidas en nuestros días es la del siquiatra austríaco Segismundo Freud. Este estudió en todos sus aspectos la esfera de lo inconsciente, determinó su lugar y su papel en las perturbaciones síquicas y concibió los métodos de influencia en ella para suprimirlas. Pero Freud afirmó erróneamente que la conciencia está determinada por lo inconsciente, que era para él un conjunto de aspiraciones instintivas cargado de alta energía. Según Freud, la estructura del individuo, su conducta y su carácter, así como toda la cultura humana, son determinados, en última instancia, por las emociones innatas de los hombres, por sus instintos e inclinaciones, cuyo núcleo es el instinto sexual.
El marxismo rechaza estas ideas irracionales sobre la vida espiritual del individuo, que hiperbolizan el papel de los factores biológicos, y afirma que el principio rector en la personalidad humana es la razón, la conciencia. A diferencia de los animales, en el hombre normal predomina el estado consciente de la sique.
La conciencia es un sistema cabal de elementos cognoscitivos, emocionales y volitivos distintos, pero estrechamente vinculados entre sí.
La imagen sensorial inicial, el factor más elemental de la conciencia, es la sensación, a través de la cual se establece el nexo directo del sujeto con la realidad objetiva. La sensación es el reflejo de algunas propiedades de las cosas del mundo objetivo durante su influjo directo en los órganos de los sentidos. Al destacar como factor principal en la sensación el reflejo de la cualidad, Lenin decía que «lo primero, lo primógeno es la sensación, y e n e l l a hay también inevitablemente c u a l i d a d» [5].
Las sensaciones del hombre reflejan el mundo real con una fidelidad relativa. Al ser el medio del nexo directo de la conciencia con el mundo, las sensaciones son, en fin de cuentas, la fuente de todos nuestros conocimientos acerca de los objetos y fenómenos. Lenin definió las sensaciones como transformación de la energía de la excitación exterior en el hecho de la conciencia. La pérdida de la capacidad de sentir conduce inevitablemente a la pérdida de la conciencia.
Mientras que las sensaciones reflejan únicamente algunas propiedades de las cosas, la cosa en su conjunto, en la unidad de sus diversas propiedades reproducidas sensorialmente, se refleja en la percepción. En el hombre, la percepción comprende de ordinario el discernimiento de los objetos, de sus propiedades y relaciones. Por eso, el carácter de la percepción depende del nivel de conocimientos que posee el hombre, de sus intereses.
El proceso del reflejo sensorial no se limita a las sensaciones y las percepciones. La forma superior del reflejo sensorial es la representación: el conocimiento imaginativo de objetos que percibimos en el pasado, pero que no influyen en un momento dado en nuestros órganos de los sentidos. Las representaciones surgen como resultado de la percepción de los influjos exteriores y de su conservación después en la memoria.
Las imágenes con que opera la conciencia humana no son sólo una reproducción de lo percibido por los sentidos. El hombre puede combinar con espíritu creador y crear con una libertad relativa nuevas imágenes en su conciencia. La forma superior de representación es la imaginación creadora, productiva.
La libertad relativa con respecto a la influencia directa del objeto y la sintetización del conjunto de señales de los órganos de los sentidos en una imagen gráfica única hacen que la representación sea un grado importante del proceso de reflejo, que va de las sensaciones al pensamiento teórico. El materialismo dialéctico admite la diferencia cualitativa entre la representación y el pensamiento, pero no los separa. Lenin decía, al definir la dialéctica de la relación mutua entre la representación y el pensamiento: «¿La representación está m á s c e r c a de la realidad que del pensamiento? Sí y no. La representación no puede captar el movimiento e n s u t o t a l i d a d; por ejemplo, no capta el movimiento que tenga una velocidad de 300.000 km. por segundo; pero el pensamiento lo capta y debe captarlo» [6].
El pensamiento teórico, que tiene la forma de conceptos, juicios y deducciones, es un reflejo de las relaciones esenciales, regulares, entre las cosas.
Para el pensamiento están abiertos aspectos del mundo que son inaccesibles a la percepción sensorial. Sobre la base de lo visible, lo tangible, lo audible, etc., gracias a la actividad mental penetramos en lo invisible, intangible e inaudible. El pensamiento nos proporciona conocimientos sobre las propiedades, los nexos y las relaciones profundos. Con su ayuda efectuamos la transición dialéctica de lo exterior a lo interior, de los fenómenos a la esencia de las cosas, de los procesos, etc. El pensamiento, como forma superior de la actividad reflexiva, está presente al mismo tiempo en el grado sensorial: al sentir y percibir algo, el hombre piensa ya, toma conciencia de los resultados de las percepciones sensoriales.
La conciencia no es solamente un proceso cognoscitivo y su resultado, el conocimiento. Es, a la vez, una vivencia de lo cognoscible, una valoración determinada de las cosas, las propiedades y las relaciones. E1 sentido está vinculado también a la conciencia. Sin las vivencias emocionales, que ayudan a movilizar o frenar nuestras fuerzas, es imposible una u otra actitud ante el mundo. «Sin «emociones humanas» nunca ha habido, ni habrá jamás, búsqueda humana de la verdad» [7].
El «resorte» motriz de la conducta y la conciencia de los hombres es la necesidad: la dependencia concreta del individuo respecto del mundo exterior, las demandas subjetivas que presenta al mundo objetivo, su necesidad de objetos y condiciones imprescindibles para su actividad vital normal, para su autoafirmación y desarrollo. La cognición lleva en sí el reflejo en forma de imagen y en forma de aspiración. Como reflejo que es de la realidad, la imagen no existe fuera del individuo históricamente concreto, con sus peculiaridades personales, con su singular mundo interior, que refleja los rasgos particulares de su camino en la vida, de su educación, etc.
Un aspecto importante de la conciencia es la autoconciencia. La vida exige al hombre no sólo que conozca el mundo exterior, sino también que se conozca a sí mismo. Al reflejar la realidad objetiva, el individuo toma conciencia no sólo de este proceso, sino también de sí mismo como ser que siente y piensa, de sus ideales, sus intereses y su fisonomía moral. Se destaca del mundo circundante, dándose cuenta de su relación con él, de que siente, piensa y hace. La autoconciencia aparece cuando el hombre toma conciencia de sí mismo como individuo. La autoconciencia se forma bajo el influjo del modo social de vida, el cual requiere del hombre que controle sus acciones y responda de sus actos.
La conciencia no tiene sólo existencia introindividual. Se objetiviza y existe supraindividualmente: en los descubrimientos de la ciencia, en las obras de arte, en las normas jurídicas, morales, etc. Todas estas manifestaciones de la conciencia social son condición ineludible para que se forme la conciencia individual. La conciencia individual y la social están unidas de manera indisoluble. La conciencia de cada individuo hace suyos los conocimientos, las convicciones, las creencias y las apreciaciones del medio social en que vive.
El hombre es un ser social. El modo de pensar, las normas jurídicas y morales, los gustos estéticos, etc., que han cristalizado históricamente, forman la conducta y la razón del hombre, hacen de él un representante de determinado modo de vida, de determinado nivel cultural y de determinada sicología. «Si el hombre es un ser social por naturaleza, quiere decirse que sólo en la sociedad puede desarrollar su verdadera naturaleza, debido a lo cual debemos medir el poder de su naturaleza no por los individuos concretos, sino por la fuerza de toda la sociedad» [8]. Las facultades y propiedades síquicas del individuo se forman en el proceso de su vida en la sociedad y son determinadas por las condiciones sociales concretas.
Incluso el hecho de que el hombre tome conciencia de sí mismo como tal está condicionado siempre por su actitud ante los demás individuos. El hombre se convierte en un ser consciente, se eleva al nivel de lo personal, a las cimas del pensamiento de su época sólo en el curso del desarrollo social.
El principio de partida de la interpretación dialéctica materialista de la conciencia es el reconocimiento del nexo indisoluble que existe entre la conciencia y la actividad práctica.
La conciencia y el mundo objetivo son dos contrarios que forman la unidad. La base de esta unidad es la práctica, la intensa actividad sensorial concreta de los hombres, que se manifiesta en el trabajo, en la lucha de clases, en el experimento científico, etc. Precisamente ella engendra la necesidad de reflejar la realidad en la conciencia de los hombres. La necesidad de la conciencia, que proporciona un reflejo fiel del mundo, radica, por consiguiente, en las condiciones y exigencias de la propia vida social. Aunque la conciencia es función del cerebro, no es éste el que toma conciencia de la realidad por sí mismo, sino el hombre, que actúa como sujeto de la actividad transformadora, como sujeto de la historia. Así pues, la esencia de la conciencia humana no puede ser revelada partiendo sólo de las propiedades anatómico-fisiológicas del cerebro. La conciencia puede surgir, funcionar y desarrollarse únicamente en la sociedad, sobre la base de la actividad práctica de los hombres.
El mundo objetivo, al influir sobre nosotros, se refleja en la conciencia y se transforma en lo ideal. A su vez, la conciencia, lo ideal, se transforma en realidad, en lo real, por medio de la actividad práctica. «El pensamiento de la transformación de lo ideal en lo real es profundo: es muy importante para la historia. Pero también en la vida personal del hombre se ve cuánta verdad hay en ello» [9].
La conciencia se caracteriza por la actitud activa creadora, respecto al mundo exterior, respecto a sí misma y a la acción humana. La actividad de la conciencia se manifiesta en que el hombre refleja el mundo exterior de una manera concreta, selectiva. Reproduce en su mente los objetos y fenómenos a través del prisma de los conocimientos ya adquiridos: de las representaciones y los conceptos. La realidad es recreada en la conciencia humana no en un aspecto inerte, como reflejada en un espejo, sino transformada de modo creador. La conciencia tiene la facultad de crear imágenes, ideas que se anticipan a la realidad.
El cerebro humano está organizado de tal modo que no sólo puede recibir, conservar y elaborar la información, sino, además, formular el plan de acción y dirigir esta acción de una manera eficaz, creadora.
La acción del hombre tiende siempre a lograr un resultado final, es decir, un objetivo concreto. Cualquier acto importante del hombre representa la solución de tal o cual problema vital, la realización de este o aquel propósito. Entre cada etapa precedente y sucesiva del proceso de la acción y de la actividad en su conjunto existe una concordancia más o menos precisa, ya que todo este proceso está predeterminado por el objetivo, por el plan. Al hablar de la diferencia que existe entre la actividad laboral del hombre y la conducta de los animales, Marx subrayaba que el hombre no se limita a cambiar la forma de lo que ha dado la naturaleza: al mismo tiempo, en lo dado por la naturaleza realiza su propio objetivo consciente, que determina como una ley el modo y el carácter de sus acciones y al cual debe someter su voluntad. El fin que el hombre trata de alcanzar es lo que debe ser creado, pero que todavía no existe en la realidad. Ese fin es el modelo ideal de lo futuro deseado. La acción, la conducta del hombre tiene su premisa en dos procesos estrechamente ligados entre sí: uno es el planteamiento del objetivo, o sea, la previsión, la pronosticación, la anticipación de lo futuro, que dimana del conocimiento de los correspondientes nexos y relaciones de las cosas; el otro es la programación, la planificación de la actividad que debe conducir a realizar el objetivo.
La presuposición del objetivo, es decir, la previsión de «para qué» y «por qué» el hombre realiza sus acciones, es condición ineludible de todo acto consciente. Ahora bien, como señaló ya Hegel, «la esencia de la acción se agota no con su objetivo, sino con su realización» [10]. La realización del objetivo presupone el empleo de medios, es decir, de lo que se crea y existe para conseguir el fin propuesto. Fuera de la unión con los medios, el objetivo no es más que un impulso bueno e impotente, una aspiración estéril.
Ayudado por la razón, el hombre crea con afán e inventiva medios cada día más poderosos y complejos, poniéndolos en movimiento para alcanzar sus numerosos fines. Gracias a los inventos técnicos, obliga a los objetos y a las fuerzas de la naturaleza a cooperar entre sí, transformándolos en medios que le permiten realizar sus objetivos.
El hombre crea lo que la naturaleza no había producido antes de él. El diseño, las proporciones, las formas y las propiedades de las cosas transformadas y creadas por los hombres están dictadas por las necesidades y los objetivos de estos últimos, son la plasmación de los proyectos e ideas humanos. El sentido vital fundamental y la necesidad histórica del surgimiento y desarrollo de la conciencia radican precisamente en la actividad creadora y reguladora orientada a transformar el mundo y subordinarlo a los intereses del individuo, de la sociedad. El hombre no está interesado en los conocimientos de por sí, en la adaptación pasiva a la realidad, sino en la actividad práctica que transforma el mundo, a la que el conocimiento sirve como medio necesario. Esto no significa en absoluto que la inteligencia humana cree a partir de sí misma. La inteligencia toma del ser existente, de la naturaleza circundante, todo lo imprescindible para la creación. Lenin tenía en cuenta precisamente este papel activo, creador y transformador de la conciencia cuando decía: «La conciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que lo crea... El mundo no satisface al hombre y éste decide cambiarlo por medio de su actividad» [11].
3. Evolución de las formas del reflejo
La facultad del cerebro humano de reflejar la realidad es resultado de un largo desarrollo de la materia altamente organizada.
En filosofía y en sicología existen concepciones erróneas, según las cuales el propio problema del surgimiento de la conciencia a partir de sus premisas biológicas desaparece al reconocerse la existencia de sique solamente en el hombre. Esta concepción se remonta a Descartes, quien suponía que los animales no eran otra cosa que máquinas complejas. Una posición diametralmente opuesta adoptan quienes consideran que no sólo los animales, sino toda la naturaleza es animada (J. Robinet y otros). Entre estas concepciones extremas, que admiten la existencia de la sique o sólo en el hombre o en toda la materia, existe la posición intermedia, llamémosla así, del «biosiquismo», según la cual la sique es una propiedad exclusiva de la materia viva (E. Haeckel y otros).
Al materialismo dialéctico le son ajenos tanto el reconocimiento de la animación universal de la materia como la idea de que la sique es inherente sólo al hombre. Tampoco comparte la posición del «biosiquismo». El materialismo dialéctico arranca de que el reflejo síquico del mundo exterior es una propiedad de la materia que sólo se manifiesta cuando lo vivo alcanza un alto nivel de desarrollo, cuando se forma el sistema nervioso.
Reflexionando sobre los orígenes de la conciencia, Lenin expresó la idea de que la sensación, manifestada en forma clara, está vinculada únicamente a las formas superiores de la materia y que «en los cimientos del propio edificio de la materia» existe una facultad semejante a la sensación: la facultad del reflejo.
El reflejo, como propiedad general de la materia, está condicionado por el hecho de que los objetos y fenómenos se encuentran en concatenación e interacción universales. Al influir unos en otros producen tales o cuales cambios. Estos cambios se manifiestan como cierta «huella» que fija las peculiaridades del objeto o fenómeno influyente. Por ejemplo, algunos fósiles conservan con toda claridad huellas de peces y plantas antiquísimos. Las formas del reflejo dependen de la especificidad y del nivel de organización estructural de los cuerpos que participan en la interacción. El contenido del reflejo se manifiesta en los cambios operados en el objeto reflector y en los aspectos del objeto y fenómeno influyente que dichos cambios reproducen.
La correlación entre los resultados del reflejo («huellas») y el objeto reflejado (influyente) puede manifestarse como isomorfismo y como homomorfismo. Se entiende por isomorfismo el parecido entre cualesquiera objetos, la semejanza de su forma y estructura, como ocurre, por ejemplo, en una fotografía. La imagen isomórfica es una reproducción adecuada del original. Al hablar de homomorfismo se tiene en cuenta solamente un reflejo aproximado, por ejemplo, la representación del terreno en un mapa.
El reflejo es propio de la materia a todos los niveles de organización, pero las formas superiores del reflejo están vinculadas a la materia viva, a la vida. ¿Qué es la vida? Una forma especial, compleja, de movimiento de la materia. Sus rasgos más importantes son la excitabilidad, el crecimiento y la reproducción, basados en el metabolismo. Este último precisamente es la esencia de la vida. El metabolismo está ligado a un determinado substrato (en las condiciones de la Tierra, a las albúminas y los ácidos nucleicos).
La vida es, ante todo, un proceso de acción recíproca del organismo y del medio que lo rodea. En nuestro planeta, la vida está representada en forma de una cantidad infinita de organismos diversos, desde los más simples hasta los más complejos, como el hombre. En el proceso de la evolución biológica, paralelamente a la complicación de su estructura y de su conducta, se perfeccionan también las formas del reflejo propias de la materia viva. En los organismos, el reflejo y sus formas dependen directamente, en primer término, del carácter y el nivel de su conducta, de su actividad. En el curso de su perfeccionamiento, en los seres vivos surgen y se desarrollan los órganos de los sentidos y el sistema nervioso. Al mismo tiempo, la actividad misma depende de la influencia reguladora del reflejo.
La forma elemental e inicial del reflejo, propia de todos los organismos vivos, es la excitabilidad. Se manifiesta en la reacción selectiva de los cuerpos vivos ante las influencias externas (la luz, los cambios de temperatura, etc.). Al alcanzar un nivel más elevado la evolución de los organismos vivos, la excitabilidad se transforma en una propiedad cualitativamente nueva, la sensibilidad, es decir, la capacidad de reflejar diversas propiedades de las cosas en forma de sensaciones.
El reflejo alcanza un nivel más alto en los vertebrados. En ellos surge la capacidad de analizar conjuntos complejos de estímulos que actúan simultáneamente y de reflejarlos en forma de percepciones, de imágenes cabales de la situación. Las sensaciones y las percepciones, como hemos dicho antes, son imágenes de las cosas. Esto significa la aparición de formas elementales de la sique como función del sistema nervioso y forma original del reflejo de la realidad.
Habitualmente se distinguen dos tipos, estrechamente ligados entre si, de conducta de los animales: la instintiva (innata), que se transmite por herencia, y la adquirida individualmente. Es inherente a los animales la capacidad de reflejar propiedades de los objetos del mundo circundante que tienen significación biológica (es decir, que ayudan a satisfacer las necesidades de alimentos, a esquivar los peligros, etc.).
Al perfeccionamiento de esta capacidad está vinculada la aparición de distintas formas complejas de conducta. En los animales superiores —los monos—, esas formas se manifiestan, por ejemplo, en la búsqueda de rodeos para lograr el objetivo y en el empleo de diversos objetos como instrumentos: en una palabra, en lo que en el lenguaje cotidiano se denomina «inteligencia» de los animales.
El alto nivel de desarrollo de la sique de los animales prueba que la conciencia del hombre tiene premisas biológicas y que entre el hombre y sus antepasados animales no se abre un abismo infranqueable, sino que existe cierta continuidad. Sin embargo, esto no significa en modo alguno identidad de su sique.
4. La conciencia y el lenguaje, su origen y concatenación
El origen de la conciencia y del lenguaje está vinculado a la transición de nuestros antepasados antropoides de la apropiación —con ayuda de los órganos naturales— de objetos ya preparados al trabajo, a la fabricación de instrumentos artificiales, a las formas humanas de actividad vital y a las relaciones sociales, surgidas sobre la base de esta actividad. El paso a la conciencia y al lenguaje representa un grandioso salto cualitativo en el desarrollo de la sique.
La sique de los animales les ayuda a orientarse en el medio mutable y a adaptarse a él; sin embargo, los animales no pueden transformar con claridad de objetivos y sistemáticamente el mundo que los rodea. El trabajo como actividad orientada a un fin concreto es la condición fundamental de toda la vida humana y de la formación de la conciencia. El trabajo, dice Engels, «es la condición básica y fundamental de toda la vida humana, y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre» [12]. La forma inicial del trabajo es el proceso de preparación de instrumentos de madera, de piedra, de hueso, etc., y la producción, con su ayuda, de medios de existencia. También los animales pueden utilizar objetos diversos como instrumentos de trabajo. Por ejemplo, los monos toman a veces una piedra y parten con ella una nuez, alcanzan con un palo una golosina, etc. Sin embargo, ningún mono ha preparado siquiera el instrumento más primitivo.
Hace cerca de un millón de años, nuestros antepasados antropoides vivían en los árboles. El cambio de las condiciones naturales les obligó a llevar otro género de vida: empezaron a bajar de los árboles al suelo. En la nueva situación tuvieron que usar sistemáticamente piedras, palos y huesos de grandes animales para defenderse de las fieras y, más tarde, para atacar a otros animales. La necesidad de emplear sistemáticamente instrumentos les obligó a pasar de modo gradual a trabajar los materiales que encontraban en la naturaleza, a fabricar los instrumentos mismos. Todo ello desembocó en un cambio sustancial de la función que desempeñaban las extremidades anteriores. Estas fueron adaptándose a nuevas y nuevas operaciones y se convirtieron en instrumentos naturales de la actividad laboral.
Las manos, al desarrollarse en el proceso de la actividad laboral, influyeron en el perfeccionamiento de todo el organismo, incluso del cerebro. La conciencia pudo surgir sólo como una función del cerebro complejamente organizado, que se formó bajo el influjo del trabajo y del lenguaje.
«Primero el trabajo y después, y junto con él, la palabra articulada fueron los dos estímulos más importantes bajo cuya influencia el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano...» [13]
Bajo el influjo del trabajo, y en relación con el desarrollo del cerebro, fueron perfeccionándose también los órganos de los sentidos del hombre: el tacto se hizo más exacto y fino, el oído adquirió la capacidad de percibir las diferencias y semejanzas más sutiles de los sonidos del lenguaje humano y la vista aumentó en agudeza. El águila, dijo Engels, ve bastante más lejos que el hombre, pero el ojo humano observa en las cosas mucho más que el ojo del águila.
La lógica de las acciones prácticas fue registrándose en la cabeza y transformándose en lógica del pensamiento. Se formó la facultad de presuposición del fin.
En las etapas iniciales, la comprensión por el hombre de sus actos y del mundo circundante tuvo un carácter limitado, no rebasó el marco de las representaciones sensoriales, de sus combinaciones y sintetizaciones simples. La conciencia fue al principio únicamente la comprensión del medio más inmediato percibido por los sentidos, de las relaciones directas con otros hombres. Posteriormente, al complicarse las formas del trabajo y de las relaciones sociales, se formó la capacidad de pensar en forma de conceptos, juicios y deducciones que reflejaban nexos cada vez más profundos y variados entre los objetos y fenómenos de la realidad.
El surgimiento de la conciencia está unido directamente al nacimiento del lenguaje, de la palabra articulada, que expresa en una forma material las representaciones, los pensamientos de los hombres. Igual que la conciencia, el lenguaje sólo pudo formarse en el proceso del trabajo, que requería acciones conjuntas y coordinadas de los hombres, y no podía efectuarse sin el estrecho contacto, sin la comunicación permanente entre ellos.
El lenguaje fue precedido de un largo período de desarrollo de las reacciones sonoras y motrices de los animales. Ahora bien, los animales no necesitan la comunicación con palabras. Y lo poco que los animales, «incluso los más desarrollados, tienen que comunicarse los unos a los otros puede ser transmitido sin la palabra articulada» [14]. Los sonidos y los gestos de los animales, que expresan uno u otro estado emocional suyo y son la respuesta a este o aquel estímulo (por ejemplo, la proximidad del peligro, la existencia de alimento, etc.), no designan de ordinario el objeto mismo como tal, no hablan de qué fenómeno precisamente los ha originado. El lenguaje del hombre es algo distinto por completo: designa los objetos, sus propiedades y relaciones y, con ello, sirve como importantísimo medio de comunicación mutua de los hombres y como instrumento de su pensamiento.
Al percibir un objeto, al imaginárselo o pensar en él, el hombre designa ese objeto con una palabra, cuyo significado tiene un carácter generalizado y es conocido por los miembros de la comunidad de que se trate. Y esto es precisamente condición indispensable de la comprensión mutua entre los hombres y de la comprensión por el hombre de la realidad y de sí mismo.
El lenguaje es una actividad que se realiza con la ayuda de la lengua, es decir, de un determinado sistema de medios de comunicación. Existen distintos tipos de lenguaje: hablado, escrito e interno (el lenguaje sin sonidos, invisible, que es una forma material de la conciencia cuando el hombre piensa en algo «para sus adentros», como suele decirse).
Las unidades fundamentales del lenguaje son la palabra y la oración. La palabra representa la unidad del significado y el sonido. El aspecto material de la palabra (el sonido, la escritura) designa el objeto y es un signo. En cambio, el significado de la palabra refleja el objeto y es una imagen sensorial o mental. La oración es la forma material, la portadora de un pensamiento, de un juicio, más o menos acabado.
Con la ayuda del lenguaje se pasa de la contemplación viva, de la cognición sensorial, al pensamiento generalizado, abstracto. «Toda palabra (oración) ya generaliza...» [15] Al objetivar sus pensamientos y sensaciones en el lenguaje, igual que si los colocara delante de sí, el hombre los somete a un análisis como un objeto que se encuentra fuera de él.
El problema de la conciencia y del lenguaje atrajo desde tiempos lejanos la atención de los filósofos y suscitó enconadas disputas entre ellos. Unos pensadores (como el filósofo alemán F. Schleiermacher) identificaban por completo el lenguaje y el pensamiento, afirmando que la razón es la lengua. Otros (por ejemplo, el filósofo alemán F. Beneke) separaban la conciencia del lenguaje y opinaban que el pensamiento se realiza sin el lenguaje, que éste es un producto del pensar.
El marxismo considera la conciencia en estrecha conexión con el lenguaje, con la palabra. Al poner de manifiesto la correlación existente entre el lenguaje, la conciencia y la realidad, Marx y Engels señalaban que «ni los pensamientos ni el lenguaje forman por sí mismos un reino aparte... son, sencillamente, expresiones de la vida real» [16]; «la realidad inmediata del pensamiento es el lenguaje» [17]. De la misma manera que el lenguaje no existe fuera del pensamiento, el pensamiento, la idea, no existen aislados del lenguaje. Separar el pensamiento del lenguaje conduce ineluctablemente, por una parte, a falsear la conciencia, al privarse a ésta de los medios materiales de su formación y realización, y, por otra parte, a interpretar el lenguaje, la palabra, como una esencia que se basta a sí misma, que se encierra en sí misma y está apartada de la vida de la sociedad, del desarrollo de la cultura.
La conciencia y el lenguaje están unidos, pero forman una unidad internamente contradictoria de fenómenos diferentes. La conciencia refleja la realidad, en tanto que el lenguaje la designa y expresa el pensamiento. Al adoptar una forma lingüística, los pensamientos, las ideas, no pierden su originalidad.
Como hemos dicho ya, la conciencia surgió históricamente al mismo tiempo que el lenguaje y sobre la base material de éste; en cada individuo se forma en unidad indisoluble con la actividad verbal. El lenguaje es un medio poderoso de desarrollo de la conciencia humana.
En el lenguaje, nuestras representaciones, pensamientos y sensaciones adquieren una forma material, perceptible sensorialmente, con lo que dejan de ser patrimonio individual para convertirse en patrimonio de otras personas, de la sociedad. Y esto transforma el lenguaje en un poderoso instrumento de influencia de unos hombres sobre otros, de la sociedad sobre el individuo.
Mientras que la experiencia específica de los animales se transmite con el concurso del mecanismo de la herencia —lo que condiciona un ritmo extraordinariamente lento del progreso—, la experiencia de los seres humanos, los diferentes métodos de influencia en el mundo, se transmite por medio de los instrumentos de trabajo y del lenguaje. A la par con el factor biológico —la herencia—, el hombre elaboró un procedimiento más poderoso y, además, directo de transmisión de la experiencia: el procedimiento social, que aceleró en muchas veces el progreso de la cultura material y espiritual.
Merced al lenguaje, la conciencia se forma y desarrolla como un fenómeno social, como un producto espiritual de la vida de la sociedad. En su calidad de medio de comunicación mutua de los seres humanos, de intercambio de experiencias, conocimientos, sentimientos e ideas, el lenguaje vincula a los hombres no sólo de un grupo social concreto y no sólo de una generación, sino también de generaciones diferentes. Así se crea la continuidad de las épocas históricas.
Los filósofos idealistas afirman que la conciencia se desarrolla de sus fuentes internas y que, por ello, puede ser comprendida exclusivamente a partir de sí misma. El materialismo dialéctico, por el contrario, arranca de que la conciencia no puede ser considerada aisladamente de los demás fenómenos de la vida social. La conciencia no está encerrada en sí misma, sino que se desenvuelve y cambia en el proceso de evolución histórica de la sociedad. Aunque la conciencia se remonta en su genealogía a las formas biológicas de la sique, no es un producto de la naturaleza, sino un fenómeno sociohistórico. No es en el cerebro como tal donde radican las causas de que surjan en el hombre las sensaciones, los pensamientos y los sentimientos. Por sí sólo, el cerebro tal y como sale de «las manos de la naturaleza», no puede pensar como lo hacen los seres humanos. Le enseña a hacerlo la sociedad. El cerebro deviene en órgano de la conciencia sólo en las condiciones de vida social, en las condiciones en que el hombre transforma la realidad condiciones que nutren el cerebro humano con los frutos de la cultura —la cual se forma y desarrolla históricamente— y le obligan a funcionar en la dirección determinada por las demandas de la vida social y lo orientan a plantear y resolver los problemas que necesita el individuo, la sociedad.
5. Acerca del modelado del pensamiento
La cibernética —ciencia que trata de los complejos sistemas dinámicos autorregulados— ha hecho una aportación sustancial a la cognición de la naturaleza del reflejo, de la conciencia. Entre esos sistemas figuran los organismos vivos, los órganos, las células, las agrupaciones de individuos biológicos, la sociedad y ciertos dispositivos técnicos. Es peculiar de todos ellos la facultad de recibir información, tratarla, recordarla, actuar según el principio de la reacción y, sobre esta base, efectuar la dirección.
¿Qué es, pues, la información? ¿Qué relación tiene con el reflejo? En torno a estas cuestiones no existe unidad de criterio. Unos científicos se inclinan a identificar por completo la información y el reflejo; otros, en cambio, opinan que la información y el reflejo son conceptos afines, pero no idénticos.
En el proceso de la reflexión se transmite ineluctablemente información, es decir, se transfiere de un objeto a otro una ordenación determinada (estructura, forma), sobre la base de la cual se puede juzgar de tales o cuales rasgos y propiedades del objeto influyente.
Cada nivel de organización de la materia tiene sus propios procesos informativos específicos. En la naturaleza inorgánica se produce un intercambio de información, pero ésta no es descifrada. La facultad no sólo de recibir, sino de utilizar activamente la información es una propiedad fundamental de la naturaleza orgánica. En los animales surge una actividad especial de adaptación —la conducta— y, junto con ella, el gobierno, inconcebible sin el aprovechamiento de la información. En cibernética se entiende por gobierno la regulación del funcionamiento de un sistema (gobernado), basada en un determinado programa, por parte de otro sistema (gobernante). Así, el cerebro es un sistema gobernante, y los órganos del movimiento, por ejemplo, un sistema gobernado.
La información se transmite con la ayuda de ciertas señales, es decir, de procesos materiales (impulsos de la corriente eléctrica, oscilaciones electromagnéticas, olores, sonidos, colores, etc.). La señal, que posee una estructura determinada, puede por ello ser portadora de tal o cual información. La información es el contenido de la señal.
La construcción de computadoras electrónicas, que efectúan diversas operaciones mentales, se basa en el principio de la transmisión de información por medio de señales. Al surgir estas máquinas, que ayudan al hombre a tratar torrentes inmensos de información, ha adquirido gran actualidad el problema de si es posible modelar el pensamiento con el concurso de máquinas, de qué semejanzas y diferencias existen en los procesos que se operan en los dispositivos modeladores y en el cerebro humano.
En la actualidad se modelan en máquinas diversas funciones de la sique humana. Así, hay máquinas que «reconocen» las imágenes visuales. Es cierto que sólo pueden «reconocer» una clase limitada de objetos, que fue introducida en ellas durante el proceso de su «aprendizaje» o «autoaprendizaje». La diferencia de principio entre la percepción humana y la función «recognoscente» de la máquina consiste en que, en el primer caso, el resultado es una imagen subjetiva del objeto, y en el segundo, un código de distintos rasgos del objeto, necesarios para que la máquina pueda resolver ciertos problemas.
El modelado de la memoria es el que da ahora mayores resultados prácticos. Se crean máquinas que memoran con una rapidez extraordinaria. Pueden retener en su «memoria» la información todo el tiempo que se quiera y reproducirla con irreprochable exactitud. Al mismo tiempo, las máquinas poseen un volumen de «memoria» bastante grande. Pero su «memoria» se diferencia sustancialmente de la memoria humana. En el cerebro del hombre existe un sistema semántico de invocación de la memoria, que permite extraer la información necesaria sin revisarla totalmente desde el comienzo hasta el fin. Merced a esta organización semántica de los conocimientos (y no gracias a la rapidez de los procesos fisiológicos) se consigue su velocidad de reproducción en la memoria humana. La información acumulada por el hombre no es un «almacenamiento» mecánico de ella, sino un proceso orientado a un fin concreto, consciente.
El modelado de la actividad mental propiamente dicha ofrece resultados no menos sorprendentes que el modelado de la percepción y la memoria. En nuestros días, las máquinas efectúan con todo éxito operaciones mentales como, por ejemplo, demostrar teoremas geométricos, traducir de un idioma a otro, jugar al ajedrez, etc.
Las máquinas pueden deducir lógicamente teoremas geométricos si en su «memoria» se introduce, en forma de programa, los axiomas y las premisas necesarios. Pero cumplen esta tarea gracias exclusivamente a la rapidez de funcionamiento. Sólo después de haber repasado todas las posibilidades, todas las variantes, la máquina elige, por último, la que es exacta.
Al resolver un problema de acuerdo con ciertas reglas, la máquina no penetra en la propia esencia del problema. Nos encontramos solamente ante el cumplimiento al pie de la letra de una orden recibida y el «desconocimiento» de las consecuencias. Pero el hombre, al actuar, piensa de ordinario en los resultados y las consecuencias de sus acciones tanto para él mismo como para los demás. Y se guía por diversos motivos de carácter social, ausentes en las máquinas.
Los dispositivos cibernéticos modelan con gran éxito el mecanismo, inherente al hombre, del pensamiento lógico formal. Sin embargo, dicho mecanismo está lejos de agotar la conciencia del hombre. Esta última se caracteriza por la flexibilidad dialéctica y la exactitud en la solución de los problemas, no condicionadas por ningún sistema rígido de reglas formales.
Importa, a este respecto, tener presente que la capacidad de pensar que posee el hombre se forma a través de su conocimiento de la cultura acumulada a lo largo de la historia, a través de la educación y la instrucción, a través de una actividad determinada con ayuda de medios y métodos creados por la sociedad. La riqueza del mundo interior del hombre es una consecuencia de la riqueza y diversidad de sus vínculos sociales. Por eso, para que fuera posible modelar por completo la conciencia del hombre, su estructura y todas sus funciones, no bastaría con reproducir únicamente la estructura del cerebro. Para ello serla necesario reproducir la lógica de toda la historia del pensamiento humano y, en consecuencia, repetir todo el camino histórico de desarrollo de la humanidad y proveerlo de todas las necesidades, incluidas las necesidades políticas, morales, estéticas, etc.
El hombre como ser dotado de conciencia surge en el curso del desarrollo social. Por eso, el problema del hombre y de su conciencia no es tanto un problema de las ciencias naturales y de la cibernética como un problema de la filosofía y sociología.
Por consiguiente, el análisis del problema de la conciencia, de sus peculiaridades y su origen, de su conexión con el cerebro y el lenguaje confirma la justedad del postulado marxista-leninista sobre la esencia refleja y el carácter sociohistórico de la conciencia.
Notas
[1] K. Vogt. Cartas fisiológicas, ed. en ruso, S. Petersburgo, 1867, pág. 298.
[2] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 257.)
[3] Ibíd., págs. 282-283.
[4] C. Marx. Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. (C. Marx y F. Engels. De las primeras obras, ed. en ruso, Moscú, 1956, pág. 633.)
[5] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, pág. 301.)
[6] Ibíd., pág. 209.
[7] V. I. Lenin. Comentario. (O.C., t. 25, pág. 112.)
[8] C. Marx y F. Engels. La Sagrada Familia. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 2, pág. 146.)
[9] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, pág. 104.)
[10] Hegel. Phänomenologie des Geistes. Berlín, 1964, S. 11.
[11] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, págs. 194, 195.)
[12] F. Engels. El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 20, pág. 486.)
[13] Ibíd., pág. 490.
[14] Ibíd., pág. 489.
[15] V. I. Lenin. Cuadernos filosóficos. (O.C., t. 29, pág. 246.)
[16] C. Marx y F. Engels. La ideología alemana. (C. Marx y F. Engels. Obras, t. 3, pág. 449.)
[17] Ibíd., pág. 448.
Fuente: Fundamentos de filosofía marxista-leninista, Editorial Progreso, Moscú, 1977, t. I, pp. 104-129.
Digitalizado por M. I. Anufrikov para Partiynost
No hay comentarios:
Publicar un comentario