Igor Sergeevich Narskiy
(1920-1993)
La historia del pensamiento filosófico fue siempre campo de batalla ideológica que expresó en última instancia la tendencia y la ideología de las clases beligerantes. Nuestro siglo no hace excepción y confirma constantemente las palabras de Lenin de que la filosofía contemporánea es tan partidista como hace dos mil años y que los partidos contendientes en ella son el materialismo y el idealismo. No obstante, las nuevas condiciones del desarrollo social y de la lucha entre las clases, el progreso del conocimiento científico de la naturaleza y de la sociedad ejercen una influencia sustancial en la forma de las teorías filosóficas y en los modos de resolver los problemas filosóficos tradicionales. En los capítulos anteriores se ha hablado muchas veces de cómo resolvía estos problemas la filosofía del pasado y en qué formas modificadas se presentan en las concepciones del idealismo contemporáneo. En el presente capítulo se hace una tentativa de resumir este deslindamiento de la filosofía burguesa contemporánea, señalando sus corrientes y escuelas principales y, a la vez, descubrir la unidad en la variedad de escuelas idealistas, unidad que se desprende, ante todo, de la comunidad de tareas ideológicas que plantean las condiciones contemporáneas y las tareas de la lucha entre las clases. «En la lucha de las dos concepciones del mundo no puede haber lugar para la neutralidad ni los compromisos» [1]. Esta tesis, que determina el sentido y el carácter de la moderna lucha ideológica, refleja la ley objetiva del desarrollo de las relaciones sociales ideológicas entre las clases en pugna que constituyen una parte importante de las relaciones entre los dos sistemas mundiales opuestos, el socialista y el capitalista. Y como la filosofía constituye la base metodológica y concepcional de todas las formaciones ideológicas, se halla siempre en el epicentro de los choques ideológicos.
En la época del imperialismo, todas las contradicciones inherentes al capitalismo se exacerban sustancialmente. La ideología burguesa intenta comprender los síntomas de la «enfermedad» del capitalismo contemporáneo y, como no hay esperanza de que se cure, estudiarla de alguna manera para sus fines.
La filosofía marxista descubre la esencia y la regularidad de la crisis general del capitalismo en fórmulas exactas de la ciencia social contemporánea; la filosofía burguesa la presenta como crisis del «hombre contemporáneo» y de la «ciencia moderna», como «crisis espiritual de la época» y «crisis de la civilización técnica». Pero da siempre y en todas partes de lado el carácter histórico concreto de este fenómeno, y los destinos históricos del capitalismo, condenado ya a perecer, son identificados con los destinos históricos de toda la humanidad, con el «ocaso de la cultura mundial» o la «muerte de la civilización». La reacción ante la victoria ineluctable de las nuevas relaciones sociales se manifiesta de diferente manera: desde el «activismo» irracionalista, que exhorta a oponerse por todos los medios a eso nuevo, hasta el fatalismo pesimista y los llamamientos a confiar en Dios.
Era propia de la filosofía burguesa del siglo XIX la ilusión de que el capitalismo, o «sociedad industrial», es capaz de asegurar un progreso social estable y prolongado. Hoy ha dejado en herencia esta ilusión a la sociología burguesa con sus conceptos de sociedad «industrial», «postindustrial» «tecnotrónica», etc., que debe suceder presuntamente a los sistemas «convergentes» del capitalismo y el socialismo. Pese a que en los libros de sociología no son raros los pronósticos pesimistas, los filósofos burgueses recurren con mayor frecuencia al análisis de las contradicciones de la vida de la sociedad. «Las personas y las sociedades se encuentran en conflicto a muerte y no saben cómo detenerse» [2]. Estas palabras del filósofo personalista norteamericano E. Brightman expresan magníficamente el reconocimiento vasto, casi universal, de que el conflicto es el factor determinante de la vida contemporánea de la sociedad.
Otro síntoma importante de la crisis que sufre la filosofía burguesa es el cambio radical de su actitud ante la ciencia. Mientras que los ideólogos de la burguesía revolucionaria de los siglos XVII y XVIII partían de la filosofía científica y tenían fe en la fuerza de la razón humana, hoy se trata de que «en toda la experiencia de la humanidad se refleja la impotencia de la razón» [3]. Ante todo, aquí es evidente la renuncia a la ciencia social como medio de prognosis social objetiva que confirma las perspectivas comunistas del desarrollo de la sociedad. Por eso mismo, el filósofo inglés K. Popper escribe: «...debemos rechazar la posibilidad de la historia teórica, es decir, de la ciencia social histórica... que sirva de base a la predicción histórica» [4].
No es menos importante otra circunstancia. La rapidez e imprevisión con que el nuevo cuadro del mundo, fundado en la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, sustituyó entre fines del siglo XIX y comienzos del XX al anterior, en el que la función determinante correspondía a la mecánica clásica, dio lugar a que una serie de científicos y filósofos, incluidos los de renombre e influencia, renunciaran a la gnoseología materialista, que siempre fue convicción espontánea de los naturalistas. Lenin, que hizo en su obra Materialismo y empiriocriticismo un análisis detallado de la «crisis de la física», mostró que algunos físicos, desconocedores de la dialéctica, llegaron a la conclusión de que «la materia habla desaparecido...» De esta premisa errónea se deduce el aserto de que la ciencia no nos ofrece ninguna verdad objetiva ni «tiene, en el fondo, ninguna importancia para adquirir y dejar sentadas cosmovisiones» [5], concluye el filósofo alemán M. Scheler. Y de ahí —previa convicción general de que la ciencia y la cosmovisión son magnitudes inconmensurables, que la concepción filosófica del mundo no puede ni ser la base de las ciencias particulares ni resultado de las mismas— se sacan deducciones de tres tipos que llevan a enunciados positivista, irracional y religioso en filosofía.
Si la ciencia no nos brinda un cuadro objetivo del mundo, tampoco puede pretender a ello la filosofía científica. La última puede ser sólo «teoría del conocimiento de las ciencias exactas», «filosofía de la ciencia», perdiendo en definitiva su objeto independiente y retornando al «análisis del lenguaje». Tal es la lógica de la formación del neopositivismo. El irracionalismo rechaza la idea de filosofía científica porque la ciencia se basa en abstracciones, distrayéndose conscientemente de todo lo concreto, de todo lo «vital» sin tocar «las honduras del ser humano». Por eso, la filosofía debe rechazar la orientación a la ciencia y apelar a «la plenitud de sensaciones de la vida» (M. Scheler). Debe ser, por principio, un pensar no científico, «un pensar distinto que, a la vez, me recuerda en el conocimiento, me despierta y me lleva a mí mismo, me traiciona» [6], escribió el filósofo existencialista Carlos Jaspers.
Si la ciencia es un conjunto de símbolos que no se sabe qué ni de qué hablan, tras ella se oculta un «enigma». ¡Qué hallazgo fue esa manera de pensar para la filosofía religiosa! Cuando el astrónomo y astrofísico inglés James Jeams publicó el libro El Universo misterioso, el filósofo neotomista Esteban Gilson recogió al punto su idea y la «desarrolló». Si el universo de la ciencia es misterioso, ¿qué no lo es, entonces? «No necesitamos ciencia para demostrar que el universo es, en realidad, misterioso. Los hombres lo sabían desde el comienzo mismo del género humano» [7], en eso precisamente estriba el sentido de la religión. Justamente la religión es la que debe desempeñar el oficio de concepción del mundo, santificada además por los milenios de historia de la humanidad...
Claro es que toda la variedad de escuelas filosóficas idealistas del siglo XX, que da testimonio por sí sola de la crisis de la filosofía idealista, incapaz de aportar una concepción del mundo algo unida y cabal, no se reduce a esas tres tendencias principales de la filosofía burguesa contemporánea que se basan en la subestimación del alcance concepcional del conocimiento científico. La discordancia filosófica hace ya mucho que se convirtió en forma de existencia de la filosofía burguesa que intenta conservar de distintas maneras su influencia y amoldarse a las demandas de los distintos sectores de la sociedad capitalista. Sin embargo, a esas tendencias propenden todas las corrientes principales del idealismo contemporáneo, lo mismo que las corrientes intermedias, que desempeñan una función secundaria.
El positivismo, filosofía que concede la mayor importancia al conocimiento científico concreto, afirma que no hay ni puede haber en general más conocimiento que éste. En el siglo XIX proclamó por boca de Augusto Comte (1798-1857) que la filosofía científica («positiva») podía ser únicamente el registro de las leyes más generales descubiertas por las ciencias positivas; como quiera que las últimas estudian sólo los fenómenos, y no las «esencias», las «cosas en sí», etc., incognoscibles, tanto la ciencia como la filosofía podían tratar sólo de esos fenómenos. Así pues, al mostrar en apariencia el mayor respeto por la ciencia, el positivismo del siglo XIX unió el conocimiento científico con la teoría idealista subjetiva del conocimiento. He aquí el resultado: «Todas las ideas fundamentales de la ciencia son, pues, representantes de realidades que no podemos comprender. Aunque se haga el progreso de la magnitud que sea en la agrupación de hechos y en el despacho de síntesis más y más vastas... la verdad fundamental sigue siendo tan inalcanzable como antes» [8], escribió el positivista inglés H. Spencer.
No obstante, el positivismo esbozó su cuadro del mundo fundándose en los resultados de las ciencias naturales de su tiempo. De ese tipo precisamente era, por ejemplo, «la filosofía sintética» de Spencer, que describió la naturaleza y la sociedad como un proceso de evolución paulatina regida por leyes mecánicas. La revolución en las ciencias naturales, que descubrió la irreductibilidad de los procesos naturales a mecánicos, socavó ese género de síntesis de la ciencia basadas en la elevación de las verdades relativas, alcanzadas por ella, a la categoría de absolutas; dado que se desconocía la dialéctica de la verdad relativa y de la verdad absoluta, eso dio lugar a que se renunciase a las pretensiones de pintar un cuadro universal del mundo. En el empiriocriticismo de Ricardo Avenarius, Ernesto Mach y otros, que sustituyó la primera forma del positivismo, la filosofía quedó reducida a la teoría del conocimiento. Su tesis rectora fue el aserto de que el conocimiento es la unión de las sensaciones y las representaciones, unión que no alcanza ninguna otra «realidad» que la de las propias sensaciones.
Esa postura no implicaba, naturalmente, una «neutralidad» concepcional, como opinaban los positivistas. Es más, partiendo de la teoría agnóstica del conocimiento, se argumenta y lleva a cabo el paso a la concepción religiosa del mundo. Así, la doctrina conocida con la denominación de pragmatismo, que surgió, en general, dentro del positivismo, combina esos planteamientos que, al parecer, se excluían mutuamente: el positivismo, que venera la ciencia y rechaza «la metafísica», y «la metafísica» religiosa. Procedente de la palabra griega antigua «pragma» (asunto, acción), el pragmatismo tiene por contenido la convicción de que todo conocimiento no es más que una «fe pragmática», o sea, una proposición adoptada convencionalmente y cuyo criterio de «verdad» no es su correspondencia a la realidad, sino el éxito de la acción ejecutada en su terreno, aunque la proposición adoptada no corresponda al estado real del asunto o incluso esté en contradicción con él. De ahí se desprende naturalmente que la misión del conocimiento no es formular proposiciones verídicas (que corresponden a la realidad), sino «afianzar la fe» lo cual permite obrar con seguridad y alcanzar el éxito.
1. La crisis general del capitalismo y las peculiaridades del idealismo contemporáneo
En la época del imperialismo, todas las contradicciones inherentes al capitalismo se exacerban sustancialmente. La ideología burguesa intenta comprender los síntomas de la «enfermedad» del capitalismo contemporáneo y, como no hay esperanza de que se cure, estudiarla de alguna manera para sus fines.
La filosofía marxista descubre la esencia y la regularidad de la crisis general del capitalismo en fórmulas exactas de la ciencia social contemporánea; la filosofía burguesa la presenta como crisis del «hombre contemporáneo» y de la «ciencia moderna», como «crisis espiritual de la época» y «crisis de la civilización técnica». Pero da siempre y en todas partes de lado el carácter histórico concreto de este fenómeno, y los destinos históricos del capitalismo, condenado ya a perecer, son identificados con los destinos históricos de toda la humanidad, con el «ocaso de la cultura mundial» o la «muerte de la civilización». La reacción ante la victoria ineluctable de las nuevas relaciones sociales se manifiesta de diferente manera: desde el «activismo» irracionalista, que exhorta a oponerse por todos los medios a eso nuevo, hasta el fatalismo pesimista y los llamamientos a confiar en Dios.
Era propia de la filosofía burguesa del siglo XIX la ilusión de que el capitalismo, o «sociedad industrial», es capaz de asegurar un progreso social estable y prolongado. Hoy ha dejado en herencia esta ilusión a la sociología burguesa con sus conceptos de sociedad «industrial», «postindustrial» «tecnotrónica», etc., que debe suceder presuntamente a los sistemas «convergentes» del capitalismo y el socialismo. Pese a que en los libros de sociología no son raros los pronósticos pesimistas, los filósofos burgueses recurren con mayor frecuencia al análisis de las contradicciones de la vida de la sociedad. «Las personas y las sociedades se encuentran en conflicto a muerte y no saben cómo detenerse» [2]. Estas palabras del filósofo personalista norteamericano E. Brightman expresan magníficamente el reconocimiento vasto, casi universal, de que el conflicto es el factor determinante de la vida contemporánea de la sociedad.
Otro síntoma importante de la crisis que sufre la filosofía burguesa es el cambio radical de su actitud ante la ciencia. Mientras que los ideólogos de la burguesía revolucionaria de los siglos XVII y XVIII partían de la filosofía científica y tenían fe en la fuerza de la razón humana, hoy se trata de que «en toda la experiencia de la humanidad se refleja la impotencia de la razón» [3]. Ante todo, aquí es evidente la renuncia a la ciencia social como medio de prognosis social objetiva que confirma las perspectivas comunistas del desarrollo de la sociedad. Por eso mismo, el filósofo inglés K. Popper escribe: «...debemos rechazar la posibilidad de la historia teórica, es decir, de la ciencia social histórica... que sirva de base a la predicción histórica» [4].
No es menos importante otra circunstancia. La rapidez e imprevisión con que el nuevo cuadro del mundo, fundado en la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, sustituyó entre fines del siglo XIX y comienzos del XX al anterior, en el que la función determinante correspondía a la mecánica clásica, dio lugar a que una serie de científicos y filósofos, incluidos los de renombre e influencia, renunciaran a la gnoseología materialista, que siempre fue convicción espontánea de los naturalistas. Lenin, que hizo en su obra Materialismo y empiriocriticismo un análisis detallado de la «crisis de la física», mostró que algunos físicos, desconocedores de la dialéctica, llegaron a la conclusión de que «la materia habla desaparecido...» De esta premisa errónea se deduce el aserto de que la ciencia no nos ofrece ninguna verdad objetiva ni «tiene, en el fondo, ninguna importancia para adquirir y dejar sentadas cosmovisiones» [5], concluye el filósofo alemán M. Scheler. Y de ahí —previa convicción general de que la ciencia y la cosmovisión son magnitudes inconmensurables, que la concepción filosófica del mundo no puede ni ser la base de las ciencias particulares ni resultado de las mismas— se sacan deducciones de tres tipos que llevan a enunciados positivista, irracional y religioso en filosofía.
Si la ciencia no nos brinda un cuadro objetivo del mundo, tampoco puede pretender a ello la filosofía científica. La última puede ser sólo «teoría del conocimiento de las ciencias exactas», «filosofía de la ciencia», perdiendo en definitiva su objeto independiente y retornando al «análisis del lenguaje». Tal es la lógica de la formación del neopositivismo. El irracionalismo rechaza la idea de filosofía científica porque la ciencia se basa en abstracciones, distrayéndose conscientemente de todo lo concreto, de todo lo «vital» sin tocar «las honduras del ser humano». Por eso, la filosofía debe rechazar la orientación a la ciencia y apelar a «la plenitud de sensaciones de la vida» (M. Scheler). Debe ser, por principio, un pensar no científico, «un pensar distinto que, a la vez, me recuerda en el conocimiento, me despierta y me lleva a mí mismo, me traiciona» [6], escribió el filósofo existencialista Carlos Jaspers.
Si la ciencia es un conjunto de símbolos que no se sabe qué ni de qué hablan, tras ella se oculta un «enigma». ¡Qué hallazgo fue esa manera de pensar para la filosofía religiosa! Cuando el astrónomo y astrofísico inglés James Jeams publicó el libro El Universo misterioso, el filósofo neotomista Esteban Gilson recogió al punto su idea y la «desarrolló». Si el universo de la ciencia es misterioso, ¿qué no lo es, entonces? «No necesitamos ciencia para demostrar que el universo es, en realidad, misterioso. Los hombres lo sabían desde el comienzo mismo del género humano» [7], en eso precisamente estriba el sentido de la religión. Justamente la religión es la que debe desempeñar el oficio de concepción del mundo, santificada además por los milenios de historia de la humanidad...
Claro es que toda la variedad de escuelas filosóficas idealistas del siglo XX, que da testimonio por sí sola de la crisis de la filosofía idealista, incapaz de aportar una concepción del mundo algo unida y cabal, no se reduce a esas tres tendencias principales de la filosofía burguesa contemporánea que se basan en la subestimación del alcance concepcional del conocimiento científico. La discordancia filosófica hace ya mucho que se convirtió en forma de existencia de la filosofía burguesa que intenta conservar de distintas maneras su influencia y amoldarse a las demandas de los distintos sectores de la sociedad capitalista. Sin embargo, a esas tendencias propenden todas las corrientes principales del idealismo contemporáneo, lo mismo que las corrientes intermedias, que desempeñan una función secundaria.
2. El neopositivismo, “filosofía” idealista “de la ciencia”
El positivismo, filosofía que concede la mayor importancia al conocimiento científico concreto, afirma que no hay ni puede haber en general más conocimiento que éste. En el siglo XIX proclamó por boca de Augusto Comte (1798-1857) que la filosofía científica («positiva») podía ser únicamente el registro de las leyes más generales descubiertas por las ciencias positivas; como quiera que las últimas estudian sólo los fenómenos, y no las «esencias», las «cosas en sí», etc., incognoscibles, tanto la ciencia como la filosofía podían tratar sólo de esos fenómenos. Así pues, al mostrar en apariencia el mayor respeto por la ciencia, el positivismo del siglo XIX unió el conocimiento científico con la teoría idealista subjetiva del conocimiento. He aquí el resultado: «Todas las ideas fundamentales de la ciencia son, pues, representantes de realidades que no podemos comprender. Aunque se haga el progreso de la magnitud que sea en la agrupación de hechos y en el despacho de síntesis más y más vastas... la verdad fundamental sigue siendo tan inalcanzable como antes» [8], escribió el positivista inglés H. Spencer.
No obstante, el positivismo esbozó su cuadro del mundo fundándose en los resultados de las ciencias naturales de su tiempo. De ese tipo precisamente era, por ejemplo, «la filosofía sintética» de Spencer, que describió la naturaleza y la sociedad como un proceso de evolución paulatina regida por leyes mecánicas. La revolución en las ciencias naturales, que descubrió la irreductibilidad de los procesos naturales a mecánicos, socavó ese género de síntesis de la ciencia basadas en la elevación de las verdades relativas, alcanzadas por ella, a la categoría de absolutas; dado que se desconocía la dialéctica de la verdad relativa y de la verdad absoluta, eso dio lugar a que se renunciase a las pretensiones de pintar un cuadro universal del mundo. En el empiriocriticismo de Ricardo Avenarius, Ernesto Mach y otros, que sustituyó la primera forma del positivismo, la filosofía quedó reducida a la teoría del conocimiento. Su tesis rectora fue el aserto de que el conocimiento es la unión de las sensaciones y las representaciones, unión que no alcanza ninguna otra «realidad» que la de las propias sensaciones.
Esa postura no implicaba, naturalmente, una «neutralidad» concepcional, como opinaban los positivistas. Es más, partiendo de la teoría agnóstica del conocimiento, se argumenta y lleva a cabo el paso a la concepción religiosa del mundo. Así, la doctrina conocida con la denominación de pragmatismo, que surgió, en general, dentro del positivismo, combina esos planteamientos que, al parecer, se excluían mutuamente: el positivismo, que venera la ciencia y rechaza «la metafísica», y «la metafísica» religiosa. Procedente de la palabra griega antigua «pragma» (asunto, acción), el pragmatismo tiene por contenido la convicción de que todo conocimiento no es más que una «fe pragmática», o sea, una proposición adoptada convencionalmente y cuyo criterio de «verdad» no es su correspondencia a la realidad, sino el éxito de la acción ejecutada en su terreno, aunque la proposición adoptada no corresponda al estado real del asunto o incluso esté en contradicción con él. De ahí se desprende naturalmente que la misión del conocimiento no es formular proposiciones verídicas (que corresponden a la realidad), sino «afianzar la fe» lo cual permite obrar con seguridad y alcanzar el éxito.
Basándose en eso, Carlos Sanders Peirce (1839-1914) pudo desarrollar paralelamente la teoría pragmática del conocimiento y «la metafísica» idealista objetiva, religiosa. En tanto que otro fundador del pragmatismo, Guillermo James (1842-1910), dedujo de «la voluntad de creer» (the will to believe), propia del hombre, y de «la utilidad» de la religión la legitimidad de «la experiencia religiosa» y de la vida religiosa como fe «en la existencia de un orden invisible de las cosas y en que nuestro bien supremo consiste en la adaptación armónica de nuestro ser a ese orden» [9]. Lenin escribió de este filósofo que, con su buen comienzo, «el pragmatismo se mofa tanto de la metafísica del materialismo como de la metafísica del idealismo, exalta la experiencia y sólo la experiencia, considera la práctica el único criterio, se basa en la corriente positivista en general... y... deduce con toda felicidad, de todo lo anterior, un Dios...» [10]
La demoledora critica leninista del machismo y de las corrientes positivistas de comienzos del siglo XX qne le eran afines puso de manifiesto «en toda la serie de cuestiones referentes a la gnoseología, el carácter reaccionario a carta cabal del empiriocriticismo, que encubre con nuevos subterfugios, terminajos presuntuosos y sutilezas los viejos errores del idealismo y del agnosticismo» [11]. Y aunque algunas ideas gnoseológicas del empiriocriticismo circularon aún mucho tiempo entre los filósofos que se dedicaban a los problemas de las ciencias naturales, no tardó en desaparecer como escuela y ser sustituido por el neopositivismo.
El neopositivismo surgió a comienzos del siglo XX en relación con los éxitos de la nueva forma de ciencia lógica, matemática, aplicada al estudio de los fundamentos de las matemáticas. G. Frege, B. Russell, L. Couturat y otros procuraron fundamentar las matemáticas mediante el análisis lógico, o sea, reduciendo sus conceptos similares a términos lógicos con la formulación subsiguiente de todos sus planteamientos al lenguaje de esa misma lógica y conforme a sus reglas [12]. De esa base surgió la noción de que la aplicación análoga del análisis lógico a la filosofía llevaría a que un «futuro de lo más próximo haría para la filosofía pura una época igual a la que para la doctrina de los principios de las matemáticas han sido los últimos decenios» [13]. Mas lo que era valioso en sumo grado para las investigaciones formales en el campo de las matemáticas se convirtió en pérdida de los problemas enjundiosos para la filosofía, los cuales son de importancia primordial.
Bertrand Russell (1872-1970) expuso en su libro Nuestro conocimiento del mundo exterior (1914) la idea de que si se analizan y depuran todos los problemas filosóficos, resultan ser problemas lógicos. L. Wittgenstein (1899-1951), hizo, basándose en eso, la deducción de que la filosofía no es una doctrina ni un conjunto de proposiciones teóricas, sino actividad que estriba en el análisis lógico del lenguaje de la ciencia. Su resultado no es «cierto número de «proposiciones filosóficas», sino el esclarecimiento de estas proposiciones» [14]. Con ello se suprime de golpe la función de la filosofía como concepción del mundo, la síntesis de los adelantos del conocimiento científico hecha en ella y la creación de la teoría filosófica. Esta limitación al análisis del lenguaje se acentúa con la comprensión idealista de la esfera de aplicabilidad de este análisis mismo y de su sentido filosófico.
El neopositivismo basa su análisis de la ciencia en tres tesis fundamentales. Primero, delimita estrictamente las expresiones analíticas (lógico-matemáticas) y sintéticas (fácticas, empíricas). Las primeras sirven de elementos de la estructura formal de la teoría y no implican contenido cognoscitivo. Las segundas constituyen la base empírica de la teoría. Segundo, el neopositivismo se basa en el reduccionismo, o sea, en el aserto de que todas las expresiones enjundiosas de la teoría pueden reducirse a la experiencia directa o a expresiones sobre la experiencia. Tercero, admite la teoría idealista subjetiva del conocimiento que asciende a Berkeley y Hume: nuestro conocimiento no es del mundo objetivo, sino del «contenido de la conciencia», de las sensaciones («observaciones», «experiencia») y se registra en formas lingüísticas.
No es de extrañar que el lugar central en el neopositivismo del Círculo de Viena, que llegó a ser en los años 20 la escuela neopositivista principal [15], lo ocupase la doctrina de la «verificación» (comprobación). «El principio de la verificación» desempeñó en el análisis neopositivista una función triple: comprobación sensorial de las expresiones empíricas, determinante de la significación empírica de los términos y expresiones y, por último, «principio demarcador» que permite separar las proposiciones empíricas de las no empíricas y, ante todo, de las «metafísicas» (filosóficas) con objeto de suprimir estas últimas del lenguaje de la ciencia. Desde este punto de vista, si la proposición no puede ser reducida al número final de actos de la experiencia o de expresiones de esos actos (no puede ser «verificada»), y, además, no es tautología, es decir, expresión lógico-matemática, entonces esta proposición ha sido compuesta contra las reglas de la sintaxis, y, por eso, no tiene sentido o es «metafísica».
Asi, la expresión «2 x 2 = 4» o «ningún soltero está casado» son tautologías: es fácil mostrar que la primera proposición significa «4 = 4», y que la segunda, de sustituir la palabra «soltero» por su significación verbal, «ninguno sin casar está casado». La expresión de que «ahora en la calle hace 4º», o la de que «todos los solteros son unos excéntricos» son empíricas, puesto que las podemos comprobar, mirando el termómetro o haciendo una investigación empírica de las costumbres de los solteros: si los solteros tienen costumbres distintas de los casados (adoptadas como norma), serán excéntricos; si eso no es así, la proposición será de todos modos empírica, si bien errónea. En la expresión «César es y» se ha infringido la sintaxis: en lugar del predicado se encuentra la conjunción «y», o sea, un signo lógico. Si la expresión pretende ser científica, pero no es ni lógica ni empírica, será «metafísica».
R. Carnap ha explicado este pensamiento con las siguientes palabras: «Yo llamaré metafísicas todas las proposiciones que pretenden representar el conocimiento sobre algo que se encuentra fuera de los límites de toda experiencia, por ejemplo, la Esencia real de las cosas las Cosas en sí, lo Absoluto, etc. Así son, v. gr., la afirmación de Tales de que la esencia de las cosas es el agua, y la de Heráclito de que su esencia es el fuego; la afirmación del monista de que en el mundo sólo hay un principio y la del pluralista de que esos principios son muchos; la afirmación del materialista de que la unidad del mundo consiste en su carácter material y la del idealista de que el mundo es espiritual por su naturaleza. Esto acontece porque todos los asertos mencionados son irrefutables empíricamente, pues de la proposición «El principio del mundo es el agua» no se puede deducir ninguna proposición acerca de las percepciones, o de las sensaciones, o de cualquier experiencia que se deba esperar en lo futuro» [16].
Por consiguiente, el neopositivismo cataloga todos los problemas filosóficos entre los «metafísicos», con lo que los excluye de la esfera del conocimiento científico: no han sido comprendidos en el sentido científico, y sus soluciones —a diferencia de las soluciones de los problemas científicos— no pueden ser tenidas por verídicas ni erróneas; carecen de sentido. Pero este punto de vista es erróneo. Como sabemos, la filosofía es la síntesis de los conocimientos científicos y de la práctica social de los hombres. Así, Tales llegó a la conclusión de que el agua es el principio («arché») de todas las cosas, «al ver que la nutrición de todos los seres es líquida y que el calor mismo surge de la humedad y vive de ella (y lo que da origen a todo es el comienzo de todo)» [17]. Por consiguiente, ésta fue la primera hipótesis científica primitiva, y no una simple fantasía «metafísica». De igual manera, el monismo materialista es una doctrina demostrada por el «largo y arduo desarrollo de la filosofía y las ciencias naturales» (Engels). Pero aquí hay también una diferencia de las síntesis de las ciencias naturales: la síntesis filosófica recomienda un enfoque metodológico y concepcional del conocimiento; además, el materialismo prescribe justamente buscar la solución en la esfera de las investigaciones de la naturaleza sin apelar a los principios sobrenaturales, ideales. El neopositivismo «neutral» se presenta a este respecto como «idealismo vergonzante» que hace pasar subrepticiamente el idealismo subjetivo so capa de filosofía «antimetafísica».
Los estudios contemporáneos del conocimiento científico y la correlación que en él guardan lo empírico y lo teórico han desacreditado por completo el enfoque neopositivista. El principio de la verificación en el papel de «policía intelectual» que prescribe de qué puede hablar y qué no tiene derecho a decir la ciencia ha originado más dificultades de las que ha resuelto. Expresiones tan evidentemente científicas como la formulación de las leyes generales y de las proposiciones generales de la ciencia, las declaraciones sobre el pasado y el porvenir no se comprueban indudablemente por la observación directa. «El arsénico es venenoso», «los cuerpos se dilatan al calentarlos», «César pasó el Rubicón»: ninguna de estas proposiciones puede ser comprobada directamente; por tanto, ¿hay que desterrarlas de la ciencia? Tampoco contribuye a avanzar «el debilitamiento» del principio de la verificación: «proposición empírica es lo que, en principio, puede ser comprobado por la experiencia». Pues hay conocimientos que, en principio, no pueden ser comprobados hoy, en tanto que mañana podremos hacerlo, desarrollando más la técnica de la observación. Así, A. Comte tenía por «metafísico» el problema de la composición química de los cuerpos celestes, opinando que no se podía averiguar «por principio». Y dos años después de su muerte se inventó el análisis espectroscópico... Por otra parte, se puede comprobar «por principio» cualquier brujería. Asi es, por ejemplo, la «verificación escatológica»: se puede admitir lógicamente la verificación de la inmortalidad del alma, ya que si el alma es inmortal, puede volver «por principio» del otro mundo y dar constancia de su experiencia postuma. Pero no se puede refutar la inmortalidad del alma porque con el mismo carácter «de principios» es imposible registrar la inexistencia del «otro mundo».
Las desventuras del «principio de la verificación» acaban en que él mismo resulta ser «metafísico», o sea, susceptible de supresión de la ciencia so pena de que no se refiere ni a las proposiciones lógico-matemáticas ni a las empíricas. Todas estas dificultades proceden de la circunstancia de que el principio de la comprobación sensorial es un procedimiento elemental aplicable sólo a los casos más simples como la comprobación de la proposición «ahora en la calle hace 4o». La doctrina dialéctica materialista de la práctica como criterio de la verdad (que presupone, como es natural, que en los casos más simples, por ejemplo, para determinar la temperatura no hay necesidad de apelar a toda la práctica humana) caracteriza de manera mucho más exacta y completa el problema de la verdad, así como el problema de la correlación entre las ciencias concretas y la filosofía.
El fracaso del «principio de la verificación» y su transformación en proposición trivial sobre la necesidad de que el conocimiento científico tenga un contenido experimental dieron lugar a que la filosofía se encerrara más aún en la esfera del lenguaje. La «filosofía lingüística», que es hoy la forma más extendida (al menos en Inglaterra) de positivismo, ha pasado a hacer «el análisis lingüístico» del lenguaje diario con fines «terapéuticos», es decir, de eliminar de la lengua «las dolencias filosóficas». Desde este punto de vista, las expresiones filosóficas son simplemente la interpretación inexacta y arbitraria de las expresiones más corrientes. Así, razona G. Ryle, uno de los analistas lingüísticos más reputados de nuestros días, la gente dice a menudo: «La honestidad me obliga a decir esto o lo otro». Pero no existe el factor real de «honestidad», y ésta no me puede obligar realmente a hacer algo. Sería más acertado decir: «Como soy honesto, o quiero serlo, me veo obligado a decir esto o lo otro» [18]. Por eso en todos los casos en que estemos en presencia de una expresión de tal género, debemos hacer una «transcripción» que nos muestre de qué hecho se trata: y eso será «el análisis filosófico». Como dice el historiador alemán de la filosofía W. Stegmüller, la tarea de este análisis es «conseguir una claridad completa, la cual debe consistir en que los problemas filosóficos habrán de desaparecer totalmente» [19]. Puesto que su fuente son «las dolencias idiomáticas», que se curan con tratamiento lingüístico.
Aquí es evidente la simplificación extrema del problema. Al separar el lenguaje de la realidad, los analistas lingüísticos no ven el condicionamiento social y gnoseológico de la filosofía, y su «análisis lingüístico» se reduce en definitiva a operaciones triviales desde el punto de vista filosófico, si bien a veces interesantes desde el punto de vista de la propia lingüística, operaciones de precisión de los medios idiomáticos de expresión de la idea y de comunicación idiomática. Al criticar la filosofía del análisis lingüístico, el filósofo inglés C. Mundle dijo en el XIV Congreso Internacional de Filosofía que sus partidarios se colocaron en la posición de presos que sólo tienen permitido describir la conducta de las personas libres. «Los hombres libres utilizan los instrumentos lingüísticos para realizar obras emocionantes en el aspecto intelectual como son la explicación, la teorización y la solución de los problemas. A los presos se les permite el solo juego monótono» de describir los instrumentos idiomáticos. Esa cárcel, fundada por Wittgenstein, agrega Mundle, «aún está repleta, si bien sus puertas se mantienen abiertas» [20].
Pero hay un aspecto más que no ha señalado el crítico inglés de la filosofía lingüística. En efecto, esta filosofía no puede hacer nada más que describir los medios idiomáticos, no puede siquiera introducir mejoras. Como escribió L. Wittgenstein, «la filosofía no puede intervenir de ninguna manera en el verdadero uso del lenguaje; lo único que puede hacer, en fin de cuentas, es describirlo. Porque no puede darle ningún fundamento. D e j a t o d o c o m o e s» [21]. Las ultimas palabras —quiéralo o no el autor— expresan magníficamente la esencia social del neopositivismo: en efecto, es una filosofía que deja todo como es. E independientemente de las opiniones sociopolíticas concretas que sustente tal o cual neopositivista (y esas opiniones varían desde las socialdemócratas de O. Neurath hasta el anticomunismo de K. Popper), la función social objetiva del neopositivismo consiste en sembrar el escepticismo y el nihilismo como concepción del mundo, en negar la posibilidad misma de una concepción científica del mundo.
Durante los últimos años, el neopositivismo es más criticado cada día. Se han puesto en tela de juicio los dogmas neopositivistas de la oposición de las expresiones analíticas (lógicas) y sintéticas (empíricas) y se ha patentizado la completa invalidez del programa «reduccionista» de resumir el conocimiento teórico a su base empírica, sensorial. No obstante, al conservar la premisa gnoseológica fundamental, que es el idealismo subjetivo, los críticos del neoposivismo entre los que investigan problemas de historia, lógica y filosofía de las ciencias naturales no hacen sino llegar a nuevas variantes de idealismo. Por ejemplo, el conocido y filósofo norteamericano Willard Quine refutó «dos dogmas» del empirismo neopositivista: la diferencia de lo analítico y lo sintético y el reduccionismo. Pero la teoría, o «esquema conceptual», de su «empirismo sin dogmas» resultó ser... un mito. Un simple mito en el que figuran objetos físicos es más cómodo, por razones prácticas, que el mito en el que operan los dioses de Homero: «Como físico laico creo en los objetos físicos, y no en los dioses de Homero; y estimaría que es un error creer de otra manera en la ciencia. Pero desde el punto de vista de la base teórico-cognoscitiva, los objetos físicos y los dioses se distinguen sólo por el grado, y no por el género. Los dos tipos de seres entran en nuestra concepción sólo como proposiciones (posits) de cultura» [22]. ¿Cómo entender, pues, el objeto de la teoría, el mundo material? ¿Y por qué no aceptar entonces en otra esfera, en la filosofía (y no en la física), la explicación religiosa?
Tenemos delante el problema del desarrollo del conocimiento, de la transición de la mitología a las ciencias positivas. No se puede interpretarla de otra manera que apelando a la profundización de nuestro conocimiento. Entretanto, en los últimos años surgen concepciones que se empeñan en dar de lado precisamente eso. En la filosofía angloamericana de la ciencia se han formado dos tendencias de estas procedentes, en conjunto, del neopositivismo, pero ambas rechazan los dos precitados «dogmas del empirismo». Así, Thomas Kuhn presenta en su libro Estructura de las revoluciones científicas (1962) el desarrollo de la ciencia como un cambio de «paradigmas» (modelos) en el período de la revolución científica y el despliegue lógico de su contenido en el período de la «ciencia normal». Tras demostrar expresivamente la sustitución de las etapas evolutivas por etapas revolucionarias, no ve, sin embargo, el nexo entre los «paradigmas» y la profundización de nuestro conocimiento del mundo objetivo: su fuente es sociosicológica, es el sistema de ideas adoptadas por «la comunidad científica».
Por otra parte, K. Popper ve en el desarrollo del conocimiento científico «un proceso natural» de autodesarrollo del «tercer mundo», el mundo del conocimiento objetivo. «Este es mundo de objetos posibles de pensamiento: un mundo de teorías en sí y de sus relaciones lógicas, de argumentos en sí y de situaciones problemáticas en sí» [23].
Creado por los hombres, distinto del mundo de las ideas de Platón o de la Idea de Hegel, es, no obstante, «autónomo». «El conocimiento en el sentido objetivo es conocimiento sin sujeto de cognición» [24]. Mas este casi objetivismo no es sino el reverso del subjetivismo neopositivista que restringe el conocimiento a la esfera del idioma. Pues Popper tiene también este mundo del idioma y de las teorías y argumentos expresados en él... Una vez más no cabe duda de que la teoría científica da origen a lo largo de su despliegue lógico a nuevos problemas, a nuevos argumentos y a una teoría nueva. Pero es que la base de este desenvolvimiento es siempre —por mediación de la estructura de la teoría— la realidad objetiva; el desenvolvimiento mismo no puede llevarse a cabo sin el sujeto de cognición, sin el científico, sin «comunidades de científicos», de los institutos científicos, etc.
La historia del neopositivismo es la historia de sus descalabros, la historia de la sustitución de formas de análisis del idioma que hoy acaba en la descomposición de esta influyente orientación filosófica.
La demoledora critica leninista del machismo y de las corrientes positivistas de comienzos del siglo XX qne le eran afines puso de manifiesto «en toda la serie de cuestiones referentes a la gnoseología, el carácter reaccionario a carta cabal del empiriocriticismo, que encubre con nuevos subterfugios, terminajos presuntuosos y sutilezas los viejos errores del idealismo y del agnosticismo» [11]. Y aunque algunas ideas gnoseológicas del empiriocriticismo circularon aún mucho tiempo entre los filósofos que se dedicaban a los problemas de las ciencias naturales, no tardó en desaparecer como escuela y ser sustituido por el neopositivismo.
El neopositivismo surgió a comienzos del siglo XX en relación con los éxitos de la nueva forma de ciencia lógica, matemática, aplicada al estudio de los fundamentos de las matemáticas. G. Frege, B. Russell, L. Couturat y otros procuraron fundamentar las matemáticas mediante el análisis lógico, o sea, reduciendo sus conceptos similares a términos lógicos con la formulación subsiguiente de todos sus planteamientos al lenguaje de esa misma lógica y conforme a sus reglas [12]. De esa base surgió la noción de que la aplicación análoga del análisis lógico a la filosofía llevaría a que un «futuro de lo más próximo haría para la filosofía pura una época igual a la que para la doctrina de los principios de las matemáticas han sido los últimos decenios» [13]. Mas lo que era valioso en sumo grado para las investigaciones formales en el campo de las matemáticas se convirtió en pérdida de los problemas enjundiosos para la filosofía, los cuales son de importancia primordial.
Bertrand Russell (1872-1970) expuso en su libro Nuestro conocimiento del mundo exterior (1914) la idea de que si se analizan y depuran todos los problemas filosóficos, resultan ser problemas lógicos. L. Wittgenstein (1899-1951), hizo, basándose en eso, la deducción de que la filosofía no es una doctrina ni un conjunto de proposiciones teóricas, sino actividad que estriba en el análisis lógico del lenguaje de la ciencia. Su resultado no es «cierto número de «proposiciones filosóficas», sino el esclarecimiento de estas proposiciones» [14]. Con ello se suprime de golpe la función de la filosofía como concepción del mundo, la síntesis de los adelantos del conocimiento científico hecha en ella y la creación de la teoría filosófica. Esta limitación al análisis del lenguaje se acentúa con la comprensión idealista de la esfera de aplicabilidad de este análisis mismo y de su sentido filosófico.
El neopositivismo basa su análisis de la ciencia en tres tesis fundamentales. Primero, delimita estrictamente las expresiones analíticas (lógico-matemáticas) y sintéticas (fácticas, empíricas). Las primeras sirven de elementos de la estructura formal de la teoría y no implican contenido cognoscitivo. Las segundas constituyen la base empírica de la teoría. Segundo, el neopositivismo se basa en el reduccionismo, o sea, en el aserto de que todas las expresiones enjundiosas de la teoría pueden reducirse a la experiencia directa o a expresiones sobre la experiencia. Tercero, admite la teoría idealista subjetiva del conocimiento que asciende a Berkeley y Hume: nuestro conocimiento no es del mundo objetivo, sino del «contenido de la conciencia», de las sensaciones («observaciones», «experiencia») y se registra en formas lingüísticas.
No es de extrañar que el lugar central en el neopositivismo del Círculo de Viena, que llegó a ser en los años 20 la escuela neopositivista principal [15], lo ocupase la doctrina de la «verificación» (comprobación). «El principio de la verificación» desempeñó en el análisis neopositivista una función triple: comprobación sensorial de las expresiones empíricas, determinante de la significación empírica de los términos y expresiones y, por último, «principio demarcador» que permite separar las proposiciones empíricas de las no empíricas y, ante todo, de las «metafísicas» (filosóficas) con objeto de suprimir estas últimas del lenguaje de la ciencia. Desde este punto de vista, si la proposición no puede ser reducida al número final de actos de la experiencia o de expresiones de esos actos (no puede ser «verificada»), y, además, no es tautología, es decir, expresión lógico-matemática, entonces esta proposición ha sido compuesta contra las reglas de la sintaxis, y, por eso, no tiene sentido o es «metafísica».
Asi, la expresión «2 x 2 = 4» o «ningún soltero está casado» son tautologías: es fácil mostrar que la primera proposición significa «4 = 4», y que la segunda, de sustituir la palabra «soltero» por su significación verbal, «ninguno sin casar está casado». La expresión de que «ahora en la calle hace 4º», o la de que «todos los solteros son unos excéntricos» son empíricas, puesto que las podemos comprobar, mirando el termómetro o haciendo una investigación empírica de las costumbres de los solteros: si los solteros tienen costumbres distintas de los casados (adoptadas como norma), serán excéntricos; si eso no es así, la proposición será de todos modos empírica, si bien errónea. En la expresión «César es y» se ha infringido la sintaxis: en lugar del predicado se encuentra la conjunción «y», o sea, un signo lógico. Si la expresión pretende ser científica, pero no es ni lógica ni empírica, será «metafísica».
R. Carnap ha explicado este pensamiento con las siguientes palabras: «Yo llamaré metafísicas todas las proposiciones que pretenden representar el conocimiento sobre algo que se encuentra fuera de los límites de toda experiencia, por ejemplo, la Esencia real de las cosas las Cosas en sí, lo Absoluto, etc. Así son, v. gr., la afirmación de Tales de que la esencia de las cosas es el agua, y la de Heráclito de que su esencia es el fuego; la afirmación del monista de que en el mundo sólo hay un principio y la del pluralista de que esos principios son muchos; la afirmación del materialista de que la unidad del mundo consiste en su carácter material y la del idealista de que el mundo es espiritual por su naturaleza. Esto acontece porque todos los asertos mencionados son irrefutables empíricamente, pues de la proposición «El principio del mundo es el agua» no se puede deducir ninguna proposición acerca de las percepciones, o de las sensaciones, o de cualquier experiencia que se deba esperar en lo futuro» [16].
Por consiguiente, el neopositivismo cataloga todos los problemas filosóficos entre los «metafísicos», con lo que los excluye de la esfera del conocimiento científico: no han sido comprendidos en el sentido científico, y sus soluciones —a diferencia de las soluciones de los problemas científicos— no pueden ser tenidas por verídicas ni erróneas; carecen de sentido. Pero este punto de vista es erróneo. Como sabemos, la filosofía es la síntesis de los conocimientos científicos y de la práctica social de los hombres. Así, Tales llegó a la conclusión de que el agua es el principio («arché») de todas las cosas, «al ver que la nutrición de todos los seres es líquida y que el calor mismo surge de la humedad y vive de ella (y lo que da origen a todo es el comienzo de todo)» [17]. Por consiguiente, ésta fue la primera hipótesis científica primitiva, y no una simple fantasía «metafísica». De igual manera, el monismo materialista es una doctrina demostrada por el «largo y arduo desarrollo de la filosofía y las ciencias naturales» (Engels). Pero aquí hay también una diferencia de las síntesis de las ciencias naturales: la síntesis filosófica recomienda un enfoque metodológico y concepcional del conocimiento; además, el materialismo prescribe justamente buscar la solución en la esfera de las investigaciones de la naturaleza sin apelar a los principios sobrenaturales, ideales. El neopositivismo «neutral» se presenta a este respecto como «idealismo vergonzante» que hace pasar subrepticiamente el idealismo subjetivo so capa de filosofía «antimetafísica».
Los estudios contemporáneos del conocimiento científico y la correlación que en él guardan lo empírico y lo teórico han desacreditado por completo el enfoque neopositivista. El principio de la verificación en el papel de «policía intelectual» que prescribe de qué puede hablar y qué no tiene derecho a decir la ciencia ha originado más dificultades de las que ha resuelto. Expresiones tan evidentemente científicas como la formulación de las leyes generales y de las proposiciones generales de la ciencia, las declaraciones sobre el pasado y el porvenir no se comprueban indudablemente por la observación directa. «El arsénico es venenoso», «los cuerpos se dilatan al calentarlos», «César pasó el Rubicón»: ninguna de estas proposiciones puede ser comprobada directamente; por tanto, ¿hay que desterrarlas de la ciencia? Tampoco contribuye a avanzar «el debilitamiento» del principio de la verificación: «proposición empírica es lo que, en principio, puede ser comprobado por la experiencia». Pues hay conocimientos que, en principio, no pueden ser comprobados hoy, en tanto que mañana podremos hacerlo, desarrollando más la técnica de la observación. Así, A. Comte tenía por «metafísico» el problema de la composición química de los cuerpos celestes, opinando que no se podía averiguar «por principio». Y dos años después de su muerte se inventó el análisis espectroscópico... Por otra parte, se puede comprobar «por principio» cualquier brujería. Asi es, por ejemplo, la «verificación escatológica»: se puede admitir lógicamente la verificación de la inmortalidad del alma, ya que si el alma es inmortal, puede volver «por principio» del otro mundo y dar constancia de su experiencia postuma. Pero no se puede refutar la inmortalidad del alma porque con el mismo carácter «de principios» es imposible registrar la inexistencia del «otro mundo».
Las desventuras del «principio de la verificación» acaban en que él mismo resulta ser «metafísico», o sea, susceptible de supresión de la ciencia so pena de que no se refiere ni a las proposiciones lógico-matemáticas ni a las empíricas. Todas estas dificultades proceden de la circunstancia de que el principio de la comprobación sensorial es un procedimiento elemental aplicable sólo a los casos más simples como la comprobación de la proposición «ahora en la calle hace 4o». La doctrina dialéctica materialista de la práctica como criterio de la verdad (que presupone, como es natural, que en los casos más simples, por ejemplo, para determinar la temperatura no hay necesidad de apelar a toda la práctica humana) caracteriza de manera mucho más exacta y completa el problema de la verdad, así como el problema de la correlación entre las ciencias concretas y la filosofía.
El fracaso del «principio de la verificación» y su transformación en proposición trivial sobre la necesidad de que el conocimiento científico tenga un contenido experimental dieron lugar a que la filosofía se encerrara más aún en la esfera del lenguaje. La «filosofía lingüística», que es hoy la forma más extendida (al menos en Inglaterra) de positivismo, ha pasado a hacer «el análisis lingüístico» del lenguaje diario con fines «terapéuticos», es decir, de eliminar de la lengua «las dolencias filosóficas». Desde este punto de vista, las expresiones filosóficas son simplemente la interpretación inexacta y arbitraria de las expresiones más corrientes. Así, razona G. Ryle, uno de los analistas lingüísticos más reputados de nuestros días, la gente dice a menudo: «La honestidad me obliga a decir esto o lo otro». Pero no existe el factor real de «honestidad», y ésta no me puede obligar realmente a hacer algo. Sería más acertado decir: «Como soy honesto, o quiero serlo, me veo obligado a decir esto o lo otro» [18]. Por eso en todos los casos en que estemos en presencia de una expresión de tal género, debemos hacer una «transcripción» que nos muestre de qué hecho se trata: y eso será «el análisis filosófico». Como dice el historiador alemán de la filosofía W. Stegmüller, la tarea de este análisis es «conseguir una claridad completa, la cual debe consistir en que los problemas filosóficos habrán de desaparecer totalmente» [19]. Puesto que su fuente son «las dolencias idiomáticas», que se curan con tratamiento lingüístico.
Aquí es evidente la simplificación extrema del problema. Al separar el lenguaje de la realidad, los analistas lingüísticos no ven el condicionamiento social y gnoseológico de la filosofía, y su «análisis lingüístico» se reduce en definitiva a operaciones triviales desde el punto de vista filosófico, si bien a veces interesantes desde el punto de vista de la propia lingüística, operaciones de precisión de los medios idiomáticos de expresión de la idea y de comunicación idiomática. Al criticar la filosofía del análisis lingüístico, el filósofo inglés C. Mundle dijo en el XIV Congreso Internacional de Filosofía que sus partidarios se colocaron en la posición de presos que sólo tienen permitido describir la conducta de las personas libres. «Los hombres libres utilizan los instrumentos lingüísticos para realizar obras emocionantes en el aspecto intelectual como son la explicación, la teorización y la solución de los problemas. A los presos se les permite el solo juego monótono» de describir los instrumentos idiomáticos. Esa cárcel, fundada por Wittgenstein, agrega Mundle, «aún está repleta, si bien sus puertas se mantienen abiertas» [20].
Pero hay un aspecto más que no ha señalado el crítico inglés de la filosofía lingüística. En efecto, esta filosofía no puede hacer nada más que describir los medios idiomáticos, no puede siquiera introducir mejoras. Como escribió L. Wittgenstein, «la filosofía no puede intervenir de ninguna manera en el verdadero uso del lenguaje; lo único que puede hacer, en fin de cuentas, es describirlo. Porque no puede darle ningún fundamento. D e j a t o d o c o m o e s» [21]. Las ultimas palabras —quiéralo o no el autor— expresan magníficamente la esencia social del neopositivismo: en efecto, es una filosofía que deja todo como es. E independientemente de las opiniones sociopolíticas concretas que sustente tal o cual neopositivista (y esas opiniones varían desde las socialdemócratas de O. Neurath hasta el anticomunismo de K. Popper), la función social objetiva del neopositivismo consiste en sembrar el escepticismo y el nihilismo como concepción del mundo, en negar la posibilidad misma de una concepción científica del mundo.
Durante los últimos años, el neopositivismo es más criticado cada día. Se han puesto en tela de juicio los dogmas neopositivistas de la oposición de las expresiones analíticas (lógicas) y sintéticas (empíricas) y se ha patentizado la completa invalidez del programa «reduccionista» de resumir el conocimiento teórico a su base empírica, sensorial. No obstante, al conservar la premisa gnoseológica fundamental, que es el idealismo subjetivo, los críticos del neoposivismo entre los que investigan problemas de historia, lógica y filosofía de las ciencias naturales no hacen sino llegar a nuevas variantes de idealismo. Por ejemplo, el conocido y filósofo norteamericano Willard Quine refutó «dos dogmas» del empirismo neopositivista: la diferencia de lo analítico y lo sintético y el reduccionismo. Pero la teoría, o «esquema conceptual», de su «empirismo sin dogmas» resultó ser... un mito. Un simple mito en el que figuran objetos físicos es más cómodo, por razones prácticas, que el mito en el que operan los dioses de Homero: «Como físico laico creo en los objetos físicos, y no en los dioses de Homero; y estimaría que es un error creer de otra manera en la ciencia. Pero desde el punto de vista de la base teórico-cognoscitiva, los objetos físicos y los dioses se distinguen sólo por el grado, y no por el género. Los dos tipos de seres entran en nuestra concepción sólo como proposiciones (posits) de cultura» [22]. ¿Cómo entender, pues, el objeto de la teoría, el mundo material? ¿Y por qué no aceptar entonces en otra esfera, en la filosofía (y no en la física), la explicación religiosa?
Tenemos delante el problema del desarrollo del conocimiento, de la transición de la mitología a las ciencias positivas. No se puede interpretarla de otra manera que apelando a la profundización de nuestro conocimiento. Entretanto, en los últimos años surgen concepciones que se empeñan en dar de lado precisamente eso. En la filosofía angloamericana de la ciencia se han formado dos tendencias de estas procedentes, en conjunto, del neopositivismo, pero ambas rechazan los dos precitados «dogmas del empirismo». Así, Thomas Kuhn presenta en su libro Estructura de las revoluciones científicas (1962) el desarrollo de la ciencia como un cambio de «paradigmas» (modelos) en el período de la revolución científica y el despliegue lógico de su contenido en el período de la «ciencia normal». Tras demostrar expresivamente la sustitución de las etapas evolutivas por etapas revolucionarias, no ve, sin embargo, el nexo entre los «paradigmas» y la profundización de nuestro conocimiento del mundo objetivo: su fuente es sociosicológica, es el sistema de ideas adoptadas por «la comunidad científica».
Por otra parte, K. Popper ve en el desarrollo del conocimiento científico «un proceso natural» de autodesarrollo del «tercer mundo», el mundo del conocimiento objetivo. «Este es mundo de objetos posibles de pensamiento: un mundo de teorías en sí y de sus relaciones lógicas, de argumentos en sí y de situaciones problemáticas en sí» [23].
Creado por los hombres, distinto del mundo de las ideas de Platón o de la Idea de Hegel, es, no obstante, «autónomo». «El conocimiento en el sentido objetivo es conocimiento sin sujeto de cognición» [24]. Mas este casi objetivismo no es sino el reverso del subjetivismo neopositivista que restringe el conocimiento a la esfera del idioma. Pues Popper tiene también este mundo del idioma y de las teorías y argumentos expresados en él... Una vez más no cabe duda de que la teoría científica da origen a lo largo de su despliegue lógico a nuevos problemas, a nuevos argumentos y a una teoría nueva. Pero es que la base de este desenvolvimiento es siempre —por mediación de la estructura de la teoría— la realidad objetiva; el desenvolvimiento mismo no puede llevarse a cabo sin el sujeto de cognición, sin el científico, sin «comunidades de científicos», de los institutos científicos, etc.
La historia del neopositivismo es la historia de sus descalabros, la historia de la sustitución de formas de análisis del idioma que hoy acaba en la descomposición de esta influyente orientación filosófica.
Notas
[1] Documentos del XXV Congreso del PCUS, pág. 74.
[2] E. G. Brightman. Nature and Values («Naturaleza y valores»). N. Y., 1945, p. 66.
[3] N. G. Gadamer. Uber die Macht der Vernunft. «Akten des XIV. Internationalen Kongresses für Philosophie», Bd. VI. Wien, 1974, S. 29.
[4] K. Popper. The Poverty of Historicism. L., 1957, p. X.
[5] M. Scheler. Gesammelte Werke. Bd. VI. Bern und München, 1963, S. 17.
[6] K. Jaspers. Existenzphilosophie. Berlin, 1964, S. 10.
[7] E. Gilson. God and Philosophy. New Heaven, 1967, p. 122.
[8] H. Spencer. First Principles («Los principios fundamentales»). N. Y., 1900, p. 68.
[9] W. James. The Varieties of Religions Experience. N.Y., 1912, p. 53.
[10] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. (O.C., t. 18, pág. 363.)
[11] Ibíd., pág. 379.
[12] Véase S. A. Yanóvskaya. Logicismo. Enciclopedia filosófica, ed. en ruso, t. 3.
[13] A. S. Bogomólov. La filosofía burguesa de Inglaterra en el siglo XX, ed. en raso, t. 3, M., 1973, págs. 169-170.
[14] L. Wittgenstein. Tratado lógico-filosófico, ed. en ruso, M., 1958, pág. 50.
[15] El Círculo de Viena se formó en los años 20, teniendo por base la cátedra de filosofía de las ciencias inductivas de la Universidad de Viena. Lo encabezó Moritz Schlick y entre sus componentes más activos figuraron Rudolf Carnap (1891-1970), Otto Neurath y Víctor Kraft. Expuso opiniones análogas la Sociedad de Filosofía Empírica, de Berlín (Hans Reichenbach y Walter Dubislav) y la Escuela de Lvov-Varsovia. En Inglaterra, las opiniones de los neopositivistas vieneses fueron compartidas por A. J. Ayer. El Círculo de Viena existió hasta 1938; al ser ocupada Austria por la Alemania hitleriana, sus componentes emigraron a los EE.UU. e Inglaterra, contribuyendo a difundir el neopositivismo en los países anglosajones.
[16] R. Carnap. Philosophy and Logical Syntax. In: The Age of Analysis. Selected... by M. White. N.Y., 1965, pp. 212-213.
[17] Aristóteles. Obras en cuatro tomos, t. 1, M., 1975, pág. 71.
[18] G. Ryle. Systematically Misleading Expressions. In: Logic and Language, ed. by A. Flew. 1-st series. Oxford, 1968, p. 21.
[19] W. Stegmüller. Hauptströmungen der Gegenwartsphilosophie. Stuttgart, 1965, S. 605. Cfr. con L. Wittgenstein. Philosovhical Investigations, Oxford, 1963, p. 51.
[20] Akten des XIV. Internationalen Kongresses für Philosophie, Bd. I, Wien, 1968, S. 352.
[21] L. Wittgenstein. Philosophical Investigations. Oxford, 1963, p. 49.
[22] W. Quine. From a Logical Point of View. N.Y., 1963, p. 44.
[23] K. Popper. Objective Knowledge. Oxford, 1974, p. 154.
[24] Ibíd., p. 109.
[11] Ibíd., pág. 379.
[12] Véase S. A. Yanóvskaya. Logicismo. Enciclopedia filosófica, ed. en ruso, t. 3.
[13] A. S. Bogomólov. La filosofía burguesa de Inglaterra en el siglo XX, ed. en raso, t. 3, M., 1973, págs. 169-170.
[14] L. Wittgenstein. Tratado lógico-filosófico, ed. en ruso, M., 1958, pág. 50.
[15] El Círculo de Viena se formó en los años 20, teniendo por base la cátedra de filosofía de las ciencias inductivas de la Universidad de Viena. Lo encabezó Moritz Schlick y entre sus componentes más activos figuraron Rudolf Carnap (1891-1970), Otto Neurath y Víctor Kraft. Expuso opiniones análogas la Sociedad de Filosofía Empírica, de Berlín (Hans Reichenbach y Walter Dubislav) y la Escuela de Lvov-Varsovia. En Inglaterra, las opiniones de los neopositivistas vieneses fueron compartidas por A. J. Ayer. El Círculo de Viena existió hasta 1938; al ser ocupada Austria por la Alemania hitleriana, sus componentes emigraron a los EE.UU. e Inglaterra, contribuyendo a difundir el neopositivismo en los países anglosajones.
[16] R. Carnap. Philosophy and Logical Syntax. In: The Age of Analysis. Selected... by M. White. N.Y., 1965, pp. 212-213.
[17] Aristóteles. Obras en cuatro tomos, t. 1, M., 1975, pág. 71.
[18] G. Ryle. Systematically Misleading Expressions. In: Logic and Language, ed. by A. Flew. 1-st series. Oxford, 1968, p. 21.
[19] W. Stegmüller. Hauptströmungen der Gegenwartsphilosophie. Stuttgart, 1965, S. 605. Cfr. con L. Wittgenstein. Philosovhical Investigations, Oxford, 1963, p. 51.
[20] Akten des XIV. Internationalen Kongresses für Philosophie, Bd. I, Wien, 1968, S. 352.
[21] L. Wittgenstein. Philosophical Investigations. Oxford, 1963, p. 49.
[22] W. Quine. From a Logical Point of View. N.Y., 1963, p. 44.
[23] K. Popper. Objective Knowledge. Oxford, 1974, p. 154.
[24] Ibíd., p. 109.
Fuente: Fundamentos de filosofía marxista-leninista, Editorial Progreso, Moscú, 1977, t. II, pp. 335-349.
Digitalizado por M. I. Anufrikov para Partiynost
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