miércoles, 19 de septiembre de 2018

Erosión de la filosofía “sempiterna” (crítica del neotomismo) — B. E. Bijovskiy


Bernard Emmanuilovich Bijovskiy
(1901-1980)

Bernard E. Bijovskiy (1901-1980) fue un filósofo soviético de origen bielorruso, nacido en la ciudad de Bobruysk. Miembro del PCR(b) desde 1920, en 1923 se graduó en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Estatal Bielorrusa (BGU). Doctor en ciencias filosóficas, desde 1929 trabajó como profesor en la misma universidad en el departamento de filosofía, a la cabeza del departamento de materialismo dialéctico en la Universidad de Asia Central en Toshkent (Uzbekistan), en calidad de profesor en el Instituto de Filosofía, Literatura e Historia de Moscú y del Instituto de Profesores Rojos. De 1953 a 1973 trabajó en el departamento del Instituto Moscovita de Economía Nacional. Formó parte de la escuela central partidaria adjunta al CC del PC de Bielorrusia. Se centró en el campo del materialismo dialéctico, la historia de la filosofía de europa occidental y la filosofía moderna extranjera.

Fue autor de uno de los primeros manuales de materialismo dialéctico (“Ensayo sobre la filosofía del materialismo dialéctico”, 1930). Obtuvo en 1943 el Premio Stalin por su trabajo en el desarrollo, entre 1940 y 1943, de la obra de tres tomos “Historia de la Filosofía”. También participó en la edición de la Gran Enciclopedia Soviética.

De entre sus obras destacadas (en ruso) podemos señalar “Materialismo y dialéctica en la creatividad de V. I. Lenin” (1924), “Metapsicología de Freud” (1926), “Problemas psicofísicos en las enseñanzas de Spinoza” (1927), “¿Fue Spinoza materialista?” (1928), “Sobre las leyes del desarrollo social: lecciones estenográficas” (1928), “Bacon y su lugar en la historia de la filosofía” (1933), “Sobre el lugar de Leibniz en la historia de la dialéctica” (1935), “La filosofía de Descartes” (1940), “Método y sistema de Hegel” (1941), “El personalismo americano en la lucha contra el progreso científico y social” (1948), “Tendencias principales de la filosofía idealista contemporánea” (1957), “Neotomismo, filosofía contemporánea del catolicismo” (1957), “Filosofía del neopragmatismo” (1959), “Feuerbach” (1967), “George Berkeley” (1970), “Schopenhauer” (1975) y “Sigerio de Brabante” (1979). De mano de los compañeros de Producciones Digitales Soyuz, editado en La Habana, tenemos “El camino del socialismo” (1962).

De la edición de su obra “Erosión de la filosofía “sempiterna” (1973), tenemos la traducción al español por parte de la editorial soviética Progreso del año 1978 a cargo de L. Vladov. Es esta obra la que ponemos en primicia, como primera piedra para divulgar figuras centrales de la filosofía soviética, a disposición del lector de Partiynost en formato PDF, a continuación de un capítulo.


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“TEORIA DEL CONOCIMIENTO” DE LO INCOGNOSCIBLE

No se puede por menos de estar de acuerdo con J. M. Bocheński en el sentido de que “fe no es conocimiento” [1], o con J. Guitton en el de que “no se puede negar que la conciencia religiosa y la puramente intelectual son dos actitudes posibles” [2]. Pero, a la vez que se reconoce la diferencia entre estas dos formas de conciencia social —la religión y la ciencia—, es preciso ver claro en qué consiste esta diferencia y cuál es la relación entre estas dos formas distintas: ¿son hostiles, se descartan mutuamente o, al revés, son dos tipos de un mismo género, se complementan la una a la otra? ¿Son variedades de la verdad o son una verdad que se opone al error (cuál de ellas nos dice la verdad y cuál es errónea)? El problema de la relación entre la fe y la razón tiene significación decisiva para la formación de la concepción del mundo y es la clave de la confrontación entre el ateísmo y la religión.

En su artículo dedicado especialmente a este problema, el profesor Bocheński rechaza desde las posiciones tomistas tanto lo que denomina solución “monista” como lo que llama solución “dualista”. “Monista” es, según el profesor, la concepción que estima que la fe y el conocimiento son alternativas que se descartan la una a la otra y que exigen la elección de una de las dos y la negación de la otra por insostenible. Esto, a juicio de Bocheński, se refiere en igual medida a las dos posibilidades: tanto a la negación unilateral de la razón como a la negación de la fe. “Ninguna de las dos teorías monistas, declara Bocheński, parece convincente” [3]. El dilema “una cosa u otra”, el monopolio cognoscitivo tanto de la razón como de la fe es inaceptable desde este punto de vista. Igualmente inaceptable es para los tomistas la solución contraria: “ni razón ni fe”, es decir, el agnosticismo erigido en nihilismo cognoscitivo absoluto.

Se rechaza asimismo el “dualismo”, que implica la contraposición de la fe a la razón no ya como dos elementos que se excluyen mutuamente, sino independientes cada uno en su esfera, basándose las relaciones entre ellos en la “coexistencia pacífica”, la no injerencia y la igualdad de derechos. El “dualismo” se guía por la norma “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, partiendo de que la fe y la razón son inconmensurables, incomparables, ajenas la una a la otra y no se cruzan en ninguna parte. Esta doctrina se remonta a la teoría de la “doble verdad” y ha sido tomada por los teólogos cristianos de Averroes, quien delimitaba la fe como reino de la fantasía, y la razón, como reino del conocimiento objetivo. En el neopositivismo contemporáneo este deslindamiento ha adquirido la forma de dos lenguajes distintos que no se traducen el uno al otro: el religioso y el científico.

¿Por qué, pues, debido a qué motivos niegan los tomistas tanto el “monismo” como el “dualismo” y el nihilismo? ¿Qué se contrapone a estos esquemas si, como sabemos, se niega también la identificación de ambos “planteamientos’’: el religioso y el intelectual? Si la misión fundamental de la filosofía tomista es afirmar y proteger la inviolabilidad de la fe, se comprende perfectamente la causa de que se rechace el nihilismo, que desprecia tanto la razón como la fe. Ahora bien, ¿por qué no se acepta el “dualismo”, que no afecta a la fe, y tanto más el “monismo”, que brinda una posibilidad de autocracia de la fe? Es que tanto esa posibilidad, diríase la más atrayente, al igual que la alternativa —la antirreligiosa—, ha sido condenada por la Iglesia Católica como “fideísmo” inadmisible que no tiene en cuenta la razón. Ya en los años 30 del siglo pasado, Gregorio XVI estigmatizó por intolerable la postura de los fideístas franceses (Bonald, Bonnety, Bautain, Lamennais y Huet), voceros del “falso tradicionalismo”, para el que la fe no necesita la razón. “Al condenar el fideísmo, la Iglesia —observa con orgullo sobre el particular un historiador tomista de la filosofía—, la protectora de la fe, se presentó como defensora de la razón” [4].

¿Se infiere de ahí que la doctrina católica, que alcanzó su conclusión filosófica en el tomismo, es efectivamente hostil al fideísmo? Antes de contestar veamos cuál es la actitud del tomismo respecto del racionalismo, el antípoda del fideísmo, que se le opone en la alternativa “monista”.

Durante toda su existencia, el tomismo echa rayos y centellas contra el racionalismo, al que identifica con la “línea cartesiana” en filosofía basada en el Cogito (“Yo pienso”), cuyo apogeo es la omnipotencia hegeliana de la “razón mundial”. Ya en su encíclica programática, León XIII se subleva contra los que “se apoyan en la razón como en su única señora y guía” (§ 27). Y Pío XII exige que se extirpe la “cizaña del racionalismo” [5].

¿Qué se entiende aquí por “racionalismo” y cuál es su culpa que no admite indulto? Veamos dos definiciones tomistas. “Racionalismo: 1) capacidad de la razón humana de conocer acertadamente las verdades que son de su dominio; 2) doctrina que profesa la absoluta y exclusiva suficiencia de la razón humana para descubrir la verdad en toda su extensión... Concretamente, el racionalismo entendido de esta manera se presenta como una renuncia a la revelación divina de los misterios y del conocimiento por la fe” [6]. Y según definición de Tresmontant, el racionalismo es “la doctrina, según la cual la razón humana natural sería suficiente, norma y criterio de lo real y lo posible. No, dicen los teólogos católicos” [7].

Uno de los perseguidores más esforzados del racionalismo, que hace tres siglos asestó un golpe demoledor a la filosofía escolástica, es Jacques Maritain, el abanderado del tomismo francés. A lo largo de muchos años, Maritain denuncia con infatigable tenacidad el daño irreparable de esta corriente funesta. “Descartes y toda la filosofía racionalista, que comienza con la revolución cartesiana, causó la enemistad insuperable entre el intelecto y el misterio. Y aquí resalta ante nosotros el origen más profundo de la inhumanidad fundamental de una civilización basada en el racionalismo” [8]. Al llevar a cabo la “secularización de la razón”, al liberarla de la dependencia religiosa, al destruir con ese fin todas las barreras y al romper las “cadenas del dogma”, el racionalismo es “la muerte de la espiritualidad” [9]. La dialéctica de Hegel llevó el racionalismo al nec plus ultra.

Un montículo filosófico insignificante, según palabras de Maritain, se creyó ser el Himalaya del pensamiento humano. Además, todo el racionalismo anterior eliminó el “elemento de opacidad radical”, de incognoscibilidad y de inaccesibilidad para la razón, puesto que todo racionalismo afirma decididamente que la razón, como razón humana, puede igualarse a la razón, como razón divina.


“Por tanto, el mundo no debe contener un sólo principio que sea por su propia esencia... imposible de definir intelectualmente” [10].

De modo que, mientras Nietzsche llamaba a ponerse del otro lado del bien y del mal, el tomismo llama a ponerse del otro lado del racionalismo y del irracionalismo, pretendiendo librar la lucha en dos frentes: contra la razón, que rechaza la fe, al igual que contra la fe, que rechaza la razón. “Al extremo de la filosofía racionalista se opone el extremo de la religión irracionalista” [11] Ambos extremos deben ser superados. La doctrina católica conjuga la condena del racionalismo, “para quien la razón humana es la medida de todo lo que es posible absolutamente”, con la condena del fideísmo, que “menosprecia la razón humana”. “En este sentido, el pensamiento católico tuvo que luchar en dos frentes” [12]. No rechaza la razón, sino que reduce la esfera de su influencia, le fija sus fronteras.

Los antirracionalistas militantes combaten, a la vez, a los tomistas tradicionalistas chapados a la antigua que luchan contra el racionalismo con más celo que razón. Maritain se deslinda de los que afirman que “la razón es contraria a la fe”, que “la razón es directamente opuesta a la fe... y los creyentes deben matarla y enterrarla”, que “no hay nada más contrario a la fe que... la razón” [13] Entre la Escila del racionalismo y la Caribdis del fideísmo pasa el camino que lleva al “gran realismo de la philosophia perennis, que asesta golpes igualmente duros al racionalismo y al antiintelectualismo” [14].

Todos los errores filosóficos radican, a juicio de los tomistas, en que la fe se separa de la razón, en que las dos se dividen y se contraponen, mientras que la verdad sólo puede lograrse si se consigue reunirlas superando el injustificado conflicto entre ellas. Descartes tiene la culpa de haber apartado la filosofía de la suprema sabiduría que se adquiere merced a la fe. La tarea de actualidad de la filosofía consiste en restablecer la comunidad de la razón y la fe. “La inteligencia no es enemiga del misterio, sino que vive de él...” [15] La fe no excluye, sino que incluye la razón, repiten sin fatiga los tomistas [16]. “El conflicto de la conciencia religiosa y la intelectual, que ha sido elemento constante de la historia espiritual acompañada de episodios dramáticos... no puede ser un conflicto irreductible, y puede sobrevenir un día de solución” [17]. Es que tampoco “lo que llamamos razón jamás llega sin fe. La ciencia supone la fe en la ciencia... y a la inversa, la fe supone una experiencia interior, una analogía entre lo que “se revela” y lo que se percibe...” [18] En fin de cuentas, como dice Bocheński, tanto la fe como la razón vienen de Dios. Y “la auténtica fe no deja lugar a la menor duda en cuanto a las auténticas doctrinas y a las expresiones fidedignas de la ciencia” [19].

Así, el tomismo renuncia al dilema “monista”, procurando el “justo término medio” entre el racionalismo y el fideísmo, la “convivencia” de la fe con la razón, de la teología con la filosofía y la ciencia. No ha sacado las duras enseñanzas del “pecado original”, y pese a su piedad, no teme probar el fruto prohibido del árbol del saber, lo que simboliza “el pecado supremo, que es la razón” [20]. Al predicar la comunidad de la fe y la razón ¿no se olvidarán los descendientes de Santo Tomás de las páginas de la Biblia acerca de la falta cometida por tentación diabólica por la primera pareja humana? ¿No pesarán sobre ellos los frutos “amargos” de este conocimiento?

Han pasado para siempre los tiempos, dicen los tomistas, en que la religión, además de frenar y paralizar el progreso de la ciencia, perseguía cruel e implacablemente a los científicos. Hace ya mucho tiempo que la ciencia se ha emancipado de la religión y vive su vida propia, independiente por entero de la Iglesia. El prestigio de la ciencia ha crecido extraordinariamente en la conciencia contemporánea. Es cada vez mayor el número de los que están firmemente convencidos de que “la realidad es tal y como la enseña la ciencia positiva...” En las mentes de los hombres se ha instaurado “nada más que la dictadura de la ciencia” [21]. Y la ciencia, que ha logrado su triunfo, es rencorosa. No olvida y no perdona a la religión las antiguas vejaciones y persecuciones. No es benevolente para con la religión. Han cambiado sus papeles, dice Bocheński exagerando: “Hubo un tiempo en que, en aras de la fe, se quemaba a hombres de ciencia, y hoy está más en boga entregar creyentes en manos de los verdugos en nombre de la ciencia” [22]. En todo caso, según expresión de Vieujean, “lo que más retiene a muchos contemporáneos nuestros lejos de Dios es la exclusiva atención que prestan a los valores científicos y técnicos” [23].

Es hora ya, desde hace mucho, aseveran a sus lectores y oyentes los tomistas, de que se acabe con esa disensión, exhortando a que se olviden las desavenencias pasadas, a que se concilien y a que se instauren, en lugar de la enemistad absolutamente injustificada, la comprensión mutua y la cooperación.


La finalidad del “bautismo de Aristóteles” por Tomás de Aquino era desde el comienzo suprimir el abismo entre la fe y el conocimiento, establecer una “coexistencia verdaderamente pacífica entre los dos rivales potenciales” [24]. No se puede decir que la inquisición haya hecho demasiados esfuerzos para cumplir esa misión. No obstante, con la resurrección del tomismo, el cardinal Mercier y sus discípulos adquirieron plena conciencia de que sin semejante conciliación es inconcebible la rehabilitación del escolasticismo y procuraron por todos los medios, al menos de palabra, atenuar las contradicciones irreductibles en la práctica. “¿Qué es, en resumidas cuentas, la filosofía de Santo Tomás? —decía Mercier, el fundador de la escuela de Lovaina—. Me parece que se puede reconocerla por dos rasgos bien característicos: el primero es la unión de la razón y la fe cristiana...” [25]

Pero la unidad es indestructible: la razón sin fe no puede hacer nada. Según palabras de Rousselot, “el pensamiento principal de la filosofía tomista puede expresarse de la siguiente manera: la inteligencia es esencialmente el sentido de lo real, pero sólo es el sentido de lo real porque es el sentido de lo divino” [26].

Y a la inversa, añade D. Scheltens, “nos parece que la posición de los teólogos, que consideran que sólo la teología puede hablar de Dios, mientras que la filosofía debería guardar un silencio absoluto acerca de él, no significa otra cosa que un menoscabo de la propia teología” [27].   

A la pregunta de cómo deben ser las relaciones entre ellas —la querella o la armonía— responde M. Souriau en su artículo Foi et raison: “La convergencia”. La tarea no es fácil, “la distancia entre la fe y la razón es tan grande que la mayoría sólo ve una cima... El unir las dos cimas con una arcada teológica resulta tan vertiginoso que nadie de los vivos ha podido franquearla” [28]. Pero cada cual debe tender a eso, ya que, según expresión de Blondel, “la fe no es ni antirrazonable ni arazonable; no desprecia el saber ni lo niega...” [29] Es preciso “combinar la obediencia religiosa de la fe con el ejercicio de la razón filosófica”, lograr “la unión de la razón con la fe” [30], lograr su conjugación armónica. Suenan cada vez más frecuentes y vigorosas las voces de los “creyentes” que llaman a que se olvide el pasado hostil y se establezcan relaciones de benevolencia, que se pase de las disputas a la cooperación. La filosofía, como dice E. Coreth, alcanzará su plena significación sólo cuando, al rebasar sus limites, se integre en la religión y, por otra parte, “la propia religión debe, merced a la filosofía, adquirir seguridad, profundizacion y enriquecimiento” [31].

No obstante, superó a todos en este sentido el profesor J. Pleasants, de la Universidad norteamericana de Notre Dame. El profesor concluye con galantería su artículo Catholics and Science, que canta los adelantos científicos contemporáneos: “El catolicismo y la ciencia están destinados el uno para la otra. En la Iglesia hallamos el elemento femenino de la vida en su perfección. Se da con toda razón el nombre de “Madre” a la Iglesia... La ciencia moderna es el elemento masculino... Se necesitan mutuamente. Ambas sufren a causa de que se ha alargado demasiado el cortejo” [32].

Por tanto no cabe hablar siquiera de “monismo”. Pero, al propio tiempo, como hemos señalado ya, tampoco es tolerable el “dualismo”. El tomismo exige más: nada de “doble verdad”, nada de tolerancia religiosa por parte de la ciencia y de “tolerancia científica” por parte de la religión, sino unidad, ayuda mutua y comunidad. El enajenamiento recíproco, que se contenta con la no injerencia, es inaceptable. El filósofo no puede aislarse de la religión en una torre de marfil, como tampoco puede ni debe encerrarse en ella el teólogo para huir de la filosofía. La posición que ocupa en este problema el filósofo católico J. Hessen, de Colonia, no responde a los requisitos tomistas. A juicio de Hessen, el caso de Galileo nos ha enseñado poco a poco a separar la religión de la física. Pero “¿cuando... aprenderá la teología a separar la religión de la metafísica?” [33] No, objetan los tomistas, semejante deslindamiento es inadmisible. Nos vuelve a la pérfida “doble verdad”. “La filosofía no puede entrar en contradicción, sin incurrir en error, con la verdad de la revelación o con las conclusiones sabiamente establecidas en la teología, puesto que una misma cosa no puede ser a la vez verdadera y falsa, aceptable en filosofía y errónea en teología” [34]. Los tomistas no se plantean separar el conocimiento de la fe, la ciencia y la filosofía, de la religión y a la inversa, sino que procuran aproximarlas, conjugarlas y unirlas.

¿Sobre qué bases? ¿Cómo conjugar la fe y la razón, renunciando al racionalismo, por una parte, y al fideísmo, por otra? ¿Cómo unir la desconfianza en la razón y su empleo para favorecer la fe? ¿Qué fin persigue el “cortejo demasiado largo”?

Ante todo, insisten los tomistas (y en ello se basa toda su crítica del racionalismo), no cabe contentarse con la razón dadas la limitación y la imperfección de ésta. A su juicio, el error más grande es el convencimiento de que nuestra razón es el único camino de la verdad. Ya el § 9 de la declaración de León XIII contiene una advertencia, “ya que la razón humana, siendo limitada por determinadas fronteras... está sujeta a numerosos errores y carece de conocimiento en muchas cosas”. El tomismo eleva al absoluto y convierte en incapacidad de conocer por principio el desconocimiento debido a la limitación histórica del saber en cada etapa concreta de su desarrollo. El conocimiento racional de todo lo que existe, tanto lo real como lo contingente, se proclama inalcanzable en el curso del progreso científico y, además, vana ilusión que oscurece la razón. “El pensamiento filosófico... se inclina fácilmente a reconocerse absoluto en la esfera del conocimiento intelectual y capaz de absorber la vida en toda su integridad. Pero como eso no es factible y no puede llevarse a cabo y por cuanto la integridad vital está fuera del alcance del conocimiento racional y no puede ser reducida a él, se escapa al pensamiento filosófico” [35]. Semejante enfoque, lejos de estimular el pensamiento científico en su afán de ampliar las fronteras del conocimiento, lo frena y paraliza, no le deja proseguir las búsquedas y los descubrimientos. Se le presenta a la razón la exigencia de que se contenga, de que no busque lo no descubierto, de que no suba por los peldaños de la verdad relativa en su aspiración de llegar a la absoluta. Las pretensiones de la razón humana al perfeccionamiento ilimitado como medio de conocimiento de la verdad son condenadas por el' tomismo. Los tomistas estiman condenable la presunción de la razón, que “rebasa los límites de su competencia” y se encarga de juzgar de lo que no está a su alcance, lo que está más allá de lo cognoscible racionalmente.

La razón humana es finita, repiten una y otra vez los tomistas, y allí donde termina la razón comienzan las prerrogativas de la fe. La razón, consciente de su limitación e impotencia, pide ayuda a la fe, que abre la entrada a lo incognoscible racional y brinda la perspectiva de la verdad absoluta. Cuanto más sabemos sin rebasar los límites del conocimiento científico, “explica” Otto Spülbeck, obispo de Meissen, más aparecen nuevos problemas. “Esta es la razón de que los cristianos no compartamos el optimismo propio del materialismo dialéctico en el sentido de que la ciencia puede, en fin de cuentas, explicar todos los problemas, con lo que resultará inútil la fe”. Nada de eso —prosigue el obispo—, donde terminan las ciencias naturales, donde éstas agotan sus posibilidades de explicación, entra en vigor la revelación. Aquí viene la Biblia y nos explica, nos brinda la comprensión de las interdependencias finales...” [36] En una palabra, la fe acude en ayuda de la razón cuando ésta, superando la soberbia que la emponzoña, reconoce humilde su incapacidad e impotencia.

El breve sentido de las largas disquisiciones tomistas sobre este tema se reduce a que el conocimiento científico, que se contenta nada más que con la razón, no puede satisfacer las demandas espirituales del hombre, sus inquietudes intelectuales: la ciencia requiere que se rebasen sus límites, el conocimiento procura descubrir lo incognoscible, la razón necesita la fe. Donde se acaba la razón comienza inevitablemente la fe. Debemos agradecer a Dios por la razón, aunque imperfecta, que nos ha dado, y agradecerle dos veces por la fe que nos ha dado y que nos ofrece la posibilidad de superar la limitación y la imperfección de la razón...

La colosal ampliación de los horizontes de la razón, los grandiosos éxitos del pensamiento teórico contemporáneo y la creciente rapidez con que se propaga la luz del saber científico no detienen a los predicadores fanáticos de la fe religiosa. El acrecido prestigio del conocimiento racional, mortífero para la influencia de la Iglesia en las mentes humanas, no hace más que estimularlos a que refuercen la crítica con vistas a desacreditar el racionalismo, a que se valgan para eso de la argumentación tomada de distintas corrientes de la filosofía idealista decadente. Asustados por la disminución natural de los prejuicios anacrónicos de la tradición religiosa en la conciencia social, los teólogos prosiguen con inagotable tenacidad en sus esfuerzos para desacreditar la razón como único medio de llegar a la verdad, medio que no necesita protección ni tutela de la fe “superracional”.


En su mensaje a la Conferencia internacional para el problema psicofísico, organizada por la Academia Pontifical de Ciencias, el papa Pablo VI aseveraba a los participantes en la Conferencia que “todo auténtico hombre de ciencia es amigo de la Iglesia”, que “el mundo científico, que en el pasado se atenía a la postura de autonomía y presunción, de lo que se desprendía la desconfianza, para no decir, el desprecio, en los valores espirituales y religiosos, en nuestros días, al contrario... experimenta una especie de inseguridad y miedo frente a la posible evolución de la ciencia abandonada al curso absolutamente incontrolado de sus fuerzas motrices... Hoy el alma del hombre de ciencia está mucho más abierta para los valores religiosos más allá de los límites de lós prodigiosos adelantos científicos en la esfera material, para los misterios del mundo espiritual y la luz de la trascendencia divina”. Trátase de problemas “que superan la esfera de la ciencia”, como, por ejemplo, el del “origen y los destinos del hombre y del Universo” [37].

De suyo se entiende que eso correspondía plenamente a ánimos de los hombres de ciencia reunidos en la Conferencia del Vaticano. Entre ellos había también unas u otras personalidades eminentes, como, digamos, el neurofisiólogo J. Eccles, de Chicago, uno de los informantes. A lo dicho se sumaría igualmente el conocido matemático sueco E. Whittaker, al que se refiere el famoso filósofo tomista F. Van Steenberghen en sus pruebas de la existencia de Dios. Los sembradores de ilusiones optimistas en este problema podrían citar varios nombres más de grandes científicos que han dicho una palabra nueva en una u otra ciencia y conjugan sus conocimientos científicos en determinada rama con su concepción general del mundo penetrada de fe religiosa, extensiva a todo lo que rebasa los límites de la esfera de sus búsquedas científicas, lo que se halla fuera del campo de su visión científica. El estudio marxista de la religión, basado en los adelantos de toda la historia del ateísmo y en profusos hechos concretos logrados por la etnografía, la historia y la psicología social, ha puesto al descubierto con toda la elocuencia científica las raíces sociales, psicológicas y gnoseológicas de la vitalidad de los prejuicios religiosos tanto entre los ignorantes o interesados como, con frecuencia, entre personas de gran cultura y buena fe, sujetas a estos prejuicios y errores, por cuanto no afectan directamente su actividad científica especial y les parecen compatibles con ella [38]. No obstante, el progreso de la ciencia en todos sus aspectos cumple inconteniblemente su cometido, desplaza de las mentes las supervivencias de la conciencia precientífica y anticientífica, contribuyendo a esa emancipación en forma radical los cambios sociales de nuestra época revolucionaria.

¿Dónde pasa, pues, la frontera fijada por el tomismo para el conocimiento científico y en qué basan los tomistas la superioridad de la fe en comparación con la razón, puesto que “por lo que se refiere a la razón, cada cual sabe que la fe, sin contradecirla, la trasciende completamente”? [39]

La ciencia está limitada por su objeto: además y por encima de lo que es y puede ser su objeto existe lo que no es ni puede serlo. Si lo existente está a su alcance, la existencia, como tal, es inaccesible. Si la ciencia está en condiciones de demostrar que una cosa existe, no lo está para probar que una cosa no existe. Ahora bien, incluso en el conocimiento de lo que existe, la ciencia sólo hace constar la existencia de su objeto y pierde en seguida todo interés por él, ocupándose de su esencia... volviendo jamás a la fuente misma de la existencia” [40]. Por tanto “lo más que puede hacer la ciencia... es llevarnos en la esfera de su competencia, es decir, en la esfera de lo creado... a una interpretación más perfecta de lo dado en la palabra de Dios” [41].

Las verdades de la razón se diferencian de las verdades de la fe, que le son inaccesibles, no ya sólo por su objeto limitado por los datos sensibles intermedios, sino, además, por su propio carácter: las verdades de la razón son relativas, mutables, pasajeras e hipotéticas; las verdades de la fe son absolutas e irrevocables. “Las verdades que efectivamente tienen importancia, han sido dadas de una vez y para siempre, por lo cual concluimos que son de por sí inmutables y ningún saber sucesivo puede afectarlas de manera alguna. Esta es la razón de que entre la Verdad (con mayúscula) religiosa y la verdad (con minúscula) seglar se abra un abismo” [42]. Esta es la razón de que no quepa fiarse en las verdades científicas, no se pueda conceder a la razón “la absoluta autonomía o independencia” [43], por cuanto, abandonada a su propio destino, la ciencia presuntuosa incurre ineludiblemente en errores. El tomismo contrapone a la dialéctica de la verdad relativa y absoluta, que estimula el progreso del conocimiento, su contraste metafísico, que se opone al progreso del conocimiento. Al condenar el racionalismo, con su razón indoblegable, en proceso de constante búsqueda, el tomismo exige que la razón se someta a la fe.

La llamada “verdad absoluta” dada de una vez y para siempre, inaccesible a la razón, intolerable para con la duda y la renovación, no es otra cosa que el dogma religioso incuestionable. La alusión a la limitación de la razón resulta, en la práctica, un pretexto para limitarla. “Antes de comenzar a filosofar, Tomás de Aquino ya conoce la verdad: viene anunciada en la doctrina católica. Si logra hallar argumentos aparentemente racionales para unas u otras partes de la doctrina, tanto mejor; si no lo logra, tiene que volver a la revelación. La búsqueda de argumentos para una conclusión dada de antemano no es filosofía, sino un sistema de argumentación preconcebida”. Esta característica exacta e indiscutible del núcleo de la metodología tomista, que da Bertrand Russell [44], se refiere plena y enteramente a todos los seguidores de Tomás sin excepción: sin eso no hay tomismo. Desgraciadamente se va haciendo cada vez más difícil hallar argumentos racionales convincentes.

El catolicismo, al igual que cualquier otra religión, es dogmatismo. “El dogmatismo es necesario a la religión” —dice una definición del Diccionario enciclopédico católico. “Hemos hallado que la única doctrina que responde a las exigencias de la realidad y la razón humana y que está libre de contradicciones o afirmaciones injustificadas es la doctrina escolástica, conocida como dogmatismo” —explica un manual católico standard [45]. El dogma de la Iglesia es la norma y el criterio de la verdad, es axiomático. Los dogmas son sus axiomas, que, además de no requerir pruebas empíricas o lógicas, no admite, a diferencia de los sistemas geométricos, otras teorías axiomáticas al estilo de las no euclidianas. “El catolicismo es lo que la Iglesia Católica dice que es (what the Catholic Church says it is), y no puede ser otra cosa... Si yo me equivoco, estoy siempre dispuesto a que me corrija la Iglesia, la cual no puede equivocarse” [46].

Por lo tanto, los principios del entendimiento y de la fe son diametralmente opuestos y se excluyen los unos a los otros. La fe no es resultado de la profundización, del perfeccionamiento, del desarrollo del conocimiento racional, sino el abandono del mismo, el paso de los límites de la razón, un salto (salto mortale!) hacia una forma de conciencia absolutamente distinta, diferente de la razón. Lo que la fe reconoce como verdad no depende en absoluto de lo que afirma la razón. “Los dogmas de la Iglesia... son verdaderos por cuanto se asientan en la autoridad de la Razón Divina, merced a su revelación” [47]. Sean los que fueren los descubrimientos que hace el pensamiento científico, sean las que fueren las revoluciones científicas que se realizan, no tienen la menor importancia para las “verdades” de la fe, que son inquebrantables. “El mundo de la ciencia actual con sus nuevas dimensiones, con la vertiginosa ampliación del Cosmos no haría vacilar lo más mínimo a Tomás... El Dios de Tomás no depende en absoluto de la estructura del átomo ni del número de mundos” [48]. Y por más que se extiendan los límites del conocimiento jamás estrecharán los de la fe, ya que el objeto de la fe no es lo que todavía no se conoce, sino lo que no se puede conocer por principio, lo trascendental, lo que presupone un objeto no científico del “conocimiento”, que requiere un método no científico de su comprensión, no una razón crítica, sino una fe dogmática. “Las verdades de la fe son sobrenaturales; en consecuencia, están, por su esencia, fuera del alcance de la ciencia... No hay argumentos sacados de la naturaleza que puedan hacerse valer para un orden que la trasciende por definición” [49].

Si se postula lo sobrenatural, para comulgar en ello se necesita lo superracional, y a la inversa, sin fe, que supera las barreras de la razón, lo sobrenatural queda injustamente al margen de la conciencia. La ciencia puede llevar a la Luna, a Marte, a Venus, pero de ninguna manera al reino de Dios [50].


Si el conocimiento científico es el reflejo especulativo de la realidad objetiva, que sintetiza la experiencia y la razón, la fe es una nueva dimensión del conocimiento: la visión a través del espejo es camino del Trasespejo trascendente...

La razón no está en condiciones de comprender por qué la aparición de la conciencia moral (“el conocimiento del bien y del mal”) es un “pecado original”. ¿Cómo pudo el omnisciente y omnipotente Dios cometer tamaño error como la creación de tan desafortunado mundo que resultó mejor someterlo a un diluvio? ¿Cómo puede ser Dios uno y trino? Si la vida de ultratumba es el bien máximo, ¿para qué prometer la resurrección? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?... Son muchísimas las cosas que la razón no logra comprender. Tanto peor para la razón. Con su incapacidad de probar la verdad de la fe, la razón sólo hace patente su propia impotencia. Cuanto menos comprendemos más necesidad tenemos de la fe.

No obstante, los predicadores del culto a la fe y los detractores del “culto a la razón”, pese a toda su limitación y desprecio por el conocimiento racional, no niegan de golpe la razón, no la rechazan del umbral de la “teología natural”. Al contrario, el tomismo estima que su gran mérito ante la Iglesia Católica consiste ... en su protección a la razón y el ganársela para la Iglesia: “El santo protector de la ciencia es, como se sabe, el santo apóstol Tomás” [51]. La atracción de la razón y de la fe, aseveran los antirracionalistas militantes, es recíproca. Según insisten, el tomismo es la doctrina de la ayuda mutua fraternal de la fe y la razón. Según expresión de Pío XII, las verdades de la razón y las de la fe son hermanas, aunque de “desigual belleza”. “Cuando la fe obliga a la razón a que se arrodille delante de ella no hace más que exaltarla” [52], dice Pío XII parafraseando la fórmula de León XIII.


Los tomistas prestan mucha atención a la dilucidación del carácter de ese “parentesco” y lo establecen con toda precisión y sin equívocos. Esta “suerte de simbiosis” [53] de dos hermanas se basa en que la menor debe cuidar, cuanto lo permiten sus fuerzas, atender a la mayor, y ésta debe utilizar máximamente sus servicios.

No cabe despreciar la filosofía, aleccionaba León XIII, sino que hay que apoderarse de ella, convertirla en “sirvienta de la teología
. “La filosofía, siendo bien empleada por los sabios, procura atenuar de cierto modo y fortalecer el camino de la auténtica fe y preparar las almas de sus discípulos para recibir la revelación” [54] “Esta es la causa principal —explican los autores del nuevo manual de filosofía tomista— de que la reflexión filosófica mantenga su significado también para el cristiano[55].

A pesar de estar tan convencida de su superioridad, la guardiana de la fe, la teología, no desprecia los servicios de la filosofía, la representante plenipotenciaria de la razón. Limitada e imperfecta, la filosofía puede y debe ser utilizada por la teología, ilimitada y perfecta. “Este uso de la razón, que, en última instancia, reviste la forma de ciencia, por la fe y para la fe es exactamente la escolástica” [56].

Empero, la incorporación de la razón a la participación en los asuntos de la fe no es incondicional. “Esta colaboración debe tener sus límites...” [57] y practicarse en determinadas condiciones. La condición principal es la completa subordinación de la razón a la fe, la obediencia incuestionable de la filosofía a la teología. “Si alguien dice que la razón humana es tan independiente que la fe no puede darle órdenes en nombre de Dios ¡será excomulgado!” —decretó el Concilio Vaticano I.

El primer precepto de la “probidad” filosófica, que le da el derecho a la existencia, es “la norma negativa” [58]: la filosofía no tiene el menor derecho a entrar en contradicción con los dogmas teológicos. Además de que la filosofía tiene el deber de abstenerse de razonamientos que discrepan de la fe, debe reconocerlos falsos.

El segundo precepto (por el orden, pero no por su importancia) es la “norma positiva”: todos los esfuerzos de la filosofía deben plantearse la “asimilación” de las conclusiones generales de la ciencia en beneficio de la teología [59]. “El destino fundamental de la propia filosofía y su auténtica esencia como concepción del mundo es probar lo del otro mundo para toda ciencia y lo de este mundo para la religión cristiana, para dar vida así a un nuevo género de filosofía” [60]. Siguiendo este precepto, los filósofos se transforman en “personal de servicio” de los teólogos. Semejante tipo de filosofía “no hace más que imitar o reflejar en su espejo lo que la teología le enseña” [61]. Al asimilar, al traducir al idioma de la filosofía, al dar tonos filosóficos a las doctrinas teológicas, semejante filosofía brindó a la fe la posibilidad de “transformar la razón misma” [62]. Tal es, según el código tomista, la comunidad de las “dos hermanas de desigual belleza”. “Los filósofos pueden decir lo suyo, pero no les pertenece la última palabra” [63]. Las disquisiciones tomistas acerca de la “autonomía” de la ciencia recuerdan la “Declaración de los derechos del hombre” de Schedrín, con la nota: “¡A ver quién se atreve!”.

La concepción tomista de la relación entre el saber y la fe, entre la filosofía y la teología no admite equívoco: es clara y precisa. “La misión de la teología es ayudar a la propagación de la verdad salvadora de la revelación. Cuando se vale de la filosofía como, medio de lograr este fin no deja de ser teológica por su esencia. El teólogo filosofante no debe convertir el vino de la teología en el agua de la filosofía; al contrario, convierte el agua de la filosofía en vino teológico” —declara E. Gilson [64].

El estado de la filosofía como instrumento de la teología escolástica está formulado con extrema diafanidad en la característica del papel de la filosofía en la doctrina de Tomás de Aquino que ofrece A. Pegis. No era, según definición de Pegis, “una filosofía desarrollada en beneficio de sus propios intereses, a su propio nivel o en aras de sus propios objetivos... Era una filosofía al servicio de la teología, subordinada a los propósitos y a la dirección del teólogo... La filosofía desarrollada por Santo Tomás revela tanto sus principios e ideales como su fisonomía y carácter intelectuales en tanto que instrumento teológico” [65]. Esta característica responde plenamente a la realidad, define con exactitud la auténtica función y pone al descubierto la propia esencia de la filosofía tomista.

Deseando endulzar la amarga píldora, sazonar la triste suerte a que está condenada la filosofía por la teología, E. Gilson elige como epígrafe a su libro sobre este tema las palabras de Charles Péguy: “La filosofía es la sirvienta de la teología, eso es indiscutible... Pero que la sirvienta no riña con la señora y que la señora no maltrate a la sirvienta” [66]. Y Wendland, el tomista de Würzburg, resulta todavía más amable: “La filosofía, en tanto que sirvienta de la teología, no es una criada esclava (serviliter servilis), y la teología no es una señorona tirana...” [67]

Los filósofos tomistas se merecen perfectamente todo estímulo de los teólogos. Ninguna religión y ninguna escuela cristiana se ha esforzado tanto y ha dado prueba de tanta inventiva sofística para proteger filosóficamente la fe contra la razón como la filosofía escolástica tomista.

Al conocer el status de la razón en la doctrina tomista se puede ver lo que es en realidad la “condena del fideísmo” por el Vaticano. Si son “fideístas” los que “ponen la fe por encima de la razón” [68], no cabe dudar lo más mínimo del absoluto fideísmo de la doctrina tomista. La afirmación de Lenin: “El fideísmo contemporáneo no rechaza en absoluto la ciencia; rechaza sólo “las excesivas pretensiones” de la ciencia...” se extiende enteramente también al fideísmo tomista. La esencia de la “condena del fideísmo” no reside en la renuncia a la primacía y la dominación de la fe sobre la razón, ni mucho menos, sino en la condena de los teólogos que no aprovechan la posibilidad de explotar en beneficio propio los recursos lógicos, que no ponen la filosofía escolástica al servicio de la teología y que se han creído que la fe no necesita esa sirvienta y puede prescindir de su ayuda.

Por cierto, en la postura de los radicales fideístas condenados por el Vaticano hay un “grano racional”: el peligro que supone el recurrir a la ayuda de la razón, pues la sirvienta admitida en la casa puede rebelarse y causar daño. ¿No les convendría a los fideístas tratar de estar lo más lejos posible del mal, no liarse con la razón y aplicar con espíritu consecuente su militante antirracíonalismo?

Deslindándose del “fideísmo”, los fideístas tomistas niegan también su pertenencia al irracionalismo. El antirracionaíismo no es irracionalismo, sino una oposición al abuso del racionalismo. Lo superracional no es antirracional, sino sólo lo inaccesible a nuestra razón humana limitada y deficiente, pero no a la razón sobrehumana, absoluta. El tomismo pretende a que lo “superracional” supera en distinta medida tanto al racionalismo como al irracionalismo. Por una parte, nuestra época prueba el hundimiento histórico del triunfo trisecular del racionalismo y, por otra, “muchos de nuestros contemporáneos buscan en la antirrazón y la sinrazón alimento para su alma que deberían buscar por encima de la razón” [69].

Ahora bien, ¿en qué consiste la diferencia básica entre lo superracional y lo irracional, si lo primero tampoco se sujeta a la intelección lógica? La diferencia está, contestan los tomistas, en que lo superracional no es irracional de por sí, aunque su racionalidad sea inconcebible para nosotros. “Para mí” hay muchas cosas que no tienen explicación racional, sin embargo, ya sé que “en sí” nada es totalmente irracional [70]. Llama la atención esa asonancia peculiar de lo dicho con el agnosticismo kantiano: la contraposición de lo cognoscible como fenómeno (“cosa para nosotros”) a lo incognoscible como “cosa en sí”. Empero, en el tomismo, la fe en la razón divina traspasa los límites del agnosticismo y afirma la racionalidad de lo incognoscible, que no cabe en nuestro pensamiento lógico. No se puede, dicen los tomistas, limitar la libre voluntad de Dios con leyes de nuestra lógica y con ninguna ley en general. Todo está en poder de Dios. Sus actos y, ante todo, los milagros no están sujetos a la ley de la razón suficiente. Para el omnipotente no existe nada lógicamente imposible, lo mismo que físicamente imposible. La ley de la razón suficiente es falsa como axioma metafísico fundamental, ya que, a la fin y a la postre, resulta ser un enemigo feroz del teísmo. En una palabra, lo sobrenatural no puede medirse con nuestro rasero lógico.

Pero, si lo sobrenatural, como lo trata de probar toda la ontología tomista, es antinatural, también lo superracional es antirracional, es irracional: es inconmensurable con lo lógico. Si la Crítica de la razón pura de Kant se vale del agnosticismo para mostrar la irracionalidad de las pruebas de la existencia de Dios, para el fideísmo tomista el agnosticismo comienza allí donde terminan las pruebas de la existencia de Dios. Estas “pruebas” se emplean para afirmar lo sobrenatural y permiten ataviar lo irracional con el ropaje de lo superracional.




Notas

[1] J. M. Bocheński. Philosophy. An Introduction. Dordrecht, 1962, p. 56.

[2] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse.— Encyclopédie française. París, 1957, t. XIX, p. 32, 12.

[3] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube. L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis. Freiburg, 1969, S. 121.

[4] J. Fischl. Geschichte der Philosophie, Bd. V. Graz, 1954, S. 396.

[5] Der Papst sagt, Frankfurt am Main, 1956, S. 219.

[6] R. Jolivet. Cours de philosophie. Lyon-Paris, 1938, p. 218.

[7] Cl. Tresmontant. Les idées maîtresses de la métaphysique chrétienne. Paris, 1962, p. 99.

[8] J. Maritain. The Humanism of St. Thomas Aquinas.— D. Runes (ed.). Twentieth Century Philosophy. New York, 1943, p. 299.

[9] J. Maritain. Le songe de Descartes. Paris, 1932, p. 36, 266, 274.

[10] J. Maritain. La dialectique de Hegel.— Nouvelle Revue française. Paris, 1957, N. 50, p. 236.

[11] E. Coreth. Metaphysik. Innsbruck, 1961, S. 628.

[12] Cl. Tresmontant. Les idées maîtresses de la métaphysique chrétienne, p. 98. 97.

[13] J. Maritain. Trois réformateurs. Paris, 1947, p. 48.

[14] Ibídem, p. 123.

[15] G. Deledalle et Denis Huisman (ed.). Les philosophes français d’aujourd’hui par eux-mêmes. París, 1963, p. 27.

[16] J. B. Lotz. Sein und Existenz. Freiburg, 1965, S. 51.

[17] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse.— Encyclopédie française, t. XIX, p. 19, 32, 13.

[18] Ibídem, págs. 32 y 14. Es poco probable que sea necesario explicar a nuestro lector el paralogismo de esta afirmación, basada en el juego de palabras “fe”, “seguridad” y “certidumbre”. Damos crédito a la ciencia solo en lo que no se basa en la fe científicamente no demostrada e indemostrable.

[19] J. M. Bocheński. Philosophy. An Introduction— L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis, 1969, S. 133.

[20] J. Guitton. Divers aspects de la conscience religieuse—Encyclopédie française, t. XIX, p. 19, 32, 13.

[21] A. Dondeyne. Foi chrétienne et pensée contemporaine. Louvain, 1952, p. 59.

[22] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube.— L. Reinisch (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis. Freiburg, 1969, S. 120.

[23] Citado con arreglo a: F. Van Steenberghen. Dieu caché, p. 349-350.

[24] K. Tranoy. Thomas Aquinas.— D. J. O’Connor (ed.). A Critical History of philosophy. London, 1964, p. 121.

[25] L. de Raeymaeker. Le cardinal Mercier,—M. F. Sciacca (Hrsg.). Les grands courants de la pensée mondiale contemporaine, t. VI, Milano, 1964 p. 1113.

[26] G. Isaye. Joseph Maréchal.—M. F. Sciacca (Hrsg.). Les grands courants de la pensée mondiale contemporaine, t. VI, p. 999.

[27] D. Scheltens. Reflections on natural theology, p. 78.

[28] M. Souriau. Foi et raison.— Encyclopédie française, t. XIX, p. 34, 1.

[29] M. Blondel. Foi.— A. Lalande (ed.). Vocabulaire de la philosophie, t. 1, Paris, 1928, p. 260.

[30] E. Gilson. Recent Philosophy, p. 339, 349.

[31] E. Coreth. Metaphysik, S. 629.

[32] J. Pleasants. Catholics and Science. Catholicism in America. Notre Dame. 1953, p. 179.

[33] J. Hessen. Thomas von Aquin und wir. München, 1955, S. 123.

[34] L. Rayemaeker. Introduction to Philosophy. Louvain. 1956, p. 21.

[35] E. Coreth. Metaphysik, S. 627-628.

[36] O. Spülbeck. Der Chirst und das Weltbild der modernen Naturwissenschaft. Berlin, 1957, S. 231, 244.

[37] Citado con arreglo a J. C. Eccles (ed.). Brain and Conscious Experience. N.Y., 1966, p. XX, XXI.

[38] Hasta en los casos en que esta incompatibilidad es evidente, se necesita valor para mantenerse fiel a la verdad. Un ejemplo clásico de ello ofrece C. Darwin. “Finalmente —ecribía Darwin a Joseph Hooker (1844)— han aparecido destellos de luz, y yo he llegado a la conclusión, a despecho de la inicial... (confesarlo es lo mismo que confesar un asesinato) de que las especies varían”’.

[39] M. Guérard des Lauriers. L’intelligence humaine.— Recherches de philosophie, vol. III-IV, p. 380.

[40] G. Kalinowski. Esquisse de L’évolution d’une conception de la métaphysique.— St. Thomas d’Aquin aujourd’hui. Paris, 1963, p. 121.

[41] E. Liénart. Le chrétien devant le progrès de la science. Études, 1947, t. XII, p. 300.

[42] J. Pleasant. Catholics and Science.— Catholicism in America, p. 174.

[43] J. Daley. Rationalism.— Catholic Encyclopedia. New York, 1941.

[44] Véase B. Russell. Historia de la filosofía occidental. Moscú, 1959, pág. 481.

[45] P. Glenn. An Introduction to Philosophy. New York, 1945, p. 213.

[46] M. Williams. A Catholic’s View.— H. Rallen, S. Hook (ed.). American Philosophy Today and Tomorrow. New York, 1935, p. 512.

[47] D. Attwater. The Catholic Encyclopedic Dictionary. London, 1949.

[48] H. Meyer. Thomas van Aquin, S. 699.

[49] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 242.

[50] No se puede por menos de reconocer el pleno fundamento de dicha afirmación: efectivamente, la ciencia no está en condiciones de “llevar” a lo que... no existe. Sin embargo es absolutamente absurda la afirmación de Van Steenberghen acerca de que esta ciencia puede probar la existencia de algo, pero que no se sabe cómo podría la ciencia probar la inexistencia de un ser cualquiera (F. Van Steenberghen. Dieu caché, p. 11). Ahora bien ¿qué decir cabe del calórico, del flogisto, del éter, del espacio y del tiempo vacíos, de los átomos indivisibles, de “la fuerza vital” (vis vitalis) y del “alma”?

[51] J. M. Bocheński. Wissenschaft und Glaube.— L. Reinich (Hrsg.). Grenzen der Erkenntnis, S. 125.

[52] Der Papst sagt. Frankfurt am Main, 1956, S. 134.

[53] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 209.

[54] Aeterni Patris, § 4.

[55] J. de Vries, J. B. Lotz. Philosophie im Grundriss. Würzburg, 1969, S. 22.   

[56] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 210.

[57] Ibídem, p. 205.

[58] L. de Raeymaeker. Introduction à la philosophie. Paris, 1964, p. 30.

[59] E. Gilson. Le philosophe et la théologie, p. 239.

[60] D. Wendland. Von der Philosophie zur Weltanschauung. Zürich, 1960, S. 22.

[61] J. Maritain. About Christian philosophy.— B. Schwarz (ed.). The Human Person and the World of Values. New York, 1960, p. 9.

[62] D. Dubarle. Esquisse du problème contemporaine de la raison.— La crise de la raison dans la pensée contemporaine. Bruges, 1960, p. 74.

[63] E. Gilson. Recent Philosophy, p. 354.

[64] E. Gilson. On the Art of Misunderstanding Thomism.— The McAuley Lectures. West Hartford, 1966, p. 35.

[65] A. Pegis. Catholic Intellectualism at the Crossroad.— The McAuley Lectures, p. 12.

[66] E. Gilson. Le philosophe et la théologie.

[67] D. Wendland. Von der Philosophie zur Weltanschauung. S. 112.

[68] V. I. Lenin. Materialismo y empiriocriticismo. O. C., t. 18, pág. 271.

[69] J. Maritain. Le songe de Descartes. Paris, 1932, p. XI, 275.

[70] J. A. Peters. Metaphysics. A Systematic Survey. Louvain, 1963, p. 73.



Descargar “Erosión de la filosofía “sempiterna” (1978) de B. E. Bijovskiy.

La gnoseología marxista-leninista sobre la esencia de la idea y su papel en el proceso del conocimiento — P. V. Kopnin

Pavel Vasilevich Kopnin
(1922-1971)

1. El lugar de la idea en el desarrollo del proceso cognoscitivo. La idea como ideal gnoseológico

En la filosofía de tiempos anteriores se habían captado acertadamente algunos aspectos de la idea. Para comprender el contenido gnoseológico de la idea tienen suma importancia las siguientes tesis enunciadas en filosofía antes de Marx y Engels: 1) la tesis de que todas las ideas, en última instancia, son de origen experimental y reflejan las cosas, los fenómenos, los procesos y las leyes del mundo objetivo; 2) el pensamiento de Kant de que la idea es la forma específica del pensamiento y que la función esencial de este último consiste en alcanzar la síntesis suprema del saber; 3) la tesis de Hegel de que la idea es la forma suprema de expresión de la verdad objetiva, el balance de todo el conocimiento anterior sobre el desarrollo de la idea y su vinculo con la práctica, con su realización efectiva.

Mas estas tesis tan importantes en la doctrina de la idea no fueron desarrolladas consecuentemente. El idealismo y la metafísica impulsaban a los pensadores a la valorización extrema y unilateral de estos elementos correctos, pero aislados, a una interpretación errónea de los mismos, a la deformación de sus relaciones con otros elementos. Por ello la concepción marxista-leninista de la idea no es la simple continuación de alguna dé las interpretaciones anteriores de la misma, ni tampoco la yuxtaposición de todas ellas, por muy acertadas que sean tomadas por separado. Las tesis de los filósofos anteriores sobre la idea constituyen un cierto material teórico en la estructuración de la concepción marxista-leninista de la idea, mas incluso esa función la cumplen sólo después de una elaboración adecuada.

Un ejemplo de esa elaboración lo tenemos en el resumen hecho por Lenin de la parte dedicada al apartado de la “Idea” en la Lógica de Hegel. Esta parte de los Cuadernos filosóficos leninistas sirve de fundamento no sólo de la doctrina marxista-leninista sobre la esencia gnoseológica de la idea, sino también de otros muchos problemas de la dialéctica como lógica y teoría del conocimiento del marxismo. Lenin formula en ellos su tesis acerca de los elementos fundamentales de la dialéctica, interpretando a su modo el carácter complejo y contradictorio del proceso del conocimiento y su relación con la práctica. Todos estos problemas de la dialéctica están íntimamente vinculados a la concepción de la esencia de la idea y de su lugar en la dinámica del pensamiento hacia la verdad. La riqueza de las ideas leninistas, juntamente con otras tesis de los fundadores del marxismo-leninismo, constituyen los fundamentos para una detallada elaboración del problema de la idea en el marxismo.

El punto de partida de la concepción marxista de la idea es la tesis materialista de que ésta refleja la realidad, tesis indisolublemente vinculada a la solución consecuentemente sensualista del problema relativo al origen de la idea. En forma muy breve ha sido formulado por Engels del siguiente modo: “Todas las ideas son tomadas de la experiencia; son reflejos —correctos o desfigurados— de la realidad.” [1]

La idea entendida como reflejo de la realidad resuelve las dificultades en que se debatía todo el pensamiento filosófico anterior al marxismo y que sigue siendo la piedra de toque para todas las tendencias de la filosofía burguesa. Cómo compaginar el hecho de que la idea, por una parte, sea pensamiento y por otra, sea objetiva y haya surgido para expresar la objetividad. Al resolver este problema, la filosofía ya caía en un subjetivismo extremo, declarando que la idea es tan sólo la forma subjetiva de conocimiento, ya en un ontologismo extremo, es decir, la idea era considerada como una esencia metafísica especial al margen del pensamiento humano. En torno a estos dos extremos giraban todas las concepciones de la idea. Los filósofos que trataban de unir estos dos factores de la idea (el pensamiento y la objetividad), no sabían argumentar correctamente su concepción y caían, en fin de cuentas, en uno de los dos extremos: bien en el subjetivismo, bien en el ontologismo.

El marxismo-leninismo, para quien la idea es pensamiento, supera el extremismo del ontologismo en cualquiera de sus formas de manifestación; a su vez, el reconocimiento de que la idea es pensamiento, dotado de contenido objetivo, cierra el paso al subjetivismo, que aísla la idea del mundo exterior.

El factor esencial de la concepción marxista de la idea es la argumentación de su origen experimental. Ha de tenerse en cuenta, además, que no se trata, en este caso, de una concepción empírica de la idea, es decir, cuando esta última se reduce a registrar el simple resultado de la experiencia. La idea se diferencia cualitativamente de los datos experimentales directos; procura superarlos y su visión los sobrepasa en perspectiva. Pero la idea, como todo pensamiento, se relaciona con el mundo objetivo, en última instancia, a través de la experiencia. La idea está vinculada a la experiencia de manera mucho más compleja que otras formas discursivas. Entre la idea y la experiencia hay muchos eslabones intermedios, mas la idea, al margen de la experiencia, no tiene acceso al mundo objetivo. La debilidad de la concepción racionalista se explica por el hecho, precisamente, de que aísla la idea de la experiencia. En este caso se hace preciso el misticismo para explicar el origen objetivo en el contenido de la idea. Esto es lo que hace el racionalismo al propugnar el carácter innato de las ideas.

Asi, pues, el punto de vista sensualista sobre el origen experimental de todas las ideas constituye una de las premisas fundamentales en la argumentación de la concepción materialista de la idea como forma de reflejo de la realidad.

Sin embargo, el reconocimiento del origen experimental de las ideas no es suficiente, aunque preciso, para fundamentar de un modo completo y detallado la objetividad de su contenido. La experiencia de la historia de la filosofía nos enseña que el subjetivismo, incluso en su grado más extremo, puede convivir con el sensualismo. Por ello, otro aspecto esencial de la concepción marxista-leninista de la idea es la interpretación que le da al proceso dialéctico del conocimiento, un elemento del cual es la idea.

Lenin, al resumir el apartado de la Lógica de Hegel dedicado a la idea, hace constantes observaciones caracterizando la dialéctica del proceso del conocimiento. Allí es donde dice, precisamente, que el “conocimiento es una aproximación constante, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento humano no ha de ser entendida de un modo «inerte», «abstracto», como algo sin movimiento, carente de contradicciones, sino en un eterno proceso de movimiento, de aparición y solución de contradicciones”. [2]

El pensamiento llega a ser objetivo por su contenido tan sólo en el proceso de su movimiento. Un pensamiento inerte no puede captar la realidad viva. Por ello sólo una gnoseología que parta de la dialéctica del proceso de conocer está en condiciones de argumentar científicamente la objetividad del contenido de la idea.

Y, finalmente, el factor más importante de la concepción marxista-leninista de la idea es el reconocimiento de la práctica como criterio de la objetividad del conocimiento. Como escribía Lenin, elaborando el pensamiento de Hegel, “el conocimiento teórico debe dar el objeto en su necesidad, en medio de sus relaciones detalladas, en sus movimientos contradictorios an-und für-sich. Mas el concepto humano capta «definitivamente» esta verdad objetiva del conocimiento, la apresa y domina sólo cuando el concepto se convierte en «ser para sí mismo» en el sentido de la práctica”. [3]

Así, pues, los factores rectores de la concepción marxista-leninista de la idea son: 1) la idea comprendida como forma de reflejo de la realidad; 2) el reconocimiento del origen experimental de las ideas; 3) la interpretación de la idea como un proceso de aprehensión del objeto por el intelecto; 4) la inclusión de la practica en calidad de base material y como criterio de la veracidad de las ideas.

Estos factores, que caracterizan en general la gnoseología marxista-leninista, fundamentan lo principal en la comprensión de la idea: la posibilidad de conseguir la objetividad de su contenido como forma discursiva. Mas con ello, claro está, no se agota la característica gnoseológica de la idea; es preciso seguir adelante y desarrollar estos factores iniciales. Esto es lo que hace Lenin en sus Cuadernos filosóficos, donde revela con mayor detalle el contenido lógico-gnoseológico de la idea.

La peculiaridad de la idea como forma de reflejo de la realidad consiste en que no refleja la cosa o la propiedad tal como existen, sino el desarrollo de las cosas en medio de todas sus concatenaciones y mediatizaciones, es decir, no la simple realidad tal como existe, sino en medio de sus necesidades y posibilidades. La idea capta la tendencia del desarrollo de los fenómenos de la realidad, por ello no sólo refleja lo que existe, sino también lo que debe ser. Este factor aparece, asimismo, en otras formas del pensamiento (en el concepto, por ejemplo), pero en la idea está expresado de un modo más claro y acabado y constituye su finalidad. Podemos decir que el pensamiento habría perdido su calidad y su función esencial si no fuese capaz de reflejar la realidad en su necesidad y posibilidad. La actividad práctica no sólo exige que se refleje el objeto, sino que se aprehendan las posibilidades implícitas en él y lo que puede ser en virtud del desarrollo imprescindible y regulado. Esta calidad del pensamiento está representada sobre todo en la idea; las restantes formas discursivas, al desarrollarse, aspiran a convertirse en idea y cumplir, de este modo, su función.

Por todo ello cabe decir que el pensamiento es una idea (toda forma de pensamiento contiene una idea, por lo menos como fin de su desarrollo). El reflejo de la realidad necesaria y posible, además de profundo, es también completo y detallado al máximo. La aprehensión de la necesidad y la posibilidad equivale a conocer no sólo las diversas cosas existentes y sus propiedades, sino también las posibles, las que se originan en virtud de las leyes del movimiento.

Para Lenin la idea es la forma superior de asimilación teórica de la realidad. No sólo no la identifica con las formas del conocimiento empírico, sino que la destaca entre todas las formas del conocer teórico. Di ríase que con la idea culmina la escalera de las formas. Resumiendo a Hegel, Lenin enuncia el siguiente pensamiento: “Begriff no es todavía el concepto superior: por encima de él está la idea = unidad del Begriff con la realidad.” [4] Este pensamiento de Lenin tiene importancia de principio para entender la idea. La diferencia entre las formas del conocimiento, en general, de la idea y otras formas discursivas, en particular, se determina por su contenido: qué, cómo, hasta qué grado de plenitud y exactitud se refleja en ellos el objeto, es decir, en qué forma existe la realidad objetiva en su contenido. La idea resalta entre las demás formas por el hecho, precisamente, de que en ella tiene lugar la más completa coincidencia entre el contenido del pensamiento y la objetividad, es decir, se alcanza el reflejo más completo y profundo de la realidad.

En relación con lo dicho, Lenin destaca los siguientes factores en la idea: “La idea. . . es la coincidencia (la concordancia) del concepto y la objetividad («lo general»). Esto, en 1er. lugar.

”En 2°, la idea es la relación de la subjetividad (= hombre) existente para sí misma (= en apariencia independiente) con la objetividad que difiere (de esa idea). . .

”La idea, el conocimiento, es un proceso de inmersión (del intelecto) en la naturaleza inorgánica a fin de someterla al poder del sujeto y de generalizarla (conocer lo general en sus fenómenos). . .” [5]

No podemos decir que estas tesis caracterizan la idea tan sólo; se refieren al conocimiento en general (no en vano Lenin coloca frecuentemente el signo de igualdad entre la idea y el conocimiento), pero lo típico para el conocimiento en general se manifiesta en forma madura y clásica en la idea, en la cual todos los momentos característicos del conocimiento diríase que se agudizan, quedan al desnudo. La idea viene a ser un peculiar ideal gnoseólógico, al que aspira el conocimiento en su devenir. No debemos olvidar que el objetivo del saber es conseguir conocimientos que se funden en su contenido con la objetividad. La idea, precisamente, es la forma del pensamiento donde esa coincidencia alcanza, en la etapa dada del desarrollo del conocimiento, su máxima amplitud. El ideal gnoseológico, la imagen ideal de todo conocimiento es, al mismo tiempo, real; se alcanza, es decir, deja de ser ideal y surge de nuevo como un ideal hacia el cual tiende el conocimiento.

Desde tiempos remotos la filosofía ha buscado un ideal gnoseológico donde el saber alcanzase su culminación y término. Kant veía ese ideal en la idea que expresa la tendencia de nuestro saber hacia una integridad incondicional. También la fenomenología de Husserl trata de argumentar el ideal gnoseológico. Según Husserl, la esencia inmóvil de las cosas, sus ideas o verdades en sí, se aprehenden mediante la intuición directa, la visión. Esta intuición de la esencia, calificada de “ideación” por Husserl, “. . . nada tiene de común con la «experiencia» en el sentido de la percepción, el recuerdo o actos similares y tampoco guarda relación alguna con la generalización empírica. . . La intuición intuye la esencia como ser esencial”. [6] Al mismo tiempo —observa Husserl— todo tiene
“. . . sus «ideas», que al ser aprehendidas y fijadas intuitivamente hacen posible el conocimiento absoluto”. [7]

El ideal de la ciencia, aquello que hace que la ciencia lo sea, es aprehender los vínculos objetivos o ideales que confieren a los actos reales del pensamiento una homogénea relación objetiva. El vinculo objetivo que informa idealmente todo el pensamiento científico, viene a ser el vínculo de las verdades en sí como la correlación del ser en sí: “los nexos del conocimiento en el ideal corresponden a los nexos de la verdad”. [8]

El ejemplo de Kant y Husserl demuestra que el problema de la idea como ideal gnoseológico se planteaba y resolvía partiendo de la metafísica y el idealismo. En Kant la idea como perfección del conocimiento, como su integridad incondicional, está compleamente aislada del mundo objetivo, de las cosas en sí; aparece como una tarea inaccesible al conocimiento, como una aspiración ideal del mismo. En Husserl las ideas como esencias de cosas son aprehensibles por el pensamiento, pero el propio conocimiento adquiere forma mística. Tanto Kant, como Husserl, se caracterizan por la representación metafísica del ideal gnoseológico, es decir, lo ven como algo inmóvil, absolutamente aislado y carente de contradicciones. A este ideal gnoseológico pueden aplicarse plenamente las palabras de Lenin y Hegel respecto a que el conocimiento real es estudiado sin aspiración, sin movimiento, como un genio, una cifra, un pensamiento abstracto.

Mas el hecho de que el problema de la idea como ideal gnoseológico se haya planteado de modo idealista y metafisico en la historia de la filosofía no significa, de ningún modo, que la teoría marxista-leninista del conocimiento deba suprimirlo en general como injustiticado. Por el contrario, es preciso plantearlo y resolverlo partiendo de la interpretación materialista-dialéctica del proceso ael conocimiento.

La idea aparece como ideal gnoseológico en el desarrollo del conocimiento en una esfera determinada porque, primero, la objetividad de su contenido alcanza un grado máximo en el nivel dado del desarrollo científico. En este sentido hemos de entender por ideas resultados del conocimiento que determinan la fisonomía de Ja ciencia de una época concreta. Expresan en forma concentrada los logros del saber científico. Segundo, la idea como nivel superior de la plenitud y objetividad que tiene el conocimiento en la etapa dada, contiene en sí la tendencia a la realización práctica, a la encarnación material por medio de la práctica. Gracias a ello también la idea se convierte en ideal gnoseológico. por cuanto el proceso del conocer trata de conseguir resultados objetivos que puedan realizarse, transformando de este modo la propia realidad.

Pero la dialéctica materialista considera que un ideal gnoseológico como la idea se desarrolla sobre la base de contradicciones. La idea es el ideal que a lo largo de la historia se transforma en conocimiento. Al conseguir ciertos resultados considerados antes como el ideal, el conocimiento sigue progresando; el ideal deja de serlo y el sujeto tiende a un conocimiento que le proporcione mayor objetividad y plenitud de saber. Como escribe Lenin: “La idea lleva también implícita una formidable contradicción: el reposo para el pensamiento humano es la firmeza y la seguridad que le ayudan a crearla (esta contradicción entre el pensamiento y el objeto) y a superarla constantemente. . .” [9]

El principio rector en el desarrollo de la idea, como de toda otra forma de conocimiento humano, es la contradicción en su contenido entre lo subjetivo y lo objetivo. Esta contradicción se resuelve a, medida que progresa el conocimiento (el contenido del pensamiento coincide cada vez más con el objeto) y vuelve a surgir, por cuanto se descubren nuevos aspectos esenciales del mismo que no han sido reflejados en la idea. Refiriéndose a los conceptos humanos en general y, por consiguiente, a la idea, ya que ésta, según demostraremos más tarde, es un concepto que alcanza en su desarrollo un determinado grado de madurez, Lenin escribía: “Los conceptos lógicos son subjetivos, mientras siguen siendo «abstractos», mientras tengan forma abstracta, pero expresan, al mismo tiempo, las cosas en sí. La naturaleza es concreta, y abstracta y fenómeno y esencia y momento y relación. Los conceptos humanos son subjetivos en su abstracción, en su aislamiento, pero objetivos en su conjunto, en el proceso, en el balance, la tendencia y el origen.” [10]

Si la idea se interrumpe en su desarrollo, se petrifica, “se crea” un ideal de conocimiento absoluto, perecerá como idea científica, por cuanto los factores que constituyen su contenido objetivo se convertirán en algo absoluto y se desorbitarán unilateralmente. Por ello la idea se conserva como objetivamente verdadera sólo si se desarrolla sin interrupción, si procura aprehender de un modo cada vez más completo el contenido objetivo. El ideal gnoseológico no es una idea estática, sino viva, en desarrollo. Y en este sentido el ideal gnoseológico es relativo.

Al mismo tiempo, la subjetividad en el desarrollo de la idea desempeña un papel doble. Por una parte, la subjetividad en el contenido de la idea debe ser superada necesariamente; constituye su aspecto negativo. Desde este punto de vista el desarrollo de la idea equivale a superar la subjetividad. Por otra parte, el factor subjetivo expresa la actividad de la conciencia humana en la superación de las contradicciones en la idea entre el sujeto y el objeto, o bien, según observa, Lenin, “el subjetivismo es la tendencia a acabar con esa separación (de la idea y el objeto)”. [11] El subjetivismo, en este sentido, desempeña un papel positivo en el desarrollo de la idea, viene a ser el medio de su avance hacia la objetividad. Cada nueva idea que surge, al negar la anterior, la incluye en su contenido como un elemento del mismo. Al ^margen de estos vínculos de continuidad no hay desarrollo.

En calidad de ejemplo de idea científica podemos poner la idea de la selección (natural y artificial). K. A. Timiriázev califica de original la idea de la selección en que se basa la doctrina evolucionista. “Tan sólo el darvinismo —escribía K. A. Timiriazev—, que eliminó los dos grandes obstáculos que impedían la aceptación de toda doctrina evolucionista, fuese como fuese, tan sólo el darvinismo, partiendo de un mismo principio de selección natural que explicaba tanto la misteriosa congruencia de toda organización como la aparente separación, aislamiento de las especies y otros grupos, permitió no sólo admitir, sino comprender también la unidad y la perfección del mundo orgánico tal como lo observamos.” [12]

El propio Darwin adjudica este mismo papel a la selección, en particular a la natural. [13] Al explicar por qué la selección natural desempeña ese papel en la doctrina evolucionista, Darwin escribe: “Por lo que se refiere al problema del origen de las especies, es comprensible de todo punto que el naturalista que medita sobre la afinidad recíproca entre los seres orgánicos, sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, su continuidad geológica y otros hechos semejantes, podría llegar a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente entre sí, sino que se han originado como variantes de otras especies. Esta conclusión, sin embargo, aunque bien argumentada no sería satisfactoria, mientras no quedase demostrado el porqué las infinitas especies que pueblan este mundo se han modificado de esta manera precisamente, de que se haya producido esa perfección de estructura y adaptación que suscita justamente nuestra admiración.” [14]

Así, pues, la idea de la selección (natural y artificial) ha conferido al conocimiento de la evolución del mundo vegetal y animal un carácter relativamente completo y acabado. A esta idea, como hacia un cierto ideal, tendía nuestro conocimiento en el problema de la evolución del mundo vegetal y animal. Gracias a la idea de la selección este conocimiento alcanzó un grado muy alto de objetividad (la fusión del pensamiento con el objeto) y contribuyó poderosamente a una fecunda actividad práctica dirigida a transformar la naturaleza viva. El hombre, claro está, empezó a modificar las especies y aplicar prácticamente la idea de la selección mucho antes de que la ciencia hubiera formulado y demostrado esa idea.

Esta idea existía en la actividad práctica del hombre antes de que tuviera clara conciencia de ella. Pero cuando la idea de la selección alcanzó un determinado grado de madurez, empezó a plasmarse cada vez con mayor plenitud y perfección en la actividad práctica del hombre. Este aspecto de la idea de la selección fue peculiarmente desarrollada en la doctrina michuriniana, que se ocupa fundamentalmente de someter la evolución al deseo y a la voluntad del hombre, de dirigir el proceso de creación de nuevas formas de seres. La idea de la selección se convirtió en una selección dirigida y planeada donde lo principal es la modificación dirigida de la naturaleza del organismo.

La idea de la selección, lo mismo que cualquier otra idea, es el resultado de un largo desarrollo del conocimiento. No se limita a desechar las representaciones anteriores sobre la evolución, sino que supera su carácter unilateral, su subjetivismo, es decir, las niega al modo dialéctico. Este mismo destino, o sea, la superación dialéctica, será el suyo. La idea de la selección constituye un ideal relativo, su culminación y plenitud también son relativas. El desarrollo de la biología moderna demuestra que, con el tiempo, las ideas de la selección serán absorbidas y transformadas por otra idea más perfecta, donde la fusión del pensamiento con el objeto alcanzará un grado de plenitud mayor y apoyándose en la cual la práctica agrícola podrá transformar la naturaleza con mucho más éxito. Sin embargo, en cualquier caso, la idea científica concreta constituye un importante eslabón que resume la etapa pasada del conocimiento e inicia otra nueva en el desarrollo del saber científico y de la práctica.


2. Papel de la idea en la síntesis del conocimiento. Idea y teoría

De las definiciones arriba citadas se ve claramente que la idea, por su naturaleza, contiene la síntesis del conocimiento. Esto lo subrayaba Lenin cuando escribía: “El ser aislado (el objeto, el fenómeno, etc.) es (tan sólo) un aspecto de la idea (de la verdad). Para la verdad se precisan, además, otros aspectos de la realidad, que parecen únicamente independientes y aislados. . . Tan sólo en su conjunto (zusammen) y en medio de sus relaciones (Beziehung) se realiza la verdad.” [15] La idea no puede no ser la síntesis del conocimiento de los diversas aspectos del objeto, ya que en ese caso no sería idea. Fuera de la síntesis es inalcanzable la precisa plenitud de coincidencia entre el contenido del pensamiento y el objeto.

De hecho, todo conocimiento es sintético; donde no hay síntesis, tampoco hay conocimiento, por cuanto el propio objeto constituye la totalidad de los diversos aspectos, propiedades y relaciones. No obstante, cada forma de conocimiento posee su propio análisis y su propia síntesis. La síntesis constituye la naturaleza de la idea; el conocimiento acerca de las diversas facetas del objeto se alcanza descubriendo el principio en el cual estos aspectos convergen, como en un foco, y se explican. Así, la idea de la selección sintetiza todo el conocimiento relativo al proceso de la evolución, por cuanto es la base explicativa de todas las facetas de este complejo proceso. En particular, la idea de la selección ha explicado fenómenos tales como la congruencia relativa de las formas orgánicas y la ausencia de tránsitos efectivos entre ellas. Estos dos fenómenos constituían un obstáculo insalvable para todas las concepciones del proceso evolutivo anteriores al darwinismo.

La idea, siendo una síntesis peculiar, cumple a su vez una función sintética en el desarrollo del saber científico.

Es preciso iniciar el análisis del papel sintético de la idea esclareciendo su lugar en la trayectoria del conocimiento científico de lo abstracto a lo concreto. El conocimiento concreto del objeto constituye siempre un sistema, un conjunto de juicios aislados, en los que está contenida la verdad objetiva. El juicio o el concepto extrae del objeto algunas prepiedades, aspectos, leyes, y el sistema del conocimiento científico refleja el objeto en la unidad de sus múltiples aspectos, concatenaciones y vínculos. Por ello, para esclarecer el significado gnoseológico de una u otra forma discursiva, es preciso determinar su lugar en la formación y el desarrollo de sistemas de conocimiento científico. Esto se refiere más que nada a la idea, de la cual nada determinado puede decirse en general al margen del sistema, ya que el propio problema de la idea surge realmente cuando se empieza a analizar un determinado sistema de conocimiento científico, que abarca de un modo profundo y completo un fenómeno, un proceso o todo un conjunto de fenómenos y procesos.

Lo concreto en el pensamiento no es la fusión mecánica de diversas abstracciones, la adición de unas a otras. El paso de lo abstracto a lo concreto es imposible sin la formación de una idea que agrupe las numerosas abstracciones en una imagen integral, encargada de proporcionarnos un conocimiento concreto y multifacético sobre el objeto. Así, por ejemplo, el desarrollo de los conocimientos acerca de la luz abocó a la idea de su doble naturaleza (la luz es partícula y onda simultáneamente); esta teoría sentó los cimientos de la moderna teoría de la luz, agrupando todo el conjunto de los conocimientos alcanzados sobre ella en un sistema determinado.

La idea acerca de la doble naturaleza de la luz no fue el resultado de una revelación casual, sino del lógico proceso de desarrollo de los conocimientos científicos, de la sucesión de distintas hipótesis (corpuscular, ondulatoria, electromagnética) que nos llevaron, al fin y al cabo, a esta idea. Así, por ejemplo, todavía Newton admitía un cierto compromiso entro la representación ondulatoria y corpuscular. Debido al progreso ulterior de los conocimientos físicos, la idea sobre la doble naturaleza de la luz fue el resultado de la solución teórica de las dificultades relacionadas con dicho problema y se confirmó experimentalmente.

En estos últimos tiempos los filósofos soviéticos han trabajado intensamente en la investigación del proceso de ascensión de lo abstracto a lo concreto. [16] Sin embargo, en nuestra opinión, un aspecto de ese paso ascensional ha quedado sin aclarar. Nos referimos al papel de la idea en la concreción del pensamiento. Estudiando las leyes que rigen el paso ascensional de lo abstracto a lo concreto cabe compronder el proceso de formación y desarrollo de la propia idea. Cuando decimos que lo concreto en el pensamiento equivale a un conjunto de numerosas definiciones y abstracciones, caracterizamos el rosultado tan sólo del paso ascensional de lo abstracto a lo concreto, pero no el propio proceso de esta ascensión. Si ese resultado se toma por el propio procese, aparece entonces la idea do que la ascensión equivale a la unión mecánica de abstracciones terminadas. El investigador puede elegir entre un gran número de abstracciones ya formadas; tomando por base una de ellas, las reúne en un cierto conjunto. Imaginarse así este proceso, equivale a convertirlo en metafísico, cuando en realidad el paso ascensional de lo abstracto a lo concreto expresa la naturaleza dialéctica del conocimiento humano.

El pensamiento intelectivo, naturalmente, puede convertir en metafísica la propia dialéctica, si se limita a estudiar tan sólo su forma exterior y desvirtuar su esencia. El mismo Hegel comprendía perfectamente que el paso ascensional de lo abstracto a lo concreto no es una simple combinación mecánica de abstracciones, sino el desarrollo del conocimiento. “. . .el conocer —escribe Hegel— se va desarrollando de contenido a contenido. En primer lugar, este progresar se determina por el hecho de que empieza a partir de determinaciones simples, mientras las siguientes se hacen siempre más ricas y concretas. En efecto, el resultado contiene su comienzo y éste, en su curso, se ha enriquecido con una nueva determinación. Lo universal constituye la base; el progresar, por ende, no debe entenderse como un fluir de uno a otro. En el método absoluto el concepto se conserva en su ser-otro, lo universal se conserva en su particularización, en el juicio y en la realidad; en cada grado de ulterior determinación lo universal eleva toda la masa de su contenido precedente y, por su progresar dialéctico no sólo no pierde nada, ni deja nada tras de sí, sino que lleva consigo todo lo adquirido y se enriquece y se condena en sí mismo”. [17]

En estas manifestaciones de Hegel destaca un elemento de suma importancia en el progresar de lo abstracto a lo concreto, a saber, que este proceso equivale a la dinámica del pensamiento, que pasa de un contenido a otro; es decir, no se trata de que a una abstracción se le incorpore mecánicamente otra, sino de que una cierta abstracción se desarrolla, se enriquece con un nuevo contenido y capta otros aspectos del objeto. La pluralidad de las determinaciones en el pensamiento concreto no se debe a la unión de diversas abstracciones, sino al desarrollo de una de ellas que contiene en embrión toda la profusión de las determinaciones futuras. Estas últimas, una vez alcanzada la madurez, obtienen una cierta independencia relativa, se borra su procedencia de una cierta abstracción primitiva y, debido a ello, surge la representación de lo concreto en el pensamiento como de una unión simple, mecánica, de diversas abstracciones.

Esta abstracción primaria, que se desarrolla durante su paso ascensional de lo abstracto a lo concreto, sirve de principio para la formación de la idea. La aparición, partiendo de ella, de otras abstracciones e ideas significa que se forma y se desarrolla una idea nueva. Pero ninguna abstracción suelta, incluida aquella que ha servido de punto de partida para la ascensión, constituye una idea. La idea se encuentra en cada una de ellas, pero no se agota en ninguna. Las abstracciones son elementos en el desarrollo de la idea.

La abstracción inicial en el avance del pensamiento de lo abstracto a la concreto cumple la función de una célula; debe satisfacer determinadas exigencias, que Lenin formuló del siguiente modo: “Marx, en El Capital, analiza primeramente lo más simple, comente, fundamental, lo más masivo, lo más cotidiano que se produce miles de millones de veces: la relación de la sociedad burguesa (mercantil); el intercambio de mercancías. El análisis pone de manifiesto en este fenómeno simplísimo (en esta «célula» de la sociedad burguesa) todas las contradicciones (resp., los embriones de todas las contradicciones) de la sociedad moderna. La exposición ulterior nos da a conocer el desarrollo (tanto el crecimiento, como el movimiento) de esas contradicciones y de esa sociedad, en la Σ de sus diversas partes, desde su principio hasta su fin.” [18]

Así, pues, la abstracción inicial ha de reflejar lo más sencillo y masivo, contener en embrión las contradicciones del todo. De ella, como de algo simple, surge lo complejo, el conjunto de abstracciones que expresan una idea determinada. Este conjunto de abstracciones constituye una teoría científica.

Cuando decimos que la idea constituye la base de la teoría científica, esto no presupone la posibilidad de que la idea se extraiga de la teoría, se aisle y se examine como algo independiente y exterior con relación a la teoría. La idea existe en la teoría y se descubre en ella. Sin teoría no hay idea, pero sin idea tampoco hay teoría.

Además, mientras que la idea no madure, no se cristalice, no puede crearse una nueva teoría ni el sistema de conceptos que la forma, cuya función consiste en revelar la idea. Por ejemplo, la física moderna ha reunido numerosos datos, ha formado nuevos conceptos que reflejan los procesos que se producen en el microcosmos. A los físicos teóricos se les plantea la tarea de sistematizar todo este conocimiento en una teoría nueva que exponga un cuadro único del mundo. Para formar esta teoría, encargada de presentar un cuadro unificado de las interrelaciones recíprocas de todas las formas y clases de la materia (de todos los campos y partículas) se necesita una idea nueva. Ni una sola de las antiguas ideas físicas generales tal como existen en la actualidad puede servir de base para la creación de semejante teoría. Se han hecho intentos de estructurar semejantes teorías, han aparecido diversas hipótesis para reducir todas las formas conocidas de materia a un común denominador. Tarde o temprano esta idea será formulada e iluminará todos los hechos experimentales conseguidos anteriormente, todas las leyes descubiertas, permitirá esclarecer su sentido, agruparlos para formar un sistema armonioso, que permita un conocimiento concreto y profundo de los fenómenos del microcosmos. La aparición de estas ideas, partiendo de abstracciones anteriormente formadas, constituye una ley del conocimiento científico.


La idea constituye también el límite de la teoría científica en el sentido de que la sustitución de las ideas significa también la sustitución de las teorías, de que el desarrollo de la teoría ésta vinculado al desarrollo de la idea. El criterio que permite determinar en qué teoría ha de incluirse uno u otro concepto es su relación con la idea, es decir, se debe poner de manifiesto qué idea ha suscitado su aparición. Además, el concepto adquiere su significación en la ciencia cuando aparece en compañía de otros, como un elemento de la formación y el desarrollo de la idea.

Ahora bien, como todos los conceptos de la teoría científica están vinculados a la idea, subordinados a ella, y expresan sus diversas facetas, el esclarecimiento del contenido de la idea no puede realizarse en forma de una definición aislada; se precisa todo un conjunto de definiciones que la caractericen desde diversos aspectos. Determinar una idea significa, en última instancia, poner de relieve todo el sistema del saber científico que se basa en ella, el proceso de su formación y desarrollo.

Así, pues, la teoría científica viene a ser una síntesis del concepto. Esta síntesis tiene carácter orgánico, por cuanto los propios conceptos vienen a ser los elementos que permiten poner de manifiesto la idea.


3. La idea y la imagen artística

El problema de la imagen artística atrae últimamente la atención de los filósofos y de los teóricos del arte. De todos es bien conocida la complejidad, el polifacetismo y la importancia de este problema. En este apartado, la imagen artística, como forma específica de conocimiento de la realidad, se considera teniendo sólo en cuenta el lugar y la función de la idea en la creación y el desarrollo de la imagen artística.

Cuando se compara el conocimiento artístico con el científico suele considerarse que la imagen artística es la forma del primero y el concepto, la forma del segundo. Se establece, al mismo tiempo, que en la imagen artística el objeto se refleja por entero, en la unidad de sus diversos rasgos, mientras que en los conceptos se captan algunos aspectos y leyes del objeto. Esto da origen a una representación errónea sobre el conocimiento científico que, al parecer, no aprehende ni puede aprehender los fenómenos en toda su concreción. Sólo el arte considera los fenómenos en su conjunto y concreción; la ciencia, por el contrario, se dedica a su anatomía cuando “la representación completa se evapora hasta el grado de la definición abstracta”.

Esta concepción obedece a dos causas. Primero, los conceptos científicos se consideran como abstracciones de algunos aspectos de la realidad. Pero, de hecho, el concepto, en su desarrollo, también aspira a ser concreto y a captar el fenómeno en su conjunto. Segundo, para comparar el conocimiento científico con el artístico no ha de tomarse el concepto como su forma madura de expresión, es decir, una forma donde están representadas de un mpdo amplio todas las peculiaridades de la aprehensión científica de la realidad, sino la teoría científica.

La imagen artística y la teoría científica tienen el mismo valor en el sentido gnoseológico; tanto la una como la otra vienen a ser la síntesis, el reflejo de lo concreto y lo total. Para comprender el carácter específico del reflejo artístico y su diferencia del conocimiento científico es preciso poner de manifiesto la esencia y las peculiaridades de la imagen artística, el papel de la idea en su formación.

Existe, a nuestro entender, una concepción errónea que ya divorcia la imagen artística del pensamiento, considerándola como forma de transmisión de sentimientos y vivencias, ya se identifica con él, se considera como pensamiento trasladado al lenguaje de las imágenes (pensamiento en forma artística). Tanto en un caso, como en otra, se niega el carácter específico de la imagen artística como forma de reflejo de la realidad.

León Tolstoi expresa claramente esta tendencia de reducir la imagen artística a la transmisión de los sentimientos. [19] Esta interpretación se basa en el hecho de que la imagen artística puede transmitir toda la multiplicidad y todos los matices de los sentimientos y las vivencias humanas. Esto, efectivamente, constituye la índole específica del reflejo artístico. Lo plástico, por su naturaleza, está vinculado a lo sensorial; por ello, privar a la imagen artística de lo sensorial concreto equivale a suprimir la propia imagen artística. Mas esto, sin embargo, no significa que la imagen artística carezca de pensamiento, de generalización. En general, el conocimiento humano no puede ser sensorial únicamente; constituye siempre la unidad de lo sensorial y lo racional, sólo que esta unidad adopta formas distintas. La imagen artística es, sin duda, una forma peculiar de unidad de lo sensorial y lo racional en el conocimiento, condicionada por la índole específica del objeto artístico y su función en el conocimiento y la transformación del mundo.

Muchos autores han criticado la concepción de que la imagen artística es una forma de conocimiento sensorial. [20] Los críticos, sin embargo, incurrían frecuentemente en otro extremo, a saber, decían que la imagen artística encamaba en forma sensorial-concreta conceptos ya acabados. El proceso del conocimiento artístico se representa del siguiente modo: el artista, al principio, crea o se apropia del concepto de uno u otro fenómeno social, y luego le da forma plástica. “En esta capacidad, precisamente —escribe A. I. Búrov—, de reproducir de un modo concreto (plástico) el contenido de los conceptos, de los pensamientos, con la viveza y la brillantez propia del pensamiento, en el juego de las asociaciones, en las que se utiliza toda la experiencia vital del artista, radica, a nuestro juicio, el aspecto más esencial del talento artístico.” [21]

Según este punto de vista la imagen artística se diferencia del conocimiento científico por el hecho tan sólo de que los conceptos adquieren en ella, gracias a la plasticidad, una viveza y brillantez propias de la representación. El artista no realiza ningún acto intelectivo autónomo, ni generaliza los fenómenos; su tarea radica tan sólo en hallar una forma, una imagen sensible adecuada al concepto.

Contra esta teoría de la creación artística se manifiestan relevantes personalidades de diversos géneros de arte. Turguénev, por ejemplo, escribía: “He oído y leído en más de una ocasión en diversos artículos críticos que yo, en mis obras, «parto de la idea» o bien que «propugno una idea»; unos me elogiaban por ello; otros, por el contrario, me lo criticaban. Debo confesar, por mi parte, que jamás intenté «crear una imagen» de no tener como punto de partida, no una idea, sino un personaje vivo, al cual se iban agregando y adheriendo paulatinamente elementos adecuados.” [22]

Las obras de los autores que se dedicaban a convertir en imágenes conceptos e ideas acabadas eran, habitualmente, de poco valor artístico; pecaban de esquematismo y no ejercían la debida influencia sobre la gente, pues sus imágenes eran muertas y abstractas.

T. Tvardovski, en el sumamente interesante discurso pronunciado en el XXII Congreso del P. C. de la U. S., fustiga con mucha razón a los escritores que en vez de estudiar seria y personalmente la vida y generalizarla en imágenes literarias, se dedican a crear ilustraciones artísticas de conceptos e ideas conocidas por el pueblo.

Los escritores que consideran la imagen artística como la encamación sensorial-concreta de la idea suelen referirse a la estética de la democracia revolucionaria rusa de mediados del siglo XIX (V. G. Belinski, N. G. Chernishevski y D. I. Písariev), quienes propugnan esta idea. Belinski, por ejemplo, escribía: “El arte es la intuición directa de la verdad o el pensamiento por medio de imágenes. . .

”Lo primero que chocará a muchos lectores en nuestra definición del arte como algo insólito es, sin duda, el hecho de que califiquemos el arte de pensamiento, uniendo de esa guisa dos representaciones completamente opuestas e inseparables.” [23]

Belinski concebía del siguiente modo el proceso de creación de la imagen artística. La necesidad de crear, que surge inesperadamente, conduce a la idea implícita en el espíritu del artista. “Esta idea —escribe Belinski— puede ser una idea humana general, conocida desde hace mucho. . .” [24] Al poseer esta idea, el artista ansia hacerla tangible para los demás. Este es el primer acto de la creación. Seguidamente, el artista empieza a vivir con esa idea, a revestirla con imágenes vivas, con ideales. “Estas imágenes, estos ideales maduran a su vez, crecen, se van aclarando poco a poco; finalmente, el poeta acaba por verlos, conversa con ellos, conoce su modo de hablar, sus movimientos, modales, porte, los rasgos de su rostro, los ve en toda su talla, desde todos los puntos de vista, los ve con sus propios ojos y con la misma claridad como si los tuviese delante, y de hecho los ve antes de que su pluma les dé forma. . . Este es el segundo acto de la creación.” [25]

El tercer acto de la creación, el último, de la imagen artística, consiste en que el artista “. . .dota a su obra de formas visibles, accesibles a todos. . .” [26]

Belinski, además, concedía una importancia peculiar al hallazgo de formas sensoriales concretas de gran belleza para expresar la idea. “La poesía —escribía Belinski— no soporta ideas abstractas, incorpóreas, desnudas, sino que encarna los conceptos más abstractos en imágenes vivas y bellísimas por entre las cuales se filtra el pensamiento como la luz en el cristal de roca. El poeta ve por doquier formas, colores, y a todo le confiere forma y color, da vida a lo que no la tiene y hace terrenal lo celeste. . .” [27]

Compartían esta concepción de la imagen artística N. G. Chernishevski, D. I. Písariev y otros representantes de la estética democrática-revolucionaria rusa. [28] En aquella época significaba el logro más avanzado e importante del pensamiento estético. Los demócratas revolucionarios trataban de subrayar la idea de que el arte, en las imágenes artísticas, debe reflejar la realidad tal como es, lo mismo que la ciencia. Belinski escribía: “...todas las ciencias constituyen el conocimiento de un solo objeto: el ser. . . el arte, al igual que la ciencia, es también conciencia del ser, pero en otra forma. . .” [29] Al hermanar el arte con la ciencia, al calificar la imagen artística de pensamiento por medio de imágenes, los demócratas revolucionarios propugnaban una tesis correcta: que el arte está llamado a presentar un cuadro verídico, racional, de la realidad, que el artista debe ser un pensador que refleja la vida. Para Chernishevski la definición: el arte es la reproducción de la realidad, expresaba perfectamente el objetivo principal del arte frente a la vida. Además, en eso, lo principal, la ciencia y el arte coinciden: “La relación entra el arte y la vida —escribía— es la misma que entre la vida y la historia; las diferencias en su contenido radican tan sólo en que la historia refiere la vida de la humanidad fijándose más que nada en la verdad de los hechos, y el arte, en cambio, refiere la vida de los hombres sustituyendo la verdad de los hechos por la fidelidad a la verdad psicológica y moral.” [30]

Los demócratas revolucionarios rusos, considerando, además, que la imagen artística sensorial y concreta encarnaba la idea, abogaban por un arte de ideas; es decir, el arte, para ellos, no debía estar separado por una muralla infranqueable de las ideas que conmovían a la sociedad. También esta tesis es certera y constituye el fondo imperecedero de la ciencia estética que es preciso desarrollar.

El pensamiento estético de los demócratas revolucionarios rusos se desarrollaba correctamente, mas esto no significa que todas sus tesis fueran absolutamente verídicas. La teoría de que la imagen artística es la encarnación sensorial-concreta de la idea resulta sumamente limitada, pues no capta más que un aspecto, a saber, que la imagen artística no puede existir sin la idea, por una parte y sin su encarnación sensorial-concreta, por otra. Estos dos elementos están forzosamente presentes en ella. Mas esto no significa aún que la propia imagen sea el resultado de la unión de la idea, anteriormente formada, con formas sensoriales-concretas. Al igual que la teoría científica no es la simple unión de los diversos conceptos a base de una idea, tampoco la imagen artística debe ser considerada como la encamación de lo abstracto en lo sensorial-concreto. La imagen, al ser analizada, puede descomponerse en idea y en su plasmación sensorial y concreta, mas la propia imagen artística surge de un modo más complejo, no es la simple fusión de la idea ya acabada y la individualidad. Los demócratas revolucionarios rusos no supieron poner de manifiesto toda la compleja dinámica de la imagen artística, que era para ellos la forma plástica y brillante de la idea. Muchos escritores soviéticos, influidos por el hecho de que la estética de los demócratas revolucionarios fuese avanzada para su época y acertada por su tendencia ideológica, han erigido en absolutas su limitación y su debilidad en la interpretación de la naturaleza gnoseológica de la imagen artística. La imagen artística empezó a considerarse, en particular, como una reproducción de las abstracciones en forma sensorial-concreta. La generalización artística pierde su carácter autónomo. [31]

Los propios demócratas revolucionarios comprendían que la concepción de la imagen artística como plasmación de la idea en forma sensorial concreta no era suficiente. No debe olvidarse que sus teorías estéticas se hallaban en vías de formación, de búsqueda de decisiones, a veces muy dolorosas, aunque certeras. Por ello se encuentran en sus obras opiniones diversas, incluso contradictorias, sobre la esencia de la imagen artística y sus relaciones con la idea. Así, por ejemplo, en el quinto artículo de Belinski sobre Pushkin hay tesis que están en contradicción con sus anteriores afirmaciones. Estas contradicciones testimonian que sus concepciones estéticas se estaban desarrollando correctamente, que iban superando su unilateralidad en la comprensión de la imagen artística. Comparando la idea poética con la científica, escribe: “El arte no admite ideas filosóficas abstractas y tanto menos especulativas: sólo admite ideas poéticas. Y la idea poética no es un silogismo, ni un dogma, ni una regla. Es la pasión viva, el pathos. . . En el pathos, el poeta aparece enamorado de la idea como de un ser vivo, bellísimo, está apasionadamente penetrado de ella; y no la intuye con la razón, con el entendimiento, con los sentidos ni tampoco con una sola facultad de su espíritu, sino con toda la plenitud e integridad de su ser moral. Por eso la idea en su obra no aparece como un pensamiento abstracto, como una forma muerta, sino como una creación viva. . .” [32] Para Belinski la afirmación de que esta obra tiene idea y esta otra no, es inexacta e indeterminada. Se debe hablar del pathos de la obra en el que se funden en un todo la idea y la forma. “. . .Muchos —escribe Belinski— toman erróneamente por idea aquello que puede ser idea en todas partes, a excepción de la obra donde se espera ver y donde en realidad no pasa de ser un razonamiento huero cubierto de cualquier modo por retazos hilvanados de una forma lastimera, por entre los cuales asoma a cada momento su desnudez.” [33]

Estas tesis de Belinski conducen a una solución correcta del problema relativo a la esencia de la imagen artística en sus relaciones con la idea; sin embargo no llaman tanto la atención de nuestros investigadores como otros pensamientos suyos, en los cuales ese mismo problema se resuelve de modo unilateral y simplista.

Consideramos acertadas las afirmaciones de los escritores soviéticos de que la propia generalización artística difiere de las abstracciones científicas por su contenido principalmente y no sólo por estar revestida de forma sensorial. [34] La idea que se desarrolla en una teoría científica y la idea implícita en la imagen artística no son idénticas la una o la otra. En este sentido tiene toda la razón B. Riúrikov cuando dice: “Para algunos críticos las ideas de los artistas son tesis abstractas, especulativas, que se ilustran en la obra, pero no representaciones vivas, que nacen debido al devenir y a la interacción de las imágenes. Para ellos no hay diferencias entre la idea lógica y la artística.” [35]

Que la idea de la imagen artística y científica se diferencien entre sí no significa que se niegue la unidad del conocimiento humano, como piensan algunos autores. [36] El conocimiento es único en el sentido de que refleja la realidad y avanza en pos del saber objetivamente fidedigno. Mas esto lo consigue en la multiplicidad de sus formas. Además, la multiplicidad existe dentro de algunas formas, por ejemplo, los conceptos matemáticos se diferencian de los conceptos de la ciencia histórica, y las ideas científicas de las ideas de las obras artísticas. Esta diferencia se determina por el objeto que se refleja en las formas del conocimiento, así como por la función de las diversas formas en la trayectoria del conocimiento.

Para entender la peculiaridad de la imagen artística es preciso analizar el proceso de su formación y desarrollo. La imagen artística se forma, efectivamente, de acuerdo con las leyes generales de la dinámica del conocimiento. Y si esto es cierto, hemos de reconocer que el artista no parte de una idea acabada, que plasma después en una imagen sensorial, sino de datos empíricos, de sus observaciones sobre la vida de los hombres en la naturaleza y la sociedad. Más tarde pasa a la generalización, al conocimiento de la esencia de los fenómenos, pero por un camino distinto al conocimiento científico. La ciencia va de lo sensorial-concreto a lo concreto en el pensamiento a través de la abstracción, al conocimiento del todo en abstracciones; el arte no rompe con lo sensorial-concreto, sino que lo eleva hasta una generalización de gran significado gnoseológico, social y estético. Los escritores para quienes la imagen artística es la recreación de abstracciones acabadas, piensan del siguiente modo: el paso de lo sensorial-concreto a lo abstracto es realizado por la ciencia. El artista toma la abstracción formada por la ciencia y la convierte en imagen, obteniendo así una nueva forma de lo sensorial-concreto. Las diferencias entre el conocimiento científico y artístico, dicen, radican tan sólo en que la ciencia, en el pensamiento, va de lo abstracto a lo concreto y el arte vuelve a lo sensorial-concreto.

Pero en la vida real las cosas no suceden de este modo. El propio arte pasa de lo sensorial-concreto habitual (la sensación, la percepción y la representación) a lo artístico, a lo estético sensorial-concreto (de la imagen corriente a la imagen artística). El eslabón intermedio en ese movimiento no es la abstracción tomada de la ciencia, sino la generalización hecha por el artista, la abstracción artística. Además, la idea de la imagen artística surge y se desarrolla en el proceso de su formación, en el tránsito de la imagen corriente a la artística.

A. A. Fadéiev señala tres períodos en el proceso de todo trabajo artístico: 1) el período de la acumulación de datos, 2) el período de la reflexión o “maduración” de la obra y 3) el período de su realización. [37]

En el primer período el artista observa la vida, se enriquece a base de sus propias observaciones y las observaciones de los demás: “En la etapa inicial del trabajo artístico, que es la más difícil de describir, las imágenes desfilan por la mente del artista en forma caótica, desordenada; la conciencia del artista no registra aún imágenes artísticas íntegras, acabadas, no hay más que los datos toscos de la realidad, impresiones tan sólo: los rostros que más le han sorprendido, algunos caracteres humanos, ciertos hechos, unas situaciones, paisajes, etc. En este período de su trabajo el propio artista no sabe aún cor precisión el resultado de sus observaciones y estudios de la vida.” [38]

Es bien conocida la profundidad y la amplitud con que estudian la vida los grandes artistas, su aspiración a conocer mejor, con más detalle, uno u otro fenómeno; no se limitan a sus propias observaciones, sino que utilizan los testimonios de otras personas. Gogol, por ejemplo, entablaba relaciones de amistad y epistolares con personas que le podían informar de algo. “Me gustaría —escribe— tener amistad con personas de todas las clases sociales y averiguar algo de cada una de ellos.” [39] Repin reunía pacientemente datos para sus cuadros.

Cuando el artista reúne suficiente material, empieza a crear la imagen, a seleccionar los datos. “Todo el material acumulado —escribe Fadéiev— se fusiona químicamente, en un momento determinado, con las ideas y los pensamientos fundamentales que el artista ha madurado en su mente como todo hombre pensante, vivo, que lucha, ama, se alegra y sufre. Sólo al cabo de algún tiempo, las imágenes sueltas de la realidad empiezan a estructurarse en un todo integral, aunque no acabado, ni mucho menos. . . Entonces es cuando empieza el intenso trabajo creador de selección consciente de los datos más valiosos, de entre la enorme cantidad de impresiones e imágenes que se tienen en la conciencia; se elige lo preciso, se elimina lo superfluo, se condensan los hechos y las impresiones a fin de expresar con la máxima plenitud y claridad la idea principal de la obra que se va cristalizando más y más en la conciencia.” [40]

Las ideas de la obra artística surgen y maduran durante el estudio de la vida y la creación de la imagen artística. Estas ideas se convierten en el principio cimentador que ayuda a reunir en un todo los diversos rasgos, aspectos, detalles, etc., formando la imagen artística. El artista no hace abstracción de los detalles sensoriales-concretos, de lo singular, pero los selecciona, es decir, toma detalles relacionados con la expresión de la idea que penetra la imagen artística. “Ninguna menudencia —decía León Tolstoi— debe ser menospreciada en el arte, porque a veces un botón semisuelto puede iluminar una faceta de la vida del personaje dado. Es preciso representar también el botón. Pero es preciso, asimismo, que todos los esfuerzos, así como el botón semisuelto, estén exclusivamente dirigidos a la esencia interna del asunto y no distraigan la atención de lo principal y lo importante con bagatelas y detalles, como suele ocurrir a cada paso.” [41]

Aquello que Tolstói califica de esencia interna del asunto es reflejado por la idea. Es evidente que el artista, al crear la imagen, utiliza como ser pensante todos los conceptos que posee; no puede ni debe hacer caso omiso de los conceptos de la filosofía y de otras ciencias, ya que integran de una u otra manera la trama de su generalización artística. Las categorías de la dialéctica materialista tienen particular significado metodológico para la formación de la imagen artística. Mas esto no significa que el artista se dedica a recrear los conceptos científicos y las categorías filosóficas en imágenes artísticas.


La índole especifica de la formación de imágenes artísticas y de su idea, a diferencia de Ja teoría científica, radica asimismo en el carácter de la célula inicial de las unas y la otra. La célula embrionaria de la teoría científica, como se ha dicho ya, es la abstracción que satisface determinadas exigencias. La imagen artística no parte de la abstracción, sino de una representación concreta o de un conjunto de ellas. Además, estas representaciones (de algunas personas o algunos fenómenos) satisfacen determinadas exigencias. En ellas ha de estar representado, con la máxima claridad y nitidez, el fenómeno que interesa al artista; debe ser, por una parte, evidente y real, y expresar, por otra, no solo algo inherente a una persona, sino a muchas (algo masivo, frecuente). En la literatura, por ejemplo, muchas imágenes artísticas se basaban en un personaje determinado, concreto. I. S. Turguénev decía que Bazárov no habría existido si él no hubiera conocido al médico rural Dimítriev. Frecuentemente, un personaje concreto sirve de prototipo para el pintor en la representación artística. [42] Este hecho no sólo es interesante porque establece el nexo entre la imagen artística y la vida, sino también para el estudio del propio proceso de su formación.

Pero incluso cuando la imagen artística se basa en la representación viva de un personaje determinado, la propia imagen no es ni la copia ni la fotografía de esa persona. La representación de una persona o de un fenómeno no constituye por sí sola una imagen artística, sino su embrión, la célula inicial de su formación. La imagen artística surge cuando esta representación se remonta a la generalización artística, cuando incluye en si la formación y el desarrollo de la idea, gracias a lo cual se fusionan los rasgos y las peculiaridades sueltas, tomadas de distintas personas. León Tolstói decía, por ejemplo: “En efecto, copio frecuentemente del natural. Antes, incluso los apellidos de mis héroes eran los auténticos en el borrador para poder imaginarme más claramente la persona que representaba. Cambiaba los apellidos cuando le daba los últimos toques al relato. Creo, sin embargo, que si se copia del natural a una persona, el personaje no resulta típico, sino singular, insólito y poco interesante. Lo que debe hacerse, precisamente, es tomar los rasgos principales, característicos de una persona y completarlos con los rasgos característicos de otras personas que se han observado. Entonces el personaje será típico. Hay que observar a muchas personas homogéneas para crear un solo tipo determinado.” [43]

El artista elige un personaje, un acontecimiento cualquiera como punto de partida de la imagen artística, selecciona los rasgos de los fenómenos y los agrupa, en consonancia con su idea, en una imagen artística integral. La idea que inspira la imagen artística se forma y desarrolla en el proceso de estructuración de esta última. Todavía antes de que el artista emprenda la creación de su obra existen en su mente elementos confusos de la idea; en cierto modo está contenida en su propósito, pero adquiere claridad y precisión cuando el artista halla la representación inicial (el rostro o el fenómeno que le impresiona); alcanza la madurez precisa durante el desarrollo de la representación primaria hasta la imagen artística, enriquecida por los datos de todas las observaciones y todos los pensamientos del artista. Más aún, la idea de la imagen continúa viviendo y desarrollándose incluso después de que el artista haya terminado su obra. La persona que la percibe (un lector, un oyente, un espectador) continúa desarrollándola, enriqueciéndola con sus pensamientos, vivencias y observaciones. Al mismo tiempo, interpreta, comprende y desarrolla a su modo aquellas facetas que mejor siente y entiende. El hecho de que la idea de la imagen madura y se desarrolla juntamente con la propia imagen se confirma por las frecuentes divergencias entre el propósito inicial y la imagen artística ya formada. Ejemplos de estas divergencias se mencionan frecuentemente en las publicaciones soviéticas y constituyen una prueba de que el artista no se dedica a plasmar una idea acabada, convertida en plan de la obra, en imágenes sensoriales-concretas, sino a crear una imagen artística unida a su idea, que no sólo puede no coincidi con su propósito, sino incluso contradecirle. Refiriéndose a su Sonata a Kreutzer León Tolstói decía que nunca había supuesto que el curso de sus pensamientos le llevara a semejante desenlace. Se horrorizaba de sus conclusiones, se negaba a creer en ellas, mas no podía por menos de creer. . . se veía obligado a reconocerlas.

Así, pues, la imagen artística viene a ser una síntesis peculiar de representaciones y pensamientos unidos por un principio común: la idea. Todas las representaciones y todos los pensamientos agrupados por esta idea son elementos de su conocimiento y desarrollo. La función de la idea en la imagen artística se parece, en este sentido, a su papel en la teoría científica. Sin embargo, la teoría científica se diferencia de la imagen artística; esta diferencia va implícita en la propia idea, por cuanto ella es lo principal tanto en la teoría, como en la imagen.

En la teoría científica, la idea se manifiesta en el conjunto de los conceptos, que la delimitan estrictamente, la argumentan y demuestran. La idea en la teoría no es simplemente lo general, lo inherente a un gran número de objetos singulares, sino lo universal, lo que refleja la ley.

En la imagen artística, la idea se pone de manifiesto y se desarrolla sin salirse del sistema de lo sensorial-concreto; no está delimitada estrictamente, puede interpretarse de distinto modo e incluso desarrollarse por el sujeto perceptor; es lo general, pero no lo universal argumentado. Su misión no es la de revelar y demostrar la ley, sino dar a conocer sus factores e influir sobre los hombres (sobre sus sentimientos y pensamientos), incitarles a realizar determinados actos.

El correcto establecimiento del lugar de la idea en la creación de la imagen artística permite plantear justamente el problema del criterio de su veracidad. La veracidad de la teoría científica se comprueba mediante la concordancia entre la realidad y la idea en que se basa dicha teoría y todos las conceptos que la integran. La veracidad de la imagen artística no se determina por la concordancia con la realidad de todas sus partes integrantes. Algunos detalles pueden no reflejar la realidad y, sin embargo, la imagen artística seguirá siendo verídica siempre que su idea sea verdadera. A la imagen artística le basta la veracidad objetiva implícita en la base de su idea para reflejar verazmente la realidad.

La veracidad de la idea no sólo influye en la veracidad de la imagen artística, sino también en su mérito artístico. “Una obra tiene mérito artístico —escribe N. G. Chernishevski— cuando su forma corresponde a la idea; por ello, para determinar el mérito artístico de una obra debe determinarse con la máxima rigurosidad si es verdadera la idea en que ésta se basa. Si la idea es falsa, no puede hablarse de mérito artístico, pues también la forma será falsa y llena de incongruencias. Sólo una obra que plasme una idea verídica tendrá mérito artístico, siempre que la forma corresponda plenamente a la idea. Para resolver esta última cuestión debe analizarse concienzudamente si todas las partes y todos los detalles de la obra se derivan realmente de su idea fundamental. Por muy entretenido o bello que sea por si mismo un episodio, un detalle, una escena, un carácter, no contribuirán al mérito artístico de la obra si no están al servicio ni expresan plenamente la idea fundamental de la misma.” [44]

El arte realista se distingue del que no lo es por la veracidad de su idea y no por haber tomado de la realidad los detalles, las escenas y los episodios; a esta idea están supeditadas todas las palles y todos los detalles por cuanto expresan y subrayan sus factores, sus facetas. En una obra puede haber numerosos elementos verídicos, reales, pero si la idea que la inspira es falsa, no será realista. En otra, por el contrario, tal vez haya menos elementos verídicos, pero si su idea es verdadera y llena toda la obra, ésta se convierte en realista por su tendencia. Más aún, en algunas obras no realistas la abundancia de elementos verídicos, naturalistas, encubre una idea mendaz y falsa.

Las relaciones reciprocas entra la veracidad y el mérito artístico de la imagen son naturalmente muy complejas; no nos planteamos tampoco, la tarea de esclarecerlas en toda su plenitud. Es evidente que la simple veracidad no determina, ni mucho menos, el mérito artístico de la imagen, ya que, a veces, imágenes falsas suelen ser altamente emotivas y artísticas. Hemos de subrayar que la veracidad y el mérito artístico de la imagen, pese a su relativa autonomía, están íntimamente vinculados entre sí y que tanto la una como el otro guardan relación con la idea de la obra.

Vemos, pues, que la idea en la imagen artística determina su tendencia y confiere integridad a sus diversos elementos componentes.


4. Idea y principio. Significación metodológica de la idea.

La característica de la idea, arriba expuesta, es suficiente para poderla diferenciar esencialmente de otras formas de conocimiento de la realidad. El carácter peculiar de la idea no radica en las particularidades de su estructura lógica-formal o de su expresión verbal, sino en su contenido y, consecuentemente, en el lugar que ocupa en la trayectoria del conocimiento.

Como ya hemos señalado, para esclarecer el significado gnoseológico de una u otra forma discursiva, debe determinarse su puesto en la formación y el desarrollo de sistemas de conocimiento científico que proporcionan conocimientos profundos y completos del objeto estudiado en la dinámica de nuestro saber hacia lo concreto. Esto se refiere, particularmente, a la idea, ya que al margen de este sistema nada determinado podemos decir de ella.


El problema de la idea, por si mismo, como forma discursiva, se plantea en realidad cuando se analiza un determinado sistema de conocimiento científico, que abarca profunda y totalmente cualquier fenómeno, proceso o todo un conjunto de fenómenos y procesos. Este sistema es la teoría científica como sistema de juicios y conceptos sobre un objeto, que tiene por finalidad el descubrimiento de leyes objetivas; este sistema posee su propia estructura y una organización determinada.

Determinar las diferencias entre la idea y otras formas del pensamiento significa determinar las diferencias de sus funciones en la creación y el desarrollo de la teoría científica. No trataremos aquí de las diferencias entre la idea y todas las demás formas discursivas, por cuanto no resulta nada difícil, por ejemplo, establecer la diferencia entre la idea y el razonamiento. Desde el punto de vista científico resulta interesante determinar las relaciones entre formas tan equivalentes como la idea y el concepto, la idea y el principio.

Al definir la idea como una forma del pensar debe tenerse en cuenta que no posee ningún criterio lógico-formal que la diferencie del concepto. Ni por su estructura lógica ni por su expresión verbal se distingue la idea del concepto. La idea es la forma del concepto. La lógica formal caracteriza del mismo modo el concepto que la idea; por ello en las obras de lógica formal no se describe la idea como forma específica del pensamiento. El concepto se convierte en idea cuando cumple una función determinada en la formación y el desarrollo de un sistema de conocimientos, cuando constituye su base.

La diferencia entre la idea y el concepto es relativa; puede establecerse, tan sólo, dentro de un sistema de conocimiento científico. Un mismo concepto puede desempeñar distinto papel en diversos sistemas: en uno cumple la función de idea, es decir, sobre su base se efectúa la síntesis del saber científico; en otro, no es más que un concepto, que integra el sistema y refleja un aspecto de alguna ley más general y básica. Antes de haber determinado el lugar del concepto en un sistema de conocimientos integrado en una teoría, no puede decirse si se trata de una idea o de un simple concepto. La idea es un concepto de género especial, cuya índole específica está determinada por su lugar en la formación de la teoría científica.

Una idea enlaza el concepto en una teoría integral; otra, que expresa una ley todavía más general y básica, enlaza diversas teorías en una rama de la ciencia. Hay ideas implícitas en los fundamentos de la ciencia y, finalmente, existen otras implícitas en la base misma del saber.

Podemos considerar la idea como una etapa en el desarrollo del concepto. Para convertirse en idea y cumplir una función sintetizadora en la estructuración de la teoría, el concepto ha de alcanzar un determinado grado de madurez, revestirse de un conjunto de definiciones. Es muy difícil captar el tránsito del concepto a idea y fijarlo mediante un criterio formal. Para ello no deben tomarse en consideración los conceptos aislados, sino el desarrollo concreto del conocimiento teórico del objeto. Después de separar sus elementos fundamentales, así como las teorías más importantes que se han ido sustituyendo sucesivamente, debe analizarse su contenido y, al encontrar la idea de cada punto, estudiar la génesis de cada una de ellas, poniendo asi de manifestó el tránsito histórico y lógico del concepto a la idea. Por ejemplo, el concepto de plusvalia se convirtió en idea cuando Marx se apoyó en él para citar la teoría de la plusvalía, que reveló el secreto de la producción capitalista. Si la idea, por su forma lógica, es idéntica al concepto, por su función gnoseológica, en cambio, se aproxima más que nada al principio.

El problema del contenido lógico y gnoseológico del principio figura entre los pocos estudiados en la literatura marxista. En la ciencia se entiende por principio la tesis básica inicial de cualquier teoría.

En la literatura filosófica soviética imperan dos puntos de vista sobre el principio. Unos (B. M. Kédrov y algunos otros) consideran que el principio expresa la ley fundamental que es válida para una esfera de extraordinaria amplitud y que constituye el punto de partida de una u otra zona de la ciencia o incluso de toda la ciencia. [45]

V. P. Tugarínov representa el otro punto de vista, que niega que la ley sea el contenido del principio. “El concepto de la ley y del principio científico —escribe— suele identificarse. Sin embargo, entre la ley y el principio hay diferencias tanto de contenido como de forma. La diferencia por el contenido consiste, primero, en que el principio formula una sola propiedad de las cosas, mientras que la ley formula el nexo entre dos (o varias) propiedades; segundo, en que los principios, como lo indica su nombre, son los cimientos, es decir, las tesis más generales de la ciencia, implícitas en la base de una serie de leyes, vinculadas al principio y supeditadas a él de hecho y lógicamente.” [46]

Nos parece inaceptable en la concepción de V. P. Tugarínov el modo, ante todo, como entiende el contenido del principio. No estamos de acuerdo con que el principio formula una sola propiedad de las cosas. Todo principio científico no se limita a formular una propiedad, sino que establece un vínculo esencial y necesario entre la propiedad y el objeto o entre las propiedades del objeto. Y este vínculo preciso y esencial no es otra cosa que la ley.

Sigamos: resulta poco convincente el argumento de Tugarínov acerca de que el principio no puede ser ley, ya que sobre el principio se basan los fundamentos de toda una serie de leyes vinculadas y supeditadas a él. Debido, precisamente, a que el principio expresa la ley fundamental, la más general, puede agrupar otras leyes y estar implícito en su base.

El término de principio se utiliza en diversos sentidos. Está muy extendida la acepción del principio como tesis sustancial (ley, regla, axioma) aplicada a la interpretación de un fenómeno cualquiera o de un conjunto de ellos. Por ejemplo, el astrónomo aplica el principio del análisis espectral al investigar la composición química de los cuerpos celestes. En este caso, el principio figura como método de investigación, es decir, la tesis científica sustancial se convierte en método de investigación de fenómenos. Y no puede prohibirse que el término de principio se emplee en este sentido. Pero debe entenderse claramente que se trata tan sólo de una acepción del significado de “principio” como término. En este caso no se origina ningún problema entre las relaciones del principio y la idea. Se califica, asimismo, de principio una tesis científica esencial que, por su contenido, se diferencia de otras afirmaciones científicas (de la ley, del axioma, etcétera.). Aquí es, precisamente, cuando se plantea el problema de la relación entre el principio y la ley, por una parte y del principio con la idea, por otra.

Para nosotros es indudable que el principio expresa la ley general que establece lo esencial en todo proceso y constituye el objeto de la teoría científica dada. Mas con esto no queda resuelto el problema de las relaciones entre el principio y la idea. No debemos olvidar que también la idea expresa la ley fundamental.

Es evidente que la idea y el principio son muy afines entre sí, tan afines que a veces, se identifican. Kant, por ejemplo, calificaba las ideas de principios de la razón. Sin embargo, existen diferencias entre la idea y el principio, puesto que el principio es una de las definiciones primeras y más abstractas de la idea.

Como hemos dicho, la idea se revela en un sistema de conceptos, de definiciones, por cuanto es el concepto de los conceptos. El principio es su definición primera y más general, por ello figura como punto de partida en la estructuración y exposición de la teoría científica. Por ejemplo, la teoría del desarrollo se basa en la idea del desarrollo. El contenido de esta idea se da a conocer formulando, ante todo, el principio del desarrollo, en el cual se hace una definición inicial y bastante abstracta del desarrollo (el desarrollo es un movimiento en el que se incluyen modificaciones cualitativas). Pero la formulación del principio no es más que el comienzo, el punto de partida en la exposición del contenido de cualquier idea, incluida también la idea del desarrollo. La identificación de la idea y del principio se debe a que el contenido de la idea científica se conoce a través del principio como su definición primaria.

Para entender la peculiaridad del principio como forma de conocimiento y saber diferenciarlo de la idea es preciso volver nuevamente a la teoría. Las tesis de la teoría científica pueden ser estructuradas en forma de una escalera jerárquica. El peldaño inferior de esta escalera se basa en los hechos, mejor dicho, en los juicios que los registran y describen, y el superior, en el principio. Así, pues, el principio viene a ser el límite superior de generalización en el sistema dado (teoría). Todas las tesis de la teoría científica, empezando por la descripción de los hechos y acabando por el principio, integran dicha teoría porque dan a conocer la idea a que están subordinados y que los agrupa. Mas el papel que desempeñan en el descubrimiento del contenido de la idea es distinto. Unos hechos y los mismos pueden integrar diversas teorías, por cuanto se consideran desde el punto de vista de diversas ideas, por cuanto se buscan en ellos formas diversas. En la aparición y la formación de la teoría los hechos son algo sensorial-concreto; por regla general aparecen condensados, pero en caso de necesidad se les puede reproducir de un modo completo. La teoría, propiamente dicha, está constituida por una generalización de hechos, por abstracciones. El principio viene a ser la máxima generalización de los hechos en la teoría; por ello es abstracto y unilateral por su naturaleza. El principio muestra el grado de generalización a que se ha llegado en la teoría y expresa la idea en forma unilateral perfilada. Cada teoría científica debe procurar que la idea esté expresada con la máxima generalización y estudiar la posibilidad de aplicarla a otros fenómenos con el fin de interpretarlos, etc. Por este motivo el conocimiento consciente del principio de la teoría científica, su expresión en la forma más generalizada, es indispensable para el desarrollo de la idea implícita en la base de la teoría.

Si los hechos de que parte la teoría constituyen lo sensorial-concreto, el principio, como una generalización máxima, viene a ser la representación característica de lo abstracto en la teoría. La propia teoría, como un conjunto de abstracciones, constituye, juntamente con el principio, lo concreto en el pensamiento, por cuanto se revela en ella la idea con toda la amplitud y profundidad que permite dicha etapa de desarrollo de la ciencia.

Así, pues, los hechos y el principio forman dos polos extremos de la teoría, siendo imprescindible para la misma cada uno de ellos: sin embargo, no la constituyen ni por separado ni tomados en conjunto. La idea que se revela en la teoría y que aparece como lo concreto en el pensamiento, viene a ser la negación tanto de lo uno como de lo otro, pero supone, al mismo tiempo, tanto la existencia de hechos como de principios. El principio es indispensable para la idea como una de sus determinaciones.

Cumple asimismo, una determinada función sintetizadora, por cuanto es un elemento de la idea, su expresión unilateral, máximamente abstracta. Tomemos, como ejemplo, el sistema periódico de los elementos químicos de D. I. Mendeléiev como teoría científica. Parte esta teoría de hechos determinados que constituyen su base sensorial-concreta. Posee, asimismo, su principio, que en la etapa moderna de desarrollo de dicha teoría se formula del siguiente modo: las propiedades de los elementos son funciones periódicas del número de electrones en el átomo igual a la carga del núcleo. Este principio viene a ser la expresión extrema y abstracta de la idea de la periodicidad implícita en la base de todo el sistema. El desarrollo de la propia idea de periodicidad conduce a la modificación del principio. El propio Mendeléiev lo había formulado al principio del siguiente modo: las propiedades físicas y químicas de los elementos, que se manifiestan en las propiedades de los cuerpos simples y complejos allí formados, se hallan en dependencia periódica. . . de su peso atómico. La ciencia moderna ha encontrado una forma más abstracta y máximamente amplia para expresar la idea de la periodicidad. Mas sería erróneo considerar que la idea de la periodicidad se manifiesta plenamente en el principio. El principio la expresa de forma inicial y del modo más abstracto, pero la idea se revela en todo el sistema periódico, en todas sus tesis. Con el desarrollo del sistema periódico su principio se expresará en forma todavía más abstracta, mas esto significará que nuestro conocimiento de la periodicidad de los elementos químicos se ha hecho más profundo. El principio de la periodicidad refleja la ley periódica.

Cuando decimos que la idea refleja la ley fundamental del mundo objetivo, nos referimos a las ideas científicas. La teología y la filosofía idealista crean sistemas de conocimiento, que por su forma exterior recuerdan sistemas y teorías científicas. Pero se trata tan sólo de la forma exterior, ya que a estos sistemas les falta lo fundamental: ideas objetivamente verídicas. Las ideas religiosas y las ideas de la filosofía idealista también reflejan la realidad, pero de un modo fantástico, deformado. No son el reflejo objetivo de las leyes de la naturaleza y de la sociedad, sino que pretenden ser la expresión de lo esencial en el mundo. Las leyes del mundo objetivo se reflejan en ellas de forma tergiversada, arbitraría. Tanto en las teorías religiosas como en los sistemas filosóficos idealistas, las ideas constituyen también el principio unificador, el núcleo central. Así la idea del Dios-Creador está implícita en la base de toda doctrina religiosa; la idea absoluta de Hegel constituye el eje de su sistema idealista. Hay en este sistema conceptos que reflejan correctamente la realidad, que captan las leyes efectivas del mundo objetivo, pero el sistema, en su conjunto, es falso, ya que descansa sobre una idea falsa.

Si se entiende el contenido gnoseológico de una idea, se comprenderá fácilmente su función metodológica. Es de todo punto indudable que las ideas en la ciencia ayudan a obtener conocimientos nuevos. Más aún, la idea da lugar a los métodos científicos. La idea existe en el sistema y le sirve de base. Todo método de conocimiento científico se origina cuando existe un cierto sistema de conocimientos que posee su propio centro. Cualquier tesis del sistema, tomada por aislado, no sólo resulta limitada en el sentido metodológico, sino que de hecho no puede cumplir su función en cuanto ai método, pues partiendo de ella es imposible hacer un análisis concreto del proceso que se estudia. Por ejemplo, cuando se habla de dialéctica como de un método científico universal de conocimiento no se piensa en tesis o leyes aisladas de la dialéctica y ni siquiera en su conjunto, sino en el sistema de las leyes y categorías de la dialéctica que expresan la idea del desarrollo. Esta última, precisamente, constituye la base y la peculiaridad del método dialéctico del conocimiento. Los dogmáticos se caracterizan por reducir el método dialéctico a ejemplos sueltos o a un conjunto de tesis. En calidad de método presentan una tesis o una ley de la dialéctica, esforzándose por demostrar cómo se desarrolla la realidad en consonancia con esta ley o tesis. Mas si nos dedicamos a analizar la realidad aplicando una solo ley, aunque sea de la dialéctica, llegaremos fácilmente a una verdad abstracta, unilateral que linda con la deformación de la realidad.

La experiencia demuestra que cuando se resalta la función metodológica y la importancia práctica de una ley dialéctica cualquiera se llega tan sólo a una serie de ejemplos sueltos, destinados a demostrar que la cantidad pasa a calidad o que la división del todo único en sus contrarios se producen tanto en la naturaleza como en la sociedad y en el pensamiento humano. Mas con ello no descubrimos nada nuevo todavía. La finalidad principal del método es la de servir de medio para la obtención de conocimientos nuevos; y el método lo es por ser un sistema de conocimientos basado en una idea objetivamente verídica. Lo dicho puede aplicarse tanto a un método filosófico, como es la dialéctica, como a los métodos de las ciencias particulares. El desarrollo del método del conocimiento no significa que se encuentran nuevos ejemplos, nuevas ilustraciones que lo confirman en su conjunto o en algunas de sus partes, sino que se perfecciona el sistema del saber, que pone de manifiesto su idea. La propia idea del método se expresa en los principios y las leyes, de cuyo sistema se infieren las deducciones metodológicas.

Las ideas en la ciencia desempeñan el papel del método en la explicación de los fenómenos y en la trayectoria ulterior del conocimiento. Cuando aparece una nueva idea los científicos procuran aplicarla al análisis de los hechos acumulados y de las leyes descubiertas, tratan de descubrir, con ayuda de esta idea, nuevos hechos y nuevas leyes.

También tiene mucha importancia el hecho de cómo se refleja la ley en la idea, con qué grado de precisión y plenitud. Si la idea refleja la realidad de un modo deforme, desfigurado, falso, carece en general de valor metodológico y constituye un freno en el desarrollo del conocimiento científico (este es el papel, por ejemplo, que desempeñan las ideas de la filosofía idealista en la ciencia moderna). Si la idea refleja la realidad de manera aproximada, condicional y unilateral, su importancia metodológica es limitada. Pero cuando refleja con exactitud y plenamente la ley fundamental del mundo objetivo, abra amplias perspectivas para el progreso sucesivo del saber.




Notas

[1] F. Engels, Anti-Dühring, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1960, pág. 449.

[2] V. I. Lenin, Obras, t. 38, pág. 186. Lenin subraya este mismo pensamiento, aunque con ciertas variantes en diversas ocasiones, ya que le concede una importancia de principio. En esa misma página leemos: “La coincidencia del pensamiento con el objeto es un proceso: el pensamiento (= el hombre) no ha de representarse la verdad en forma de un reposo estático, de un simple cuadro (imagen) exánime (opaco), sin aspiración, sin movimiento, como un genio, como una cifra, como un pensamiento abstracto”.

[3] V. I. Lenin, Obras, t. 38, pág. 186.

[4] Lenin, Obras, pág. 185.

[5] Ibídem, t. 38, pág. 185.

[6] E. Husserl, La filosofía como ciencia estricta, Logos, libro 1, pág. 29, Moscú, 1911.

[7] Ibídem.

[8] E. Husserl, Investigaciones lógicas, I parte, San Petesburgo, 1909. pág. 202.

[9] V. I. Lenin, Obras, t. 38, pág. 186.

[10] Ibídem, pág. 199.

[11] V. I. Lenin, Obras, t. 38, pág. 185.

[12] K. A. Timiriázev, Importancia de la subversión causada en las ciencias naturales por C. Darwin. El origen de las especies, pág. 24, Ed. de Literatura Agrícola, Moscú, 1952.

[13] C. Darwin, El origen de las especies, pág. 88.

[14] C. Darwin, El origen de las especies, pág. 86.

[15] V. I. Lenin, Obras, t. 38, pág. 187.

[16] M. M. Rosental, Problemas de la dialéctica en “El Capital” de C. Marx, Gospolitizdat, Moscú, 1955; E. V. Ilienkov. Dialéctica de lo abstracto y lo concreto en “El Capital de C. Marx, Ed. Academia de Ciencias de la URSS, Moscú, 1960.

[17] Hegel, Ciencia de la lógica, Hachette, Buenos Aires, pág. 579.

[18] V. I. Lenin, Obras, t. 38, págs. 358-359.

[19] “El arte actúa lo mismo que la palabra —escribe León Tolstoi— que transmite los pensamientos y la experiencia de los hombres y les sirve de medio de unión. Lo que diferencia el medio de relación artística del medio de relación verbal consiste en que el hombre, con la palabra, comunica a otros hombres sus pensamientos, y con el arte los hombres se transmiten unos a otros sus sentimientos” (Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, t. II, Sovetski pisatiel, Leningrado, 1939, pág. 91).

[20] En particular A. I. Búrov escribe con mucha razón que “. . .el artista, al crear imágenes realistas completas, no puede generalizar la vida real sin recurrir a la ayuda de los conceptos” (Sobre la naturaleza gnoseológica de la generalización artística. “Problemas de filosofía”, 1951, núm. 4, pág. 108).

[21] A. I. Búrov, Obra citada, pág. 109.

[22] Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, t. 1, “Sovetski pisatiel”, Leningrado, pág. 340.

[23] V. G. Belinski, Obras filosóficas escogidas, Moscú, 1948, t. I, Gospolitizdat, pág. 234.

[24] Ibídem, t. 1, pág. 234.

[25] Ibídem, págs. 191.

[26] Ibídem, pág. 191-192.

[27] Ibídem, pág. 277.

[28] Refiriéndose a los escritores, D. I. Písariev escribía: “Estos hombres no descubren ni revolucionan nada. Se limitan a captar y a revestir en formas asombrosamente brillantes aquellas ideas y pasiones que inspiran y emocionan a sus coetáneos. Pero las ideas han de ser elaboradas y las pasiones previamente suscitadas por otros prohombres. . .” (Artículos filosóficos y político-sociales escogidos, Gospolitizdat, Moscú, 1949, pág. 599)

[29] V. G. Belinski, Obras filosóficas escogidas, t. II, págs. 244-245.

[30] N. G. Chernishevski, Obras filosóficas escogidas, t. 1, Gospolitizdat, Moscú, 1950, págs. 159-160.

[31] Por ejemplo, B. G. Kublónov escribe: “La plasticidad del arte no es ya el resultado directo del reflejo de las propiedades y rasgos sensoriales-concretos de los objetos y los fenómenos de la realidad; es una nueva reproducción de las abstracciones, que son las que predominan en el proceso del conocimiento” (Naturaleza gnoseológica de la literatura y el arte, Ediciones de la Universidad de Lvov, 1958, pág. 61).

[32] V. G. Belinski, Obras filosóficas escogidas, t. II, pág. 52.

[33] V. G. Belinski, Obras filosóficas escogidas, t. II, pág. 55.

[34] “. . .la abstracción artística —escribe B. F. Asmus— no es lo mismo que la abstracción científica” (La imagen como reflejo de la realidad y el problema de lo típico, “Novi mir”, núm. 8, 1953, pág. 215).

[35] B. Riúrikov, Sobre algunos problemas del realismo socialista, “Novi mir” núm. 4, 1952, pág. 227.

[36] Criticando a B. Riúrikov, V. G. Kublánov escribe: “. . .El conocimiento constituye una unidad, por consiguiente han de ser únicas también todas las etapas de este proceso: la del conocimiento sensorial concreto, la del pensamiento abstracto y la comprobación por la práctica” (Naturaleza gnoseológica de la literatura y el arte, pág. 80).

[37] A. Fadéiev, Mi trabajo en la novela la derrota, “La literatura en la escuela”, núm. 2. 1950, pág. 19.

[38] Ibídem, págs. 19-20.

[39] Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, t. I, pág. 313.

[40] A. Fadéiev, Ibídem, núm. 2, pág. 20.

[41] Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, pág. 132.

[42] P. A. Fedótov describe del siguiente modo su trabajo en las imágenes de su cuadro Los esponsales del mayor: “Quizá existan personas afortunadas a quienes la imaginación proporciona inmediatamente el tipo requerido. Yo pertenezco a esta categoría; quizá sea demasiado concienzudo para hacer pasar por realidad lo que es sólo un juego de la fantasía. Cuando necesité un tipo de mercader para mi cuadro Los esponsales del mayor me dediqué a pasear, a recorrer, el Gostini dvor y el Apraksin dvor, estudiando los rostros de los mercaderes, prestando oído a su conversación y examinando sus modales; con el mismo propósito me paseaba por la Avenida Nevski. Finalmente, un día, junto al puente de Apraksin encontré la encamación de mi ideal. Ningún afortunado que tuviese una cita de amor en la Nevski se hubiera alegrado de ver a su beldad más que yo al encontrar esa barba pelirroja y ese voluminoso vientre. Acompañé mi hallazgo hasta su casa, busqué luego el modo de conocerle y anduve tras de él todo un año, estudiando su carácter; por fin recibí permiso para hacer un retrato de mi respetado padrecito (aunque él lo consideraba como pecado y de mal presagio) y sólo entonces lo introduje en mi cuadro. Me pasé el año entero estudiando un solo personaje y los demás no me costaron menos esfuerzo!” (Recopilación, Los maestros del arte sobre el arte, t. IV, pág. 169).

[43] Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, t. II, pág. 146. Gogol escribía más o menos lo mismo: “Jamás he escrito retratos en el sentido de una simple copia. Creaba el retrato, pero lo creaba partiendo del razonamiento y no de la imaginación. Cuantas más cosas tomaba en cuenta, más fidedigna resultaba mi creación. . . Todos se asombraban de que teniendo una imaginación capaz de crear y producir, exigiera tantas menudencias y bagatelas. Mi imaginación, sin embargo, no me ha regalado hasta la fecha ni un solo carácter más o menos notable ni ha creado nada que no hubiera observado con mis propios ojos en la naturaleza.” (Opiniones de escritores rusos sobre la literatura, t. 5. pág. 314.)

[44] N. G. Chernishevski, Obras completas, t. III, Gospolitizdat, Moscú, 1947, pág. 663.

[45] B. M. Kédrov, por ejemplo, en el libro Sobre los cambios cuantitativos y cualitativos en la naturaleza (OGIZ, 1946), califica de principio la ley de la conservación de la energía (pág. 132). Lo mismo hacían Max Planck y otros muchos pensadores de antaño (por ejemplo, Newton, que calificaba de principios las leyes más generales de la física). No se trata en este caso de una concepción sobre las interrelaciones de las leyes y los principios de la ciencia, sino su simple identificación. Lo único correcto es el reconocimiento de que el principio expresa la ley. Sin embargo, queda sin dilucidar si toda ley es un principio.

[46] V. P. Tugarínov, Leyes del mundo objetivo, su conocimiento y utilización, Ed. de la Universidad de Leningrado, Leningrado, 1954, pág. 134.



Fuente: Kopnin, P. V., Lógica dialéctica, Editorial Grijalbo, México D. F., 1966, pp. 355-387.



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